Es en el frenesí de los relojes de cierta tarjeta financiera,
que pretenden cronometrar los días, minutos y segundos
que van faltando para la clausura del milenio, donde más
enfáticamente se actualiza el desasosiego de este recodo
final del siglo XX, que para algunos, como Eric Hobsbawm, ha
sido corto. La pasión por las simetrías no siempre
se lleva bien con la exactitud, y es así que Hobsbawm
ha señalado que, en rigor, el siglo comenzó recién
en 1914, con el estremecimiento de la Primera Guerra Mundial,
y que terminó ya hace años, una vez desmantelada
la Unión Soviética.
Y lo cierto es que, más allá de las estimaciones
de Hobsbawm, está cerrando de apuro, porque, por más
que lo que estipulen los calendarios es que el nuevo milenio
recién se abrirá una vez pasado el lejano 31 de
diciembre del 2000, lo imprescindible es que termine ya, cuanto
antes, este mismo y de antemano exhausto 1999. Esas clepsidras
digitales están ahí para decirnos que, en lugar
de estar viviendo "en el tiempo", deambulamos
por una cuenta regresiva y que la historia se ha vuelto un tiempo
suplementario, los descuentos de algo al parecer finiquitado.
Si se piensa en la
producción intelectual, más que corta, la centuria
habría sido un espasmo, por lo menos si se sigue al credo
posmo y su proclama de que todo lo que hubieran tenido para hacer
y decir los 1900 ya habría sido proclamado (y, en la mayoría de los casos,
descartado como un software anacrónico) hace varios lustros. En rigor,
parecería incontrastable que se derrumbaron ciertas grandes
narrativas y proyectos revolucionarios que, por décadas,
inflamaron a hombres, mujeres y relojes. También remotas
se ven las vanguardias, los empujes liberadores, las grandes
empresas del arte y, en su lugar, se aposentan un furor milenarista
y ciertas predicciones desasosegantes, como que, según
las nebulosas Centurias de Nostradamus -y también
la más puntillosa cronología de Terminator-
el mundo vería un ensayo general de clausura en julio
de 1999 o no más allá de setiembre.
De seguir al pie de
la letra estas revelaciones, lo único que estaría
sucediendo sería que, como vaticinara T.S.Eliot,
en vez de habernos dado una explosión espectacular, el
extenuado globo se habría desvanecido en la levedad de
un suspiro. Estas predicciones apocalípticas, lo mismo
que los relojes financieros, no hacen más que explicitar
que aquello -hasta hace no tanto- calibrado como un riguroso
eje histórico se ha reconvertido en tiempo en fuga. Se
trata menos del tiempo que transcurre que de aquel que falta,
de la desesperación por encontrar un remate al presente
desencanto.
Tiempo en fuga
Lo más sencillo
acaso fuera sumarse al descrédito y disimular un bostezo
ante las abundosas ciénagas de la producción cultural
de los últimos tres o cuatro lustros. A fin de cuentas,
bien puede ser tomado como signo de estos tiempos el dato de
que la sesuda tríada de los más traducidos hasta
1986, compuesta por Lenin, Marx y Engels, se haya desbarrancado
en la tabla de los top translated y que su trono, hasta
el día de hoy, haya recaído en la afanosa Agatha
Christie.
Lo que era cultura,
o proyecto cultural, ha cedido ante el entretenimiento, la fórmula
estadounidense para imponer lo suyo en todos los rincones del
planeta. Difícil, en primera instancia, parece la tarea
de alentar a quienes, más allá de la inmediatez
de la diversión, continúan persiguiendo certezas
o interrogantes, por lo menos si se atiende a lo más promocionado
(sobre todo para los pobladores
de la América no angloparlante, desde siempre pendientes
de las clarinadas del Norte para saber si es hora de hacer revoluciones,
de imprimir panfletos o llamarse a la espera).
Las máquinas culturosas europeas, que otrora nos hicieran
la cortesía de proyectar a Proust, Clair, Lang, Tarkovsky
o Kafka, en los últimos tiempos
han convencido a muchos -es de reconocer que con facilidad algo
empavorecedora- que las firmas de Kieslowsky, Tabucchi, Saramago
o Angelopoulos, en vez de atragantarnos con bodrios, nos regalan
obras maestras. Si se compara con lo que realizaran, cada uno
en su rubro, los pioneros del modernism, la labor de estos
cuatro (que, lejos de ser
una nómina exhaustiva, es apenas una punta abrillantada
de lo que se promueve como magisterio) ni siquiera alcanza a ser epigonal.
