Lugar común de
lectores, observar en Baudelaire la piedra fundamental de una literatura
moderna. Lugar común, la obra
como forma en la que termina la existencia del artista:
un paraíso artificial confrontado a los malos vapores de
la vida cotidiana. Lugar común de la tradición que
fue moderna, la simbólica ciudad
de Baudelaire, llena de noche y focos luminosos, edificada con
bloques de pura reminiscencia.
Sus casas, pomposamente,
lucen jardines con flores de mal. Pero el poeta no vive en ellas.
A diferencia del místico, que sale a la búsqueda
de un gran amor estando su casita
bien cerrada, el poeta moderno
corre a buscar un mínimo de pasión con frenesí
de desalojado.
Deambula por las calles
del alma con esa hambre de comunión difícil que
hace a los místicos y que destierra a los líricos
de su calaña.
Su noche oscura del alma
ocurre a pleno día. En rapto de místico desentrenado,
pide amor para las viejas,
porque en sus ajados vericuetos habría que encontrar el
vestigio de alguna muchacha hermosa, de ésas que son para
amar en verso.
En algún banco de
plaza, medio ebrio con presumible vino de almacén, solicita
el favor de la noche, porque es su costumbre la de ser amiga del
criminal.
No es que le cante a esta
noche como un perro a la luna, porque no es ya la luna la dueña
de la ciudad (está
ofendida). Es que
si hubiera luz alguna que no fuera mortecina, de artificio maloliente,
el poeta volaría, pero sus alas pesan como lonas gigantescas,
que impiden caminar al vate -abucheado, exiliado
en el suelo. (El poeta quiere
inventarse dandy, pero camina con la ingracilidad de un pato.)
Lejos del azul, perdido
en la vorágine de los grandes proyectos y en el tic tac
frenético de los transeuntes, allí va Baudelaire,
el que sólo atina a construir sus flores maledicentes
al compás nostalgioso del primer exiliado.
Oh príncipe
del exilio al que han hecho injusticia,
y que, vencido, siempre se muestra el más fuerte.
Poco se ve más
allá del gas que alumbra París. Ese aroma industrial
sólo da flores maldecidoras. Pero en la neblina, el vate
se tropieza, encajonado en el primer piso del edificio dantesco,
a cuyo perdido pent house se accedía con el favor de la
gran musa ascensorista, Beatrice.
(luz más luz
dijo Goethe, y se murió)
Así, Paris sólo
permite un pequeño exceso
en Baudelaire: maldecir la suerte de vivir en un pisito, sin hacer
alpinismo en el monte Purgatorio, exiliado de la ciudad ideal.
Ni la luz divina de la civitas dei, ni la luz del Bien
que articula una Ciudad Estado a la Platón, se sospechan
en esta noche perpetua. Por eso, la primer lección la aprende
del primer exiliado.
Atrapar de un sorbo la belleza
es una lección del último círculo inferior.
Si el tiempo o el lugar común se han sublevado contra la
firma de lo bello en las muchachas, sólo es posible adivinar
el esplendor previo encallando contra cada una de las rugosidades
y deformaciones que construyen una vieja -y que la hacen trastornar
ante la arremetida de un ómnibus.
Amémoslas.
S' el fu sí
bel com' elli é ora brutto
e contra 'l suo fattore alzó la ciglia,
ben dee da lui procedere ogne lutto.
No se necesita a Satán en letanías para
conocer que el proceder demoníaco
es simple y simétrico: revierte con sistematicidad todo
lo que le ha enseñado su maestro. Hace un seis de un tres,
hace un mal donde se entendía un bien, dirá gotán
si se decía tango, y por las dudas, no evadirá la
niñería de ponerse a dar vuelta evangelios y crucifijos.
El más económico
canto del mal da cuenta de una histeria: ahí camina como
un loco este sujeto, conjugando en exclusivo presente, perdido
en la levedad de su intrascendencia.
Baudelaire ha aprendido
que, en esos sus días de productividad y escasa dicha,
poco tiempo dan para hacer aerobics (alpinismo,
por ejemplo). El
aire más fresco en su mundo de humos lo dan las alas turbo
que el colega toscano atestiguara en el Diablo.
¡Oh tu, el más
bello y más sabio de los Angeles!
