Delmira Agustini, Concepción Silva Belinzon, Amanda
Berenguer, Idea Vilariño: he aquí algunas de
las mujeres poetas
del Uruguay. Junto
con otras, forman un contingente numeroso si se lo compara con
el de los hombres poetas
durante el mismo período, es decir, una buena parte del
siglo XX. No es que estas mujeres
tengan algo en común, ni que reconozcan ellas mismas filiaciones
comunes. La legislación liberal (ley
de divorcio de 1906)
y el hecho de que la mayor parte de la población (más del ochenta por ciento) viva en ciudades
son factores que deben haber contribuido a esa eclosión
de la escritura femenina.
Marosa di Giorgio empezó
a publicar en los años cincuenta. En 1979 la editorial
Arca, de Montevideo,
reunió sus libros
anteriores bajo el título Los papeles salvajes.
Después aparecieron otros volúmenes, hasta que
una edición en dos tomos, incorporando esos materiales,
fue publicada con el mismo título por la editorial Adriana
Hidalgo de Buenos Aires, en 1999. Poemas en prosa, viñetas,
narraciones breves: el conjunto de la obra
de Di Giorgio pertenece
a un género dudoso.
Narraciones más largas o "cuentos"
siguieron, con dos títulos: Misales y Camino
de las pedrerías. Y también una "novela":
Reina Amelia. Su último libro
es Rosa mística.
Es notoria en Di Giorgio
la cohesión, la continuidad del tono, de los procedimientos
y el material anecdótico.
Algunos reseñistas se han rebelado contra la consistencia
de esta obra. Han acusado
a Di Giorgio de repetirse. Pero explorar un territorio, el registro
de variantes de una manera, puede ser aquí el síntoma
perentorio de un poder.
Su obra
tiene muy poco que ver con los programas o proyectos poéticos
que se consideraban válidos en el Uruguay
de los sesenta, cuando prevalecía una poesía coloquial
y "comprometida" cuyas huellas todavía arrastramos
y que ofrece tanto entonces como hoy las marcas patéticas
de su insuficiencia: un llamado de urgencia cívica, afincada
en límites convencionales y "correctos", no
tenía en cuenta el gran cambio que se hacía patente
por entonces a partir de Estados
Unidos y de Inglaterra: una nueva política de minorías,
de exploración de sustancias, y de un eros no identitario,
que se filtraba en gran parte a través de la música
y de los estilos visuales asociados
con la música. Frente a la poesía coloquial y simplista
que tuvo su auge por entonces, en Di Giorgio aflora una conciencia
muy aguda del artificio, de la extravagancia, la burla y los
disfraces. Lo familiar, en su obra,
aparece como no familiar, anómalo y monstruoso.
Si el momento fuerte
de la poesía oriental escrita en castellano fue el modernismo,
con Delmira Agustini y
Julio Herrera y Reissig, la
poesía oriental
escrita en francés ya había tenido su momento culminante
en la segunda mitad del siglo XIX. Isidore
Ducasse (Lautréamont)
y Jules
Laforgue, gracias al hecho de escribir
en francés y de pasar una parte de sus cortas vidas en
Europa proyectaron sus trayectorias no sólo sobre el modernismo
hispanoamericano que intentó digerirlos, sino sobre el
simbolismo y surrealismo franceses y, en el caso de Laforgue,
sobre el modernismo angloamericano de Ezra
Pound y T.S.Eliot. No
me propongo trazar un árbol genealógico de Marosa
di Giorgio sino alumbrar las relaciones laterales, las afinidades
electivas con quienes podemos considerar sus "precursores".
De Lautréamont,
Di Giorgio hereda los rasgos animales o inhumanos, a ratos feroces,
el tête a tête con lo "divino", las transformaciones
vertiginosas del yo lírico y
de cualquier otra presencia o interlocutor, y la insensatez de
un deseo sin cortapisas,
intenso o violento, hereje y blasfemo, que tiene su campo de
realización en el hecho mismo de la escritura,
no en la "realidad" de un referente objetivo. De Jules
Laforgue, Di Giorgio hereda la pantalla complementaria de la
luna, la superficie intocable sobre la que se reflejan los objetos
platónicos de su virginidad, un apetito de insatisfacción,
imágenes
contempladas por un prisionero en una caverna, bajo la luz de
una linterna mágica: eso era y no era.
La experiencia (in)significante
Los textos de Di Giorgio
son híbridos: están invariablemente construidos
como pequeños poemas en prosa que, al encadenarse en una
serie aleatoria, sugieren una novela
poética. Pero es una novela
fabulosa que derrota las expectativas antropomórficas.
