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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



DICKINSON, EMILY - LEZAMA LIMA, JOSÉ - BLANCO - PARADISO -


Clandestino y blanco*

Amir Hamed

Los versos de esta dama anómala erizan de tan despojados: "Tengo miedo de tener un cuerpo -/tengo miedo de tener un alma". Así, entre rejas, casi se desbarrancaron de las convenciones de lo literario. Fingiéndose a media voz, son el vértigo de lo blanco


José Lezama Lima, que se pasó la vida reflexionando desde su isla, anotó que aquellos que han visto demasiado, como Marco Polo o Cristóbal Colón, deben ser encerrados. Eso, sin duda, se aplica a las propias ansiedades del sedentario Lezama, que dio en conjugar el mundo y los tiempos a fuerza de metáforas y teorizaciones.

Sin embargo, pasadas las décadas, la obra de Lezama Lima parece haber cedido ante su propia poética. Sus poemas se parecen demasiado a los que habría escrito Lezama, y su novela Paradiso, salvo tal vez algunos diálogos, resuena como pretenciosa, como un intento noble, casi prodigioso, de cumplir con el diseño de una obra ideal que el mismo Lezama había propuesto en sus ensayos (que, mera propuesta y ráfagas de iluminación, siguen siendo deslumbrantes).

De todos modos, el aserto de Lezama permanece intocado. Es peligroso ver en demasía, y hay quienes pueden, sin siquiera haberse movido de su casa, tener demasiado mundo dentro. Un desborde paralizante, salvo para la escritura, como tal vez lo pruebe mejor que nadie la obra de cierta señorita de Amherst, Nueva Inglaterra, que murió en 1886 habiendo escrito miles de poemas sin haber intentado publicar uno solo.

Emily Dickinson casi no salía de su casa y allá por 1860 tomó una decisión, el blanco. Se vistió de blanco y casi todo su entorno pasó a ser rabiosa albura. Si fue el blanco de la página o lo ciego de una videncia crónica, o ambas cosas, eso no puede del todo saberse. Ella afirmó que era el color de "una novia del espíritu". Lo cierto es que era una dama demasiado inquieta y brillante para el entorno
(en su caso el puritanismo de Nueva Inglaterra y el frenesí de la guerra civil: "Me encerraron en la prosa -/como en la infancia/ me encerraron en el baño -/ porque me querían <quieta>").

Y no hay duda de que la blanca reclusión de Dickinson la invistió como una nueva persona ("El día que fui coronada fue como cualquier otro día-") de la que salió una obra tan límpida como conturbadora, con una puntuación que, para locura de sus editores, en vez de puntos o comas apelaba a guiones, como si las palabras estuvieran entre rejas y la única escritura posible fuera clandestina "¡Soy Nadie!¿Quién eres?/ ¿Eres -nadie- también/¡Somos entonces un par!/No lo digas son capaces de descubrirnos-lo sabes…./¡Qué horrible -ser- alguien!".

El secreteo, que la mantuvo convenientemente alejada de corrientes literarias y discusiones de salón, se reactiva con cada lectura. Al carecer del deber ser de una poética explícita, e incluso estar casi desprovistos de referencias literarias, sus versos mantienen ese susurro semiconfesional que sorprende en cualquier página, afirmando que si bien nunca vio un volcán, o un brezal, o las rejas del cielo, Emily sabe perfectamente dónde están y cómo llegar a ellos. El lector se descubre cuchicheando como un niño, deseando, como los poemas, que Dios también fuera niño, tal vez para alcanzar una dicción que apabulla de tan inocente: "Este polvo tranquilo-fue caballeros y damas".

Los versos de esta dama anómala erizan de tan despojados: "Tengo miedo de tener un cuerpo -/tengo miedo de tener un alma". Así, entre rejas, casi se desbarrancaron de las convenciones de lo literario. Fingiéndose a media voz, son el vértigo de lo blanco.


* Publicado originalmente en Insomnia

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