Se lo recuerda como uno de los poetas de lengua inglesa más
importantes del siglo, pero eso son problemas que conciernen menos
a la literatura que a cómo
se la historiza. Lo cierto es que, de la producción poética
de T.S. Eliot, -un individuo culto y oscuro que se ganaba la vida
en un banco- hoy ha envejecido lo que en otro tiempo fuera su
obra magna y autoexplicada, La
tierra baldía. Permanece sin embargo, límpida
e ineludible, la Balada de Alfred J Prufrock, un poema
que enseña que, en ocasiones, lo sabio es formular preguntas
ajustadas.
Era la entreguerra, esa
tierra baldía atormentada de utopías y totalitarismos
que le hizo gritar a Joyce que la Historia era una pesadilla de
la que no conseguía despertar. A grandes problemas y proyectos
totalizantes, la balada de Eliot apenas propone un paso al costado,
sin confrontar el estrépito del mundo y abandonándose
al canto modulado y melancólico de cierto Alfred Prufrock,
un individuo que envejece, que se achica, que no logra dar la
talla de héroe en
tiempos tan agitados.
Es entonces que Prufrock
-quien se consume entre cucharitas de café- se plantea
si no sería más conveniente hacer una pelotita
de papel con el universo y pasar disimuladamente a otro tema.
Para Prufrock, como para Shakespeare, la vida se había
convertido en el cuento de un idiota, lleno de furia y de sonido.
Pero Prufrock no encuentra en el mundo un escenario y él
carece del porte de un héroe grandilocuente.
No es, explica, ningún
príncipe Hamlet, y advierte así que no está
para grandes preguntas como ser o dejar de ser. Tampoco parecería
lo más acertado reformular las preguntas kantianas, (qué me cabe esperar, qué
debo hacer, qué puedo conocer o -mucho menos- de qué
esté relleno el ser).
Adelgaza ese héroe
mínimo que es Prufrock, que escuchó cantar a las
sirenas homéricas a sabiendas de que no cantaban para él.
Entre tanto estrépito y páramo, las suyas son cuestiones
de make up: si debe peinarse con la raya al medio, si debe volver
a hacerse el dobladillo y las botamangas, mientras "en el
cuarto de al lado las mujeres van y vienen hablando de Michelangelo".
Las mismas certezas
atronadoras que a tantos hicieron hablar a los gritos, le sonaban
muy ruidosas a Prufrock. Y mirado desde cierta perspectiva, si
bien han desaparecido los grandes designios y proyectos, estos
tiempos hipercomunicados parecen aún más sordos
que los de Eliot.
Ya son muchos los que han descubierto que, de tan informados,
ya casi no podemos decirnos nada. Una lógica implacable
que devora a artistas, intelectuales y también a estrellas
del pop, que si no se inmolan como Kurt Cobaine o se autofagocitan
como Charlie García
pretenden -como Madonna o Michael
Jackson- pasar un mensaje a partir de su make up, de su cambio
de imagen, porque no lo encuentran en sus palabras. Más
sofisticado, El Artista Antiguamente Conocido Como Prince encontró
a su modo mayor expresividad y verdad en una auto-interrogante.
El esquelético Charlie García o la interrogación
de quien fuera Prince parecen no dejar dudas de que estos son
días de estrellas mortecinas. Y es entonces cuando la obsesiva,
la melodiosa, la casi enconada pregunta del apocado Prufrock,
"¿me comeré ese durazno?" resulta, todavía,
una de las más adecuadas preguntas por el ser.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 5
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