Lo que se anticipa, lo que ocurre, no es previsible según
una perspectiva humanista o humanizadora. No suceden cosas entre
los hombres (o entre los hombres y las mujeres) sino entre el yo lírico
y animales, plantas, o seres indefinidos o inventados, en un
tono vehemente y categórico que da a la ficción
un cariz alucinante. No se manifiestan sentimientos subjetivos,
sino afectos impersonales, fuera de las conveniencias, de lo
verosímil de una identidad
o de un estatus, fuera en rigor de las modalidades intersubjetivas
previsibles.
En esta mímesis inhumana
leemos que ciertas luces "brillaban con furia, con desesperación."
La furia subraya la intensidad de la experiencia, cercana a un
tope irresistible, y la desesperación sugiere una gratuidad
insignificante. A pesar de ser intensos (furia)
esos brillos no
alcanzan a decir nada: lo único que pueden hacer es brillar
en la inminencia de una revelación que no ocurre. El brillo
implica una profecía que no llega como significado, no
llega a tener significado. Espera constante: ocurren hechos que
no terminan de entregar su secreto y el testigo, o quien experimenta
-un pronombre personal que transita un borde roto de experiencias
anómalas- por lo común no puede hacer nada con
respecto a las experiencias o fenómenos, ni huir de ellos
ni detenerlos o modificarlos. Aunque hay intentos retóricos
de un yo, intentos de huir
y de no poder hacerlo, como en los sueños, como en los
dilemas y la angustia de las pesadillas que articulan nuestro
deseo más
real, que nos hacen reales, más reales que en la vigilia.
A veces hay pequeñas modificaciones acotadas: "Con
todo, me alejé un poco." Pero "quedé
prendida a no sé qué y a nada."
El no sé qué, la serie de brillos, se prenden y
se apagan, intermitentes, entregan un parpadeo fuera del ser y la sustancia, una mirada flotante que convoca e
inmoviliza.
Las homofonías
Si -en los escritos
de Di Giorgio- se juega con aliteraciones, con homofonías
significantes, a partir del parecido sonoro surgen unas de otras
las palabras, como alternativas
homofónicas, para quebrantar y desconcertar la dirección
predeterminada de sentido.
Los tropezones revocan la ilusión de que el referente
sea inequívoco; el narrador, el visionario, vacila al
reconocer los elementos de la visión,
las imágenes
son incompletas o fluidas, se modifican al elegir las palabras
que las describen; esas figuraciones indecisas se desprenden
de la letra misma. Más
que describir, se nota que el narrador va escogiendo (o perplejo no puede escoger) entre parentescos sonoros;
así peligra la continuidad metonímica de las escenas.
Las homofonías, como el chiste según Freud, liberan
de repente cierta energía, intiman un disfrute eufórico.
Del discurso embotado se pasa de repente, a través de
sustituciones pérfidas, no a un significado, sino a un
aura de esclarecimiento y goce. Filtra los rayos que exaltan
una voluptuosidad redescubierta. "Comedores, corredores",
"huesos, huevos", introducen la duplicidad,
traicionan una experiencia vacilante, proyectan el fragmento
como una cascada fuera de foco: "Andábamos por
los oscuros comedores, corredores, y algún fugaz visitante
sexual era atendido, o evitado, y clavelinas, tenebrarios, tenebrarios,
clavelinas, y más cosas." Las homofonías
revelan que no hay sustancias, sino efectos superficiales del
significante. El brillo apela pero no conoce de seguro el nombre
de lo que llama, como una mirada desafía al testigo para
que la defina. El brillo, la mirada, deslumbran, dan cuerpo
a la experiencia, aunque no la expliquen. Las homofonías
marcan el máximo esfuerzo de atención hacia un
enigma momentáneo, la atmósfera de un encuentro.
El espacio
¿Cómo
se distribuye aquí el espacio?
Lo que está dentro está fuera y viceversa. Los
milagros ocurren dentro y fuera de las casas. No hay un ordenamiento
categorial definitivo del espacio.
Más que identidades,
personajes
y lugares, se experimentan climas, pasajes, ingredientes de una
tormenta, una hora del día, velocidades y pausas. Al no
subjetivarse, los afectos no oponen un dentro y un fuera, un
interior orgánico y sentimental, y un exterior objetivo.