Dios traicionado por la suerte y privado de alabanzas.
Una suerte de traición
hay, o de traducción, entre su ciudad de hoy y la maqueta
anticuada del Dante Empíreo State. Si el mismo Satán
cayó del Pent House, un tiempo verbal -que no es el pasado,
que es el que ahora ha embrutecido al ángel- lo separa
de las ciudades de la idea.
Si el segundo no se detuvo a pedido de un Fausto, tampoco se detuvo
la planilla de los tiempos. Un interminable renglón impreso,
que no puede ser borrado, anega al dandy
de tinta y oscuridad. El poeta lo finge reloj, dios imposible,
espantoso, malvado, etc.
cuyos dedos nos amenazan
y dicen: Acuérdate (de
Dante y de algún otro)
Bajo género
de confesión, el mal, según Baudelaire, es un tema
novedoso.
(No demos un paso retro.
Descubrirían, entonces, que al dandy lo mueven unos pies
de pato)
Si queda un piso sólo,
mejor darle la espalda al campo de Russeau y de Chateubriand,
también a su sentimentalina, y demos un paseo por el Down
Town. Como pocos, Baudelaire es un poeta de verso explícito.
Para maldecir de todo ingenuo romanticismo, nos aclara que la
firma de Dante no viene a ser mayor garantía, porque viene
sin Beatrice, esa consignataria.
No será un sentimental, ni siquiera un Hamlet, y lo aclara
con La Beatriz.
Ahí finge el
poeta que, cierto día, estando los terrenos calcinados,
de ceniza y sin verdores y él, con distracción
ecológica, se quejaba a la naturaleza, repetinamente,
por sobre su cabeza, descendió una nube (que
era como una plataforma en la que canta Madonna) repleta de demonios, quienes
lo acusaron de ser sombra triste, caricatura de Hamlet. Los susodichos,
que eran tan bravucones e irrisorios como los que viera Dante,
hubieran sido irrelevantes e inermes ante la mirada azul del
vate de no haber mediado que entre ellos, prodigando caricias
obscenas, se zangoloteaba la Beatriz.
Pura modernidad: un
gótico de plafom bajo.
Mancillada la musa,
descascarado el amor, se comienza la lírica del día
de hoy. Beatrice en su burdel y al costado, entonces, podrá
comenzarse la ciudad de los versos.
Pero para empezar a
edificarla -o para hacer de la vida obra- hay que conseguir algún
préstamo. Y Baudelaire dará la lección,
reconociendo su poca solvencia y buscando desde un principio
-desde que es veinteañero y quiere hacer sus primeras
flores literarias- una garantía fuerte. Dará con
un catecismo: el de la mujer amada por ella misma en el Salón
de 1846: Les Lesbiennes. Seis piezas que dieron su primer
título; las mujeres damnés del poeta que fueron,
un año después, exactamente condenadas y expurgadas,
hasta un siglo más tarde, de toda obra con firma de Baudelaire.
Si Satán alza
contra su maestro el ceño, el ritornello de Lesbos se
regodea en dejar que Platón frunza el suyo austero.
Alza, ciudad mía,
tu ceja contra la ciudad primera, deja que Platón frunza
su entrecejo sombrío -te perdonamos por tus besos innumerables.
Era Lesbos, precisamente, la voz que da su fuerza y novedad al
trazo, para que el verso corra con fuerza de gramófono
y Baudelaire-Dufüis se ejercite en el arte difícil
de irse haciendo un nombre. (Pues
Lesbos, entre todos los hombres de la tierra, me ha elegido para
cantar el secreto de sus vírgenes en flor, y fui desde
la infancia al misterio admitido)
pues Lesbos entre todos
los hombres me ha elegido.
No testigo de Beatriz
sino evangelista de Safo. Las risas frenéticas y el llanto
sombrío de estas mujeres lo autorizan a escribir, y así
hacerse hombre. Hombrecito, podrá ir haciendo la ciudad
del flaneur a su alrededor.
Pero el viejo Platón,
habilísimo paisajista, le purga a la París replicante
del poeta su orilla de mujeres poco productivas (Sobre la arena recostadas, como un rebaño
que medita,
ellas entornan los ojos hacia el horizonte de mares)
En 1857, la Polis, en memorable juicio, le expurga a la ciudad
de flores malas sus noches ardientes y sus besos desmayados.
