Ayer por
la tarde concebí la idea de imprimir una
cita de Karl Marx: «La religión es el
opio del pueblo», y con un rotulador tachar la palabra religión
y sustituirla por música. Después, tachar a Marx
y poner mi apellido, conservando el Karl, por supuesto. Lo iba
a enmarcar y colgar de un clavo en la pared. Pero al final no
lo hice, porque al fin y al cabo tampoco me parecía tan
decorativo.
¿Qué le entra ahora a éste con la música? -pensarán
algunos. Con la música entendida como
tal, nada. Con lo que está pasando con ella, mucho. Vivimos
en la era del disk jockey. Barcelona, la ciudad más vanidosa
del Mediterráneo, es uno de sus baluartes mundiales, gracias
al festival Sónar de músicas "avanzadas"
que tiene lugar en ella. Los apologistas del mix se concentran
aquí como los mosquitos en una farola, argumentando que
la figura del dj simboliza un cambio de paradigma: entramos
en los dominios post-modernos de la mezcla y el mestizaje. Nos
hacen entrar, sin que hayamos salido nunca de ellos.
Desde que no se puede vivir sin música y la masa consume
compulsivamente los productos presentados por los media, ya nadie canta
en las tabernas. Así, se consigue convertir
al individuo en espectador entusiasta de aquello que él
mismo podría hacer, y que de hecho, antes hacía
normalmente. No os molestéis en hacer música; ya
la haré yo, y me aplaudiréis -y pagaréis-
por ello. Mejor aún: la música que la haga otro,
que yo os elijo los discos. La canalización de la expresión
musical a través de los conductos comerciales la hace mucho
más controlable.
Un juego de manos para dar gato por liebre y alienar al hombre
de a pie, escamoteándole la necesidad y, en consecuencia,
la posibilidad de expresarse colectiva e impredeciblemente. Un
subsiguiente juego de manos, de una astucia equiparable a la del
marchante de Modigliani, consiste en "democratizar"
el proceso, sacando la música de las manos de los músicos
para "retornarla" a los legos, en este caso a los dj's,
cuyas nociones en solfeo y armonía pueden equipararse a
las mías. Es decir, ¡yo, y tú, y aquél,
también podemos ser dj's, e ir por ahí pinchando
cosas, con tal de que nos tonsuremos poniéndonos la gorra
hacia atrás!
Es casi imposible, por lo menos en este país, congregar
un número significativo de gente para un acto sociocultural,
entiéndase la presentación de una revista alternativa,
o la apertura de un nuevo festival de cortometrajes, sin utilizar
el reclamo de la música. Antes se hacía esto con
actuaciones en directo, pero cada vez más los dj's
sustituyen a las bandas. En eventos festivos importantes (con presupuesto), se tiene por imprescindible
la contratación de uno o más disk jockeys que animen
la fiesta. Si en el "happening" también se contribuye
con manifestaciones artísticas de otra índole, representaciones
teatrales, performances o proyecciones de vídeo, pongamos
por caso, se entenderá que se hace un favor a los jóvenes
entusiastas que las llevan a cabo cediéndoles la plataforma
pública que les promocionará de algún modo
(nadie sabe cuál). Es decir, no hay
porqué corresponderles con una remuneración pecuniaria.
Los disk jockeys, sin embargo, cobran, y a menudo bien. La recompensa
en fama, prestigio y dinero que recibe el dj
profesional es mayor (en ocasiones, mucho mayor) que la recibida
por el autor de las músicas que pincha, cuya identidad
permanece eclipsada.
Modigliani murió de hambre porque su marchante le estafaba:
vendía sus cuadros más caros que los de Picasso pero se embolsaba
toda la plata. Esto, hoy, ya no sería motivo de escándalo.
La sociedad actual ha encumbrado al escritor que firma lo que
otros escriben por él, al disk jockey que sabe mezclar
lo que no ha compuesto y al director de cine experto en hacer
"homenajes" a las secuencias de otros directores. ¿Por
qué íbamos a condenar al marchante astuto?... Si
las obras se venden es gracias a él. ¡El dinero circula!
Que se pudran los pintores, los escritores y los músicos.
Sólo queremos bailar y bailar. Y la industria, cobrar y
cobrar.