Intervienen quirúrgicamente a la narradora para extraerle
las mismas cosas que, desde fuera, la acechan (cuerpo o mirada). Un ángel, después
de una vertiginosa serie de transformaciones, regresa al "alma"
de la narradora, de donde había salido, y muere.
Viene de la nada, de un interior invisible, y vuelve a la nada.
No hay sustancia, ni un testigo con otra identidad
que las vicisitudes circunstantes. Y no es posible huir porque
el perseguido y el perseguidor están contagiados uno del
otro, son inseparables.
El neutro, el otro
El yo intenta a veces, pero
inútilmente, separarse de una dudosa amenaza o una violencia. Ese
yo sin embargo también es violento a veces, por ejemplo
cuando come un sargo que está vivo y que lo mira, pero
casi nunca es responsable de las violencias.
La agresión erótica no se atribuye directamente
al yo, ni siquiera a un hombre (o
a una mujer), sino
más bien a otro animal. La violencia es erótica,
el erotismo violento,
pero no se describe un coito entre hombres, sino entre doncellas
y tigres, entre un diablo o un lobo y alguien más, que
es a veces el yo femenino, victimizado de una extraña
narradora.
Cuando el yo ataca es casi siempre en tanto que otro: cuando
acecha y devora a un "niño de muy breve edad",
se pone el "disfraz de lobo, el disfraz de león,
los lentes de mariposa." Un yo disfrazado de león
disfrazado, o de incógnito bajo los lentes oscuros de
la mariposa, bajo una máscara seductora.
Pero a veces el perseguido persigue al perseguidor. Es como si
la violencia fuese intercambiable, reversible, e imparable. El
cuerpo violado y expuesto
en el cielo del poema es una vergüenza difamada, una vergüenza
hecha visible por sorpresa, desde lo oscuro. Al devenir animal
o planta, el relator se libera de la culpa paralizante que infligen
las instituciones, la familia en primer lugar. A través
de los ojos inhumanos de otro animal, contempla una vergüenza
inocente.
La tercera persona -según Maurice Blanchot- es el neutro,
la no-persona, la persona despersonalizada, el borde anómalo
de un recorrido(1).
Atacar y ser atacado
son los vértices de un goce vivido como tortura o crimen, cuando "otro"
vive jugando con la muerte
de alguien. La voluptuosidad de una violencia, la sospecha de
un prodigio crecen, se despliegan cuando la culpa no reprime
a un yo responsable. No siempre se indica quién mata,
quién muere, ni siquiera si alguien muere. Un asesino
anónimo mata las vacas,
y es una violencia repetitiva, que vuelve cada día. La
violencia, viva y aniquiladora, es una exaltación anónima,
recurrente. Esta experiencia impersonal postula la resurrección,
también impersonal, cuyo corolario es: "No sé
si moriré."
Siniestro, sublime
Aunque el yo lírico resulta generalmente impotente para
alterar la circunstancia, está lejos de contemplar impasible
los fenómenos que lo acosan. Se sorprende, se asusta,
tiene reacciones parangonables con las descritas por Freud cuando
busca caracterizar la experiencia de lo no-familiar, de lo extraño
descubierto en lo familiar, algo que según nuestra concepción
adulta del orden del mundo o de las leyes del cosmos no podría
ocurrir y sin embargo ocurre. Lo difunto-vivo no es ficticio
sino que, no siendo cierto ("y
levemente no era cierto," escribe Di Giorgio) se contagia de certidumbre.
Aunque los resultados no son "ciertos", los devenires
son reales. Los contagios son devenires
e intensidades reales de un cuerpo.
Hay vida en la muerte:
los dos estados se comunican, los procesos de aniquilamiento
resultan escandidos por sorprendentes resurrecciones. Y entre
el terror y el placer, el goce
es indiscernible de la angustia.
Una de las aventuras
eufóricas en Di Giorgio es la del vuelo. Es una posibilidad
olvidada que resurge. Es una convicción infantil descartada
por el adulto. El devenir niño y la experiencia de lo
siniestro se implican, lo que antaño resultó familiar
es vivido por el adulto como no familiar: "Olvidé
el primer vuelo. Lo recordaba apenas, y volvía a olvidarlo."
Ni la familia ni la escuela
logran destruir esta función, un modo de percibir con
sus bandas de luz vibrante.
Pero en Di Giorgio la experiencia fantástica suele aparecer
como una condena más que un beneficio, un acontecer irremediable
que atenta contra cualquier equilibrio y tranquilidad: "Yo
quedé harta de esa repetición, reverberación."