(Falta un siglo, todavía,
paciencia Baudelaire, no sea criatura). Tolera, en todo caso, alguna vieja
-es dable que sea abuela-, permite por allá un burdel,
que es una casa con utilidad cívica, y al Diablo es mejor
tenerlo presente en letanías (No
es, por ventura, el mismo Baudelaire quien sugería que
es último truco del adversario decir que no existe).
Por un siglo, las ediciones
de Las flores del mal, incompletas, descontaron que Safo
tuvo que repetir, cansinamente, el ritual de internarse en el
mar, para darse una muerte bien húmeda.
Muerta, expurgada,
Safo -y su isla de mujeres recalentadas- terminó siendo
la garantía de funcionamiento de París, la de Baudelaire.
Troya sólo
sería vencida si la ciudad perdía el paladio, la
estatua caída del cielo, que Atenea realizó en
honor de Palas, la compañera involuntariamente muerta
por la diosa. Palas, muerta, pero presente en efigie, garantizaba
la estabilidad de la gran ciudad (alrededor
de la estatua de madera, los troyanos construyeron un templo).
Con el tiempo, no hubo
ciudad griega sin su correspondiente palladium. Atenas, para
garantizarse el favor de la diosa, construyó una réplica
-de la artífice.
Inversión
mínima y cristiana, en la ciudad del poeta. Safo, la artífice,
es la que muere. En su lugar, queda la efigie de Beatriz, la
Gran Meretriz, caída como testimonio de que, en alguna
parte, queda algún cielo.
Queda Satán,
que es lo visible y vivo. Como jugando en un tobogán,
el poeta escala sus lomos y se desliza por el vientre, hasta
caer en la arena (que ha
quedado vacía)
para volver a empezar, porque no puede ir más allá.
Queda la invitación al viaje, que no puede ser realizable:
del cielo cayó lo que quedaba por ver, que es la Beatriz.
La otra musa, la que daba voz y margen, se ha perdido en el mar.
Corte casi umbilical,
como para que el texto comience a andar, y se vaya armando, alrededor
de la plaza pública, donde se instala el cadalso, la nueva
ciudad moderna.
Safo y su pérdida,
todo a un tiempo, garantizan la vida ulterior de la ciudad y
también el jugueteo -en este mundo triste y cansino- de
mirarse el ombligo y retreparse a Satán, para que nos
dé dignidad.
Toi que fais au proscrit
ce regard calme et haut
Qui damne tout un peuple autour d' un échafaud.
Dante lo ha prescrito
-le ha legado una Beatrice venida a menos. Y a Safo la tiene
proscripta. Véase deambular al poeta, un grafo salido
de línea, un alma en pena que busca consolación,
porque le robaron la mujer.
Oh Satan, prends pitié
de ma longue misère.
Tuyo es el reino
A pocos lectores ha
escapado que T.S. Eliot escribió con avidez a San Juan,
a Dante, a Baudelaire. No tuvo dudas, por ejemplo, en llevar
sus versos (Let us go you
and I) por los
callejones de la ciudad. Fue escribiendo hasta hacerse anglicano,
y luego lo seguiría haciendo.
Afanoso y autocrítico,
filosofado, teologizado, academizado, medido, supo incluso escribirse
a sí mismo.
Lo que llamamos principio es con frecuencia
el fin
Y llegar a un fin es llegar a un principio.
El fin es de donde partimos. Y cada frase
Y cada oración correctas (donde cada palabra está
en su lugar)
Asumiendo su puesto para sostener a las otras,
La palabra ni tímida ni ostentosa,
Un comercio natural de lo antiguo y lo nuevo,
La esencial palabra precisa pero no pedante,
El completo comercio bailando a un tiempo)
Cada frase y cada oración es un fin y un principio,
Cada poema un epitafio. Y toda acción
Es un paso hacia el tajo, hacia el fuego, un descenso
hacia la garganta del mar
O hacia una piedra ilegible: y de ahí es de donde partimos.
Partimos desde un Baudelaire
en el Prufrock del 17 (Let
us go you and I).
