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ISSN 1688-1672

 



MÚSICA - MÁQUINA DE MÚSICA - DISK JOCKEY -

Me duele la música

Carlos Atanes
Desde que no se puede vivir sin música y la masa consume compulsivamente los productos presentados por los media, ya nadie canta en las tabernas. Así, se consigue convertir al individuo en espectador entusiasta de aquello que él mismo podría hacer, y que de hecho, antes hacía normalmente. No os molestéis en hacer música; ya la haré yo, y me aplaudiréis -y pagaréis- por ello. Mejor aún: la música que la haga otro, que yo os elijo los discos

Ayer por la tarde concebí la idea de imprimir una cita de Karl Marx: «La religión es el opio del pueblo», y con un rotulador tachar la palabra religión y sustituirla por música. Después, tachar a Marx y poner mi apellido, conservando el Karl, por supuesto. Lo iba a enmarcar y colgar de un clavo en la pared. Pero al final no lo hice, porque al fin y al cabo tampoco me parecía tan decorativo.

¿Qué le entra ahora a éste con la
música? -pensarán algunos. Con la música entendida como tal, nada. Con lo que está pasando con ella, mucho. Vivimos en la era del disk jockey. Barcelona, la ciudad más vanidosa del Mediterráneo, es uno de sus baluartes mundiales, gracias al festival Sónar de músicas "avanzadas" que tiene lugar en ella. Los apologistas del mix se concentran aquí como los mosquitos en una farola, argumentando que la figura del dj simboliza un cambio de paradigma: entramos en los dominios post-modernos de la mezcla y el mestizaje. Nos hacen entrar, sin que hayamos salido nunca de ellos.

Desde que no se puede vivir sin música y la masa consume compulsivamente los productos presentados por los
media, ya nadie canta en las tabernas. Así, se consigue convertir al individuo en espectador entusiasta de aquello que él mismo podría hacer, y que de hecho, antes hacía normalmente. No os molestéis en hacer música; ya la haré yo, y me aplaudiréis -y pagaréis- por ello. Mejor aún: la música que la haga otro, que yo os elijo los discos. La canalización de la expresión musical a través de los conductos comerciales la hace mucho más controlable.

Un juego de manos para dar gato por liebre y alienar al hombre de a pie, escamoteándole la necesidad y, en consecuencia, la posibilidad de expresarse colectiva e impredeciblemente. Un subsiguiente juego de manos, de una astucia equiparable a la del marchante de
Modigliani, consiste en "democratizar" el proceso, sacando la música de las manos de los músicos para "retornarla" a los legos, en este caso a los dj's, cuyas nociones en solfeo y armonía pueden equipararse a las mías. Es decir, ¡yo, y tú, y aquél, también podemos ser dj's, e ir por ahí pinchando cosas, con tal de que nos tonsuremos poniéndonos la gorra hacia atrás!

Es casi imposible, por lo menos en este país, congregar un número significativo de gente para un acto sociocultural, entiéndase la presentación de una revista alternativa, o la apertura de un nuevo festival de cortometrajes, sin utilizar el reclamo de la música. Antes se hacía esto con actuaciones en directo, pero cada vez más los dj's sustituyen a las bandas. En eventos festivos importantes
(con presupuesto), se tiene por imprescindible la contratación de uno o más disk jockeys que animen la fiesta. Si en el "happening" también se contribuye con manifestaciones artísticas de otra índole, representaciones teatrales, performances o proyecciones de vídeo, pongamos por caso, se entenderá que se hace un favor a los jóvenes entusiastas que las llevan a cabo cediéndoles la plataforma pública que les promocionará de algún modo (nadie sabe cuál). Es decir, no hay porqué corresponderles con una remuneración pecuniaria. Los disk jockeys, sin embargo, cobran, y a menudo bien. La recompensa en fama, prestigio y dinero que recibe el dj profesional es mayor (en ocasiones, mucho mayor) que la recibida por el autor de las músicas que pincha, cuya identidad permanece eclipsada.

Modigliani murió de hambre porque su marchante le estafaba: vendía sus cuadros más caros que los de
Picasso pero se embolsaba toda la plata. Esto, hoy, ya no sería motivo de escándalo. La sociedad actual ha encumbrado al escritor que firma lo que otros escriben por él, al disk jockey que sabe mezclar lo que no ha compuesto y al director de cine experto en hacer "homenajes" a las secuencias de otros directores. ¿Por qué íbamos a condenar al marchante astuto?... Si las obras se venden es gracias a él. ¡El dinero circula! Que se pudran los pintores, los escritores y los músicos. Sólo queremos bailar y bailar. Y la industria, cobrar y cobrar.