Es siempre una tentación insensata, implica una inquietud,
un peligro. Dentro de esta poética del desastre
y la acentuación de figuras de ambición excesiva
y autodestructora, tampoco hay una distinción valorativa
entre fuerzas del bien
y del mal, entre dios y el demonio.
Queda claro en cambio que las gratificaciones no son literales.
El menú de los relatos de Marosa consiste en manjares
apenas comestibles, escasamente alimenticios, incapaces de calmar
el apetito. El objeto del deseo
-en contraposición al apetito liso y llano, al hambre
aplacada por la saciedad después de haber comido- es fugaz,
inasible, insatisfactorio, una gozosa tortura.
En este aura paradójica el colmo es que la luz del sol
y la luz de la luna parezcan una, la misma. Un libro
de poemas de Jules Laforgue
lleva el título Imitation de Notre Dame la Lune:
allí se postula la victoria de la luna sobre el sol. Sobre
la pantalla de proyección inasible de la luna aparecen
cosas que no gratifican, porque resultan tan intocables como
ella. En contra de la luz del sol, plenamente física,
que nutre las funciones orgánicas, la luz de la luna adquiere
una contundencia equivalente ("Por
un segundo la luz lunar y la del sol parecen una") pero de índole opuesta:
alimenta un deseo
de insatisfacción.
Los brillos se captan como miradas: "La lamparilla roja
andando, toda mi larga infancia,
miró a todos, y a mí más que a ninguno,
como si quisiera enseñarme un secreto muy antiguo y una
cosa abominable." El yo descubre que lo están
mirando, pero esta mirada que
recae sobre él es ciega, de "ojos sesgados y blancos,
sin iris ni pupilas." El yo es captado por una mirada
que no mira. En esa inquietante reverberación entre lo
animado y lo inanimado, el punto de emanación del sujeto, otro en la mirada
que no mira, da lugar a un trastrocamiento de los pronombres;
una experiencia equivale a otra, pero es contada desde un punto
de vista inverso: soy la Virgen; veo la virgen; soy la mariposa,
veo la mariposa: avatares de un cuerpo
en escritura.
Los personajes "cristianos" como la Virgen o las vírgenes,
no son en verdad referentes mitológicos inequívocos,
sino más bien soportes precarios de aconteceres y ubicuas
fosforescencias. Y la "madre" -quizá el único
referente que puede pretender una función de personaje-
es ambigua, contradictoria. Por una parte se presenta como censora,
exige decoro, silencio, comportamientos dignos o serenos; por
otro sugiere que la censura es una broma perversa, un maléfico
chasco, una estratagema: se hace cómplice de las transgresiones
o fechorías. La madre ve -aunque en ocasiones simula no
ver- prodigios vegetales o animales y es un prodigio ella misma,
fragmentada por ejemplo en mil ojos: "ella parece reírse
sola y reaparece otra vez por todas partes."
Los protagonistas no son personajes, sino más bien acontecimientos
(un viento, una helada) que toman la figura transitoria
de caracteres. Se combinan y se diferencian bajo el efecto conminatorio
de un "recuerdo" que resulta una invención:
las composiciones de Di Giorgio suelen arrancar de una pretendida
evocación del pasado para convertirse en una anticipación
del futuro: la inminencia
de una revelación o un desenlace que no llega. Algo habla,
nadie habla. Esporádicas, intermitentes ráfagas
o harapos de voces se atribuyen a los soportes menos verosímiles,
constante prosopopeya que revela "un murmullo increíble
en cada cosa."
No apunta a un más de significación, sino que se
tambalea y bordea siempre un menos, un borramiento. El simbolismo
corroe, como en el intento fracasado de Baudelaire
(soneto de las "Correspondencias") un plan de clasificación
que sucumbe en una mezcla de perfumes.
La chacra, el jardín, el huerto, están poblados
por frutos reales e irreales, animales reales e irreales, personajes
reales y ficticios, familiares, extravagantes, mitológicos
(la Virgen, el diablo,
la hija del diablo, Dios,
las hadas), singularizaciones
de una experiencia interior-exterior, en contrapunto. El sujeto son las cosas que asaltan
como mirada. Esta reificación vivificante (devenir
animal o cosa)
es un antídoto contra la identidad
forjada por las expectativas de la familia y el trabajo.
Los roles resultan una comedia de costumbres agujereada por asombrosas
anomalías. Un imperativo absoluto pero vacío
se concreta, espontáneo, en cada caso, a través
de dictados que articulan miradas nómades de insoportable
intensidad. Universo de pronombres y jerarquías intercambiables,
juego de amenaza onírico y chamánico en contraste
con un contexto positivista y estéril de consignas y compromisos,
cuando no de mero realismo inane, la obra de Di Giorgio no solicita
el consenso de ningún mandarinato.