Viaje de la voz del poeta que sale a pasear por la ciudad, entre
hoteles viejos y paredes derruidas. No hay Satán: no es
necesario como compañía (está
terminando una guerra).
Hay esas preguntas terribles que nos hacemos todos los días.
El cabello ralea, should I comb my hair apart. Ha habido una
guerra sin precedentes (would
I eat that peach).
Envejezco, adelgazo, tal vez convenga hacerle dobladillo a los
pantalones -dirán tantas cosas de mí. Todo el universo
se irá haciendo, nadie lo ignora, una tierra baldía
(y si arrollamos el universo
en una bola de papel y pasamos a otro tema). Con el tiempo, ése de irse midiendo
con cucharitas de café, y el anglicanismo, sus versos
no variarán demasiado. Se volverán un poco más
pretensiosos y las citas cada vez más ostensibles. Los
cuartetos denunciará el pretexto de la evolución
como una ley pesadillesca. Así también se llevará
la Historia que con ella viene (Daedalus
acusaba a la historia de ser pesadilla de la cual quería
escapar).
I grow old, I grow old, vivo entre hombres
huecos (ya estaba atrapado por el vacío y su era). A lo
largo de todo el camino por la ciudad, en la cámara contigua,
las mujeres van y vienen, hablando de Michelangelo.
¿Me comeré
ese durazno? Irrisión de Adán, irrisión
de Eva, Eliot no puede responder a las preguntas de sus ancestros.
Apenas responde preguntas que tal vez algún predecesor
no terminó de responder. No, I am not prince Hamlet, contesta
antes que una turba de demonios venga a increparlo, y no piensa
cantarle a Satán. La tierra es un baldío, el Graal
santo se ha perdido, no habrá Galahad ni príncipe
Hamlet que se pregunte por los bufones o por el ser. Y aceptar
la invitación al viaje no deja de ser una alternativa
temible: el mar es una alternativa temible (fear
death by drawning).
¿Y si me ahogo?
Quisiera ser, apenas, un Polonio, un consejero servicial, oportuno,
si es que alguien está dispuesto a escucharme (hay mucho ruido, In the room, the women
come and go, talking about Michelangelo). Quiero dar un paso al costado. No deseo
que la historia pase por mí, no deseo, tampoco, que lo
intemporal me abrace. No quisiera, tampoco, ser ninguno de mis
maestros.
El pasado y el presente
se dan juntos en el futuro
Repito a Dante en mi viaje, por la ciudad, por su noche, repito,
como Joyce, a los antiguos griegos, como todos sabrán
ver, para escapar a la Historia y su pesadilla. All I want to
take is a step aside. Quiero llegar a una orilla, he llegado
a una orilla, sin edificios, donde el mar no habrá de
ahogarme y podrán apreciar que tampoco logro ser Odiseo.
Acabo de ver a las sirenas en las cámaras del mar, claro
hombre, son las mismas que hablan de Miguel Angel. Sí,
las he oído (I have
heard the mermaids singing):
no cantaban para mí.
No podían cantar
para mí, porque son las mismas expurgadas de la ciudad
de Baudelaire: todo canto de héroe se ha perdido, todo
canto para antihéroe maldito. No, no soy Odiseo, sólo
un oscuro voyeur, un Leopoldo Bloom que sabe que no tiene penélope.
Marion Bloom monologa durante ochenta páginas para cerrar
una novela larguísima, porque Leopold Bloom queda en la
orilla del capítulo, sin poder escucharla.
Entre mi cuarto y la
cámara contigua hay una puerta condenada; un capítulo
final al que el héroe no puede acceder. Pero esa cháchara
de ritornello, ese rumor incomprensible, es la garantía
de que puedo hacer el poema, sin ahogarme ni deshidratarme; esas
sirenas andan por ahí, y no importa que sea capaz de entenderlas.
Que estén, o que hayan estado, son la garantía
para que ponga estos versos en la ciudad. Cada palabra, cada
sirena, está en su lugar y asume su puesto para sostener
mi obra (la sirenas nacen
de las mujeres ahogadas) que
será legible si no llega hasta la garganta del mar.
Aquí hago uno
de mis epitafios, y vuelvo a empezar (ellas
chapalean, un poco más allá, y me garantizan que
esto es una orilla).