Arremetiendo contra la industria discográfica, se alzó
a finales de la década de los noventa el contubernio Jellyhead
(anti-grupo
musical, o grupo anti-musical según se mire, formado por
Ian Briton y Scott Fitzpatrick), con su CD Death to the Rave Culture,
diversas intervenciones (o
pseudo-conciertos)
en las principales salas de Barcelona y desconcertantes apariciones
en televisión, entre ellas la
MTV. No componían, no interpretaban, no se divertían
ni pretendían que nadie se divirtiese. Música embotellada
de productor, y escenificaciones antipáticas. La incomprensión
y repugnancia con las que el público intentó digerir
sin éxito este fenómeno saboteador y vírico,
interpretándolo mezquinamente como pura provocación
de mal gusto, honra grandemente y certifica la inteligencia del
proyecto. Estaban hablando de lo que se nos venía encima.
Al principio
fue el verbo. Luego llegaron los conciertos de rock. El hierofante
oficiaba el ritual desde lo alto del escenario, canalizando la
energía espiritual del público. La decadencia sufrida
por la música ha venido pareja a una transformación
similar e igualmente significativa en el panorama eclesiático.
Véase ésta: llegó un día en que las
misas dejaron de ser en latín y se consagraba la hostia
de cara a la congregación. Luego entraron melenudos con
guitarras acústicas en el templo a POP-ularizar la eucaristía.
Finalmente, las iglesias se vaciaron, y sólo acudieron
a ellas los inscritos en las listas de la tercera edad, sobre
todo las viudas. Ahora se habla
de un retorno al paganismo, a las pseudo-religiones, a la quiromancia,
y de una urgente necesidad de que el Vaticano se replantee algunas
actitudes.
Aún
hay músicos. Aún hay rock y aún hay macro-conciertos.
Pero a las nuevas generaciones esto ya no les interesa. El virtuosismo
interpretativo,
por ejemplo, hace mucho tiempo que dejó de interesar. ¡Incluso
en la ópera!: los tenores ya no se arriesgan
y el público aplaude cualquier cosa. Los grandes mastodontes
rockeros de los setenta
cedieron el paso a la maquinaria pop, mucho más eficaz: canciones
cortas, letras simples y complacientes, estructura musical perfectamente
diseñada y compartida (en Inglaterra apareció
un libro acerca de cómo componer una canción pop,
de aplicación comprobada: dónde va el estribillo,
cuántos debe haber, cómo debe empezar y acabar el
tema...; un grupo se lo tomó al pie de la letra y fue superventas
en un abrir y cerrar de ojos). Esta progresiva simplificación
industrial, pariente cercana del taylorismo y del fast food,
tuvo su cénit en el punto en el que empezó a no
importar que los tipos que aparecieran en los videoclips no fueran
los mismos que cantaran efectivamente, aunque supuestamente así
fuera (un
recuerdo a Millie Vanillie).
Donde antes el grupo precedía a la marca, ahora la marca
precedía al grupo, que se formaba ad hoc para una
operación comercial particular, y así estamos desde
entonces. La conclusión lógica de todo esto tenía
que ser la música máquina. La música
máquina no está sólo hecha con máquinas:
es una máquina. Haces girar un
disco con el dedo y por el otro lado caen monedas.
Al final
del camino el músico se desvanece. Sólo queda el
hierofante, el maestro de ceremonias, y el trance profano construído
sobre la base de una sucesión de ruidos bastardos (disculpen:
sonidos; no quiero herir sensibilidades) sin padre ni madre, que invocan
directamente la respuesta del cerebro reptiliano del oyente, su cacho
más prehistórico. Esto ni siquiera es paganismo.
Es una iglesia virtual con contestadores automáticos en
lugar de confesionarios. El sacerdote ya no habla, ya no es un
pontífice, se limita a repartir pastillas en lugar de hostias
consagradas. ¿Lógico e inevitable, a juzgar por
el correr de los tiempos?... Puede que sí, pero creo que
me voy a aburrir mucho. Bueno, sólo hasta que se me escape
la risa, que será
cuando vea a los propios dj's succionados por el torbellino
de la desalmada maquinaria. Si ves las barbas de tu vecino
cortar, pon las tuyas a remojar. Y es que en este mundo, lo
único imprescindible parece ser el conjunto de los compradores
de productos. ¡Que bailen, que bailen! Chumba chumba chumba.
Barcelona,
junio 2003
|
|