El yo, en Di Giorgio, es la esquirla de una catástrofe.
El yo es apenas un enganche sorprendido por las miradas, una
paja que flota y ni siquiera tiene un deseo
que pueda llamar propio. El deseo implica aquí el conjunto
del universo o mónada, aunque en cada caso, en cada línea,
está sustituido por un significante particular. Los girasoles
son las caras del deseo. Entre el sol y los girasoles media el
cosmos, que también desea. El yo no tiene cara: es mirado
por miríadas enceguecedoras, pero no uniformes, no indiferentes.
Las millonésimas vegetales y animales no emanan de un
acto de voluntad del yo. Pero atenderlas es un imperativo de
abandono, un acto deliberado de abandonarse a la experiencia
de una boda hermafrodita.
El coito, cuando ocurre, suele ser autogoce y autofecundación,
"casada consigo misma". Las actividades complementarias
del hermafrodita transitan los pronombres: "ellas"
por ejemplo. Y es así que alcanzan la culminación
del gozar: "en el amor, a solas, retorcerse hasta morir."
Las fecundaciones suelen no tener que ver con los órganos
de la reproducción: más bien ocurren por contagio,
contaminaciones aéreas como la fecundación de las
plantas a través de insectos que liban y depositan sustancias
en los cálices, coincidencias mágicas, magnetismo,
simpatía, efluvios e influjos a través de los que
"se reproducen sin tocarse." El caracol es el
"señor y la señorita", "Hermes
y Afrodita", una instancia dinámica del influjo
y del complemento subjetivo-objetivo. El autogoce, filtrado por
el rejuego de los procesos, es una experiencia furiosa, desesperada,
pero también omnipotente.
La intensidad
En una entrevista, Di Giorgio declara: "Tengo siempre,
como cosa permanente, una inquietud que me lleva a registrar
todo lo que pasa. Siempre ansiosa -no me sale otra palabra- siempre
esperando que eso transcurra. Siento que estoy constantemente
más acelerada que los aconteceres. Hay dentro de mí
un tic tac permanente, un alerta constante."(2)
Un exceso de atención,
una extraordinaria intensidad de atención: el tiempo,
bajo este examen, se abre a otro tiempo más detallado,
a la crónica de lo que antes quedaba sincopado, prisionero
en los pliegues, implícito en la secuencia de un tiempo
"normal." Di Giorgio usa sus sentidos como los instrumentos
de un virtuoso. No se trata de un instrumento, sino de muchos.
Se trata de nombrar lo que ocurre en el instante, las destilaciones
de energía que transfiguran todo. Como diástole
y sístole, podemos notar un doble movimiento aquí,
no de un yo, que es un enganche convencional de los procesos,
un soporte precario para la expresión, sino de un cuerpo
que escribe y sobre cuya
piel se escribe;
un doble movimiento de sustracción y de reinserción:
sustraída de lo familiar e insertada en lo mismo, pero
ahora extraño: "Fue como si hubiera sido sustraída
del mundo y reinsertada de otra manera."
Todo cambia de forma, pero no por capricho, sino por un proceso
de fuerzas más libre
y por una atención más concretizada. Cuanto más
claro se ve, menos estable será la imagen.
Donde todo parecía quieto y definido, se comprueba de
pronto, al prestar una atención distinta, que todo está
en movimiento. Las antenas están alerta frente a las vicisitudes
vibratorias. Todos los poros, todos los esfínteres, están
abiertos y son libados por súcubos e íncubos. Cualquier
estímulo puede oficiar de agresor erótico: una
voz por ejemplo, descarnada, sale de un ropero y vuelve a él
después de haber ejecutado varias acciones. Las composiciones
de Di Giorgio trazan así un vasto matraz de alternativas,
equiparable, aunque con otros recursos narrativos y en otro tono,
a las Metamorfosis de
Ovidio. Di Giorgio no depende
de la tradición mitológica grecorromana, sino de
una experiencia campesina en un terreno de interminables transfiguraciones,
al margen casi siempre de un entorno urbano o suburbano.