Arremetiendo contra la
industria discográfica, se alzó a finales de la década de los noventa el contubernio Jellyhead (anti-grupo musical, o grupo anti-musical según se mire, formado por Ian Briton y Scott Fitzpatrick), con su CD Death to the Rave Culture, diversas intervenciones (o pseudo-conciertos) en las principales salas de Barcelona y desconcertantes apariciones en televisión, entre ellas la MTV. No componían, no interpretaban, no se divertían ni pretendían que nadie se divirtiese. Música embotellada de productor, y escenificaciones antipáticas. La incomprensión y repugnancia con las que el público intentó digerir sin éxito este fenómeno saboteador y vírico, interpretándolo mezquinamente como pura provocación de mal gusto, honra grandemente y certifica la inteligencia del proyecto. Estaban hablando de lo que se nos venía encima.

Al principio fue el verbo. Luego llegaron los conciertos de rock. El hierofante oficiaba el ritual desde lo alto del escenario, canalizando la energía espiritual del público. La decadencia sufrida por la música ha venido pareja a una transformación similar e igualmente significativa en el panorama eclesiático. Véase ésta: llegó un día en que las misas dejaron de ser en latín y se consagraba la hostia de cara a la congregación. Luego entraron melenudos con guitarras acústicas en el templo a POP-ularizar la eucaristía. Finalmente, las iglesias se vaciaron, y sólo acudieron a ellas los inscritos en las listas de la tercera edad, sobre todo las viudas. Ahora se habla de un retorno al paganismo, a las pseudo-religiones, a la quiromancia, y de una urgente necesidad de que el Vaticano se replantee algunas actitudes.

Aún hay músicos. Aún hay rock y aún hay macro-conciertos. Pero a las nuevas generaciones esto ya no les interesa. El virtuosismo interpretativo, por ejemplo, hace mucho tiempo que dejó de interesar. ¡Incluso en la ópera!: los tenores ya no se arriesgan y el público aplaude cualquier cosa. Los grandes mastodontes rockeros de los setenta cedieron el paso a la maquinaria pop, mucho más eficaz: canciones cortas, letras simples y complacientes, estructura musical perfectamente diseñada y compartida (en Inglaterra apareció un libro acerca de cómo componer una canción pop, de aplicación comprobada: dónde va el estribillo, cuántos debe haber, cómo debe empezar y acabar el tema...; un grupo se lo tomó al pie de la letra y fue superventas en un abrir y cerrar de ojos). Esta progresiva simplificación industrial, pariente cercana del taylorismo y del fast food, tuvo su cénit en el punto en el que empezó a no importar que los tipos que aparecieran en los videoclips no fueran los mismos que cantaran efectivamente, aunque supuestamente así fuera (un recuerdo a Millie Vanillie).

Donde antes el grupo precedía a la marca, ahora la marca precedía al grupo, que se formaba ad hoc para una operación comercial particular, y así estamos desde entonces. La conclusión lógica de todo esto tenía que ser la música máquina. La música máquina no está sólo hecha con máquinas: es una
máquina. Haces girar un disco con el dedo y por el otro lado caen monedas.

Al final del camino el músico se desvanece. Sólo queda el hierofante, el maestro de ceremonias, y el trance profano construído sobre la base de una sucesión de ruidos bastardos (disculpen: sonidos; no quiero herir sensibilidades) sin padre ni madre, que invocan directamente la respuesta del cerebro reptiliano del oyente, su cacho más prehistórico. Esto ni siquiera es paganismo. Es una iglesia virtual con contestadores automáticos en lugar de confesionarios. El sacerdote ya no habla, ya no es un pontífice, se limita a repartir pastillas en lugar de hostias consagradas. ¿Lógico e inevitable, a juzgar por el correr de los tiempos?... Puede que sí, pero creo que me voy a aburrir mucho. Bueno, sólo hasta que se me escape la risa, que será cuando vea a los propios dj's succionados por el torbellino de la desalmada maquinaria. Si ves las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar. Y es que en este mundo, lo único imprescindible parece ser el conjunto de los compradores de productos. ¡Que bailen, que bailen! Chumba chumba chumba.

 

Barcelona, junio 2003

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