Desde aquí,
puedo oír el mar, puedo apreciar el redondo transcurrir
de las estaciones y de la naturaleza, y desde este lugar puedo
saber que abril es un mes de lo más cruel. Podría
hacer un cuarteto para cada estación, puedo escribir del
tiempo, como que el tiempo presente y el tiempo pasado están
tal vez ambos presentes en el tiempo futuro, y el tiempo futuro
contenido en el que ha pasado. Puedo ser obsesivo con esto (La Historia puede ser servidumbre. La
historia puede ser libertad).
Puedo aquí y
entonces hablar de las muchas voces y los muchos dioses que contiene
el mar (The sea has many
voices, many gods and many voices)
y contemplando este afuera del que las sirenas son aval, puedo
hablar un poco de los dioses y de mí. No sé mucho
de dioses; pero creo que el río es un fuerte dios pardo
-adusto, indómito, intratable-
No sé mucho de dioses; pero creo
que el río
es un fuerte dios pardo -adusto,
paciente hasta cierto punto, reconocido al principio como frontera;
(...)
El río está en nuestro interior, el mar nos cerca
por todos lados.
Las mujeres ahogadas
nos cercan por todos lados, así podemos hablar de nuestro
río interior. Podemos hablar de los hombres huecos que
están aquí, por eso dedicamos The Hollow Men a
Kurtz (él muerto) que es una obra que partió
el siglo, un dios que se puede reconocer como frontera del tiempo
de Baudelaire con el nuestro, our heart of darkness, de Joseph
Conrad.
La suya tiene de memorable
que nos muestra la escena entre el maestro y el discípulo.
El maestro, Kurtz, empleado colonizador, viajando a lo largo
de un río simbólico, se perdió en la selva;
allí los nativos y algún arlequín lo convirtieron
en un semidiós. Marlow viaja a su encuentro y quiere aprender
de él, pero el único mensaje de aquél que
se internó en el corazón de las tinieblas, un momento
antes de morir, un instante antes de partir el tiempo en un siglo
nuevo, fue insostenible para cualquier oído: el horror,
el horror. No hay más mensaje. End of transmission.
Pero Kurtz tenía
una novia, y Marlow ha ido en su busca. Ella le pregunta, qué
fue lo último que dijo antes de morir el amado Kurtz.
Marlow, piadoso, miente: lo último que dijo fue tu nombre.
Luego Marlow en el Támesis le cuenta a otros toda la historia,
y Conrad, a su turno, la repite para que un Eliot la lea. El
mensaje sólo puede ser transmisible a partir de tu nombre.
Un nombre de mujer
omitido, que garantiza nuestro pasaje de siglo, que lenifica
el horror -por eso ni Marlow ni Conrad lo cuentan- . Tu nombre
mutilado de todo silabeo, ocupando el lugar preciso para sostener
el nombre de Conrad y el de Eliot, para partir del epitafio del
maestro muerto, remontar el río y comenzar una vez más,
para fundar los versos de una una ciudad nueva.
The problem once solved, the brown god
is almost forgotten
By the dwellers in cities -ever, however, implacable,
keeping his seasons and rages, destroyer, reminder
Of what men choose to forget. Unhonoured, unpropitiated.
By worshipers of the machine, but waiting, watching and waiting.
Un nombre cualquiera de ahogada o de sirena, o de loba virginal.
Porque tuyo es el reino
(no menciones a Diotima que
espera que el esposo vuelva y con ella recupere fuerzas, mientras
los otros se dan el gran banquete)
Tal vez un nombre.
porque tuyo es La luz
para ella era un faro y la literatura
la vida es eran olas (she
does not fear death by drowning)
porque tuyo es el Lo único que solicitaba era un cuarto
para ella sola.
De este modo es que
se acaba el mundo (tal vez
para escuchar a hombres
De este modo es
que se acaba el mundo huecos
hablar de Michelangelo)
De este modo es que
se acaba el mundo
Virginia Woolf
abandona
este mundo
No con una explosión cercado y seco,
te deja en la orilla y va sola y sencilla
Sino con un
quejido a morirse en el mar.
* Publicado originalmente en Retroescritura (Editorial Fin de Siglo, 1998)
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