Misales y Camino de pedrerías contienen
composiciones más largas. El elemento narrativo, siempre
presente en su obra,
se vuelve más sostenido. Esto podría indicar una
transición hacia personajes más sólidos,
caracteres. En parte ocurre así, pero sólo hasta
cierto punto. Las hembras pueden ser animales. A veces sí
son mujeres,
aunque extravagantes. Los hombres
casi no existen. El impulso erótico es encarnado por agentes
concebidos como medios para definir la sensación, causas
inventadas para justificar los impactos. Los asedios eróticos
suelen ser considerados bajo el lente de una causalidad siniestra
y calamitosa: "Indudablemente yo tenía un aura
para atraer a los machos de todas las especies. Pero ¡que
eso se terminase, por fin!" Sólo hay devenires
que responden a una intensidad recurrente, a una frecuencia compulsiva.
Los referentes sociales -el padre, la madre, la escuela, el novio,
la boda- aparecen, no son rechazados, pero sufren alteraciones
que los enrarecen, en un nuevo espacio trasmutado, junto a elementos
nuevos e imprevistos. El trance amoroso ofrece la mayor intensidad
y el mayor peligro, una dosis de sobre-estímulo que afecta
como lo más real de todo, que culmina en la devoración.
Atisbos de "novela"
Las mujeres en Di Giorgio
invariablemente ponen huevos, como si genotipo y fenotipo coincidieran,
como si en cada individuo se recapitulara el desarrollo de las
especies vegetales y animales. Las narraciones, que ensamblan
lo humano con todas las formas de vida en un bestiario, podrían
llevar el título genérico "Vida sexual de
las especies", sólo que no se trata aquí de
hechos positivos y comprobados, sino de pretextos para situaciones
en rigor inventadas pero "sentidas" como reales.
La escritura de Marosa
responde a una inspiración autista. Se extrapola como
un delirio sobre la relación
entre hablantes y los secuestra. Sin embargo Di Giorgio escribe
una "novela", Reina Amelia. Aquí el personaje
de Lavinia parece bajo cierto aspecto el más cercano a
la autora, algunas pistas permiten considerarla su alter ego. Lavinia tiene un reloj interior
que hace tic-tac, como aquel que la autora confiesa, en la entrevista
citada arriba, contener dentro de sí; un tic-tac autónomo
que poco tiene que ver con el tiempo de los procesos de relación.
No ocurre un choque con lo real intersubjetivo y sus demandas
duras. Los personajes de Reina Amelia son, a lo sumo,
arquetipos de leyenda. Lavinia encarna aquí la metáfora
maestra: la mariposa.
El nombre de pila de
la autora indica, re-plegado, lo que el nombre del insecto despliega.
Lavinia "trabaja": está "empleada"
de mariposa; las niñas la admiran y aspiran a parecérsele.
Representa en su función un aparato exhibitorio: "Era
sabido: señora Lavinia con nadie había intimado;
sólo con los Brillos, de los que sufría un apetito
feroz." Bajo la luz cenital de la luna, ese rival inveterado
del sol, Lavinia -un Pierrot lunar en el estadio del espejo-
se ve reflejada en el estanque del pueblo. Las posibilidades
lúbricas tienen lugar casi siempre en el "bosque",
al margen de la vida urbana
y los códigos de relación que allí se imponen,
un bosque liminar y dionisíaco que la reina manda quemar.
La reina funda un orden matrilíneo: madre-hija, reina
poderosa y súbdita subyugada y martirizada. Una prohibe
y controla, la otra experimenta subrepticia, con vaivenes cómicos
o terroríficos, un goce libidinoso. Desirée, mujer
perdida y condenada a la cruz, coexiste con la reina Amelia,
que la condena. Al condenarla, como en los relatos fantásticos
del doppelgänger, muere ella también. Los
opuestos enemigos están imbricados: son instancias psíquicas
de una auto-organización.
Si el fetiche se puede robar, a despecho de Carlos Marx, con
la mirada, como apunta Felisberto
Hernández en su cuento
"El cocodrilo", su fruición, como demuestra
Di Giorgio, es autónoma. Su valor de uso depende de la
intensidad y libertad con que nos abandonemos a la experiencia,
en un lugar visionario de escritura.
El vitalismo de Di Giorgio es auto-reproducción, un "más
vida," compatible con un recurso a la memoria de la infancia.
Notas a Marosa di Giorgio
(1) Cf. Maurice Blanchot, "La
voz narrativa", en El diálogo inconcluso (Caracas:
Monte Avila, 1970). Traducción de L'entretien infini (Paris:
Gallimard, 1969).
(2) "Nocturno", entrevista
con Marosa di Giorgio, por María Ester Gilio, en Brecha,
Montevideo, 13 de junio de 1997.
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