José
Lezama Lima, que se pasó la vida reflexionando desde
su isla, anotó que aquellos que han visto demasiado, como
Marco Polo o Cristóbal Colón, deben ser encerrados.
Eso, sin duda, se aplica a las propias ansiedades del sedentario
Lezama, que dio en conjugar el mundo y los tiempos a fuerza de
metáforas y teorizaciones.
Sin embargo, pasadas las
décadas, la obra de Lezama
Lima parece haber cedido ante su propia poética. Sus
poemas se parecen demasiado a los que habría escrito Lezama,
y su novela Paradiso, salvo tal vez algunos diálogos,
resuena como pretenciosa, como un intento noble, casi prodigioso,
de cumplir con el diseño de una obra ideal que el mismo
Lezama había propuesto en sus ensayos (que,
mera propuesta y ráfagas de iluminación, siguen
siendo deslumbrantes).
De todos modos, el aserto de Lezama permanece intocado. Es peligroso
ver en demasía, y hay quienes pueden, sin siquiera haberse
movido de su casa, tener demasiado mundo dentro. Un desborde paralizante,
salvo para la escritura, como tal vez
lo pruebe mejor que nadie la obra de cierta señorita de
Amherst, Nueva Inglaterra, que murió en 1886 habiendo escrito
miles de poemas sin haber intentado publicar uno solo.
Emily Dickinson casi no salía de su casa y allá
por 1860 tomó una decisión, el blanco.
Se vistió de blanco y casi todo su entorno pasó
a ser rabiosa albura. Si fue el blanco de la página o lo
ciego de una videncia crónica, o ambas cosas, eso no puede
del todo saberse. Ella afirmó que era el color de "una
novia del espíritu". Lo cierto es que era una dama
demasiado inquieta y brillante para el entorno (en su caso el puritanismo de Nueva Inglaterra
y el frenesí de la guerra civil: "Me encerraron
en la prosa -/como en la infancia/ me encerraron en el baño
-/ porque me querían <quieta>").
Y no hay duda de que la
blanca reclusión de Dickinson la invistió como una
nueva persona ("El
día que fui coronada fue como cualquier otro día-") de la que salió una obra
tan límpida como conturbadora, con una puntuación
que, para locura de sus editores, en vez de puntos o comas apelaba
a guiones, como si las palabras estuvieran entre rejas y la única
escritura posible fuera clandestina
"¡Soy Nadie!¿Quién eres?/ ¿Eres
-nadie- también/¡Somos entonces un par!/No lo digas
son capaces de descubrirnos-lo sabes
./¡Qué
horrible -ser- alguien!".
El secreteo, que la mantuvo
convenientemente alejada de corrientes literarias y discusiones
de salón, se reactiva con cada lectura.
Al carecer del deber ser de una poética explícita,
e incluso estar casi desprovistos de referencias literarias, sus
versos mantienen ese susurro semiconfesional que sorprende en
cualquier página, afirmando que si bien nunca vio un volcán,
o un brezal, o las rejas del cielo, Emily sabe perfectamente dónde
están y cómo llegar a ellos. El lector se descubre
cuchicheando como un niño, deseando, como los poemas, que
Dios también fuera niño, tal vez para alcanzar una
dicción que apabulla de tan inocente: "Este polvo
tranquilo-fue caballeros y damas".
Los versos de esta dama anómala erizan de tan despojados:
"Tengo miedo de tener un cuerpo -/tengo miedo de tener
un alma". Así, entre rejas, casi se desbarrancaron
de las convenciones de lo literario. Fingiéndose a media
voz, son el vértigo de lo blanco.
* Publicado
originalmente en Insomnia
|
|