Si Proust, Lang o Kafka fertilizaron
con sus narraciones el lenguaje (
"abriendo" su era),
Tabucchi trata de disimular su banalidad confundiendo al lector
con un débil mental, Saramago reitera trabajosamente lo
que, con bastante mayor destreza, realizaran Guimaraes Rosa o
los escritores del
boom hispanoamericano, Angelópoulos, detrás
de un buen ojo fotográfico, escuda su torpeza narrativa
y la cursilería desasosegante de sus diálogos,
en tanto que Kieslowsky no agregó nada, ni siquiera una
fusión alentadora, a lo que entre Zanussi o la nouvelle
vogue propusieran como variantes del relato cinematográfico.
En este sentido, resulta engorroso rebatir a quienes consideran
que no se trata más que de un fenómeno de marketing,
ya que, así como Argentina,
Brasil o Uruguay no
pueden demorar más de dos años sin promocionar
un nuevo crack de fútbol, así el Festival de Cannes
y ciertas linajudas casas literarias europeas se impacientan
si no consiguen, de apuro, saludar a un nuevo "maestro".
Habría que agregar,
como refuerzo a ésos que, como George Steiner, achacan
a la deconstrucción o al festejo de la posmodernidad la
escasez de grandes obras, que
las trasnacionales del libro han multiplicado
sus esfuerzos, en los últimos años, para imponer
una cultura
de lo inane adjuntándole rúbricas de magisterio
y que abundan los lectores desconsolados que, en lugar de arte (es
decir, aparatos cuestionadores)
sólo encuentran etiquetas reafirmantes (femenina, homosexual, tercermundista,
alternativo, underground, generación x).
Aquello que no encuentre alojamiento en este tipo de nomenclator
difícilmente alcanzará una promoción razonable,
salvo que el autor tenga una resistencia de atleta. Al respecto,
no deja de ser simpática la contraportada de la primera
novela del anglohúngaro Tibor Fisher, Bajo el culo
del sapo, que ostenta el gran mérito
(acaso una suerte de récord olímpico) de haber sido rechazada por
más de 50 editoriales de lengua inglesa. El dato se vuelve
asombroso una vez leída la obra, en la que es arduo encontrar
los elementos que hicieran razonar a 50 genios de media centena
de casas editoras que el sapo, o su culo
como un toldo, estaban condenados a una venta ínfima.
Acaso, el problema haya radicado en que, al tratarse de una narración
dotada de verdadero buen humor,
la de Fisher sea obra que algo cuestiona, aunque los editores
ignorasen qué.
En última instancia, dirán los desencantados, la
consigna editorial parece radicar en promover papelería
tan poco alarmante como la de la señora Christie, aunque,
como la de Isabel Allende o Laura Esquivel, esté bastante
peor escrita y sea definitivamente menos ingeniosa que los misterios
de la señorita Marple.
El arte de ser contemporáneo
De todos modos, sería
pertinente recordar la añeja proclama de que el servicio
de la historia ha consistido en enseñarnos sobre nuestro
presente y también sobre lo venidero. Para los manuales
escolares, el errático Cristóbal Colón agrandó
sin querer el mundo de los europeos y dio las primicias de la
modernidad cuando tropezó, en las postrimerías
del siglo XV, con tierras impensables y hombres semidesnudos.
Pero, como es bien sabido, Colón habría de morir,
lustros después, en el siglo del Renacimiento, ignorante
de la naturaleza de su hallazgo.
Cuando se historiza, por otra parte, se suele contar con una
perspectiva que permite discriminar la relevancia de los hechos,
distancia que casi nunca se compadece de los coetáneos:
se peca por omisión o grandilocuencia. Si un aparato de
asesores de la NASA o un murmullo selenita le sugirió
a Neil Armstrong que su alunizaje comportaba "un pequeño
paso para el hombre, un gran paso para la humanidad",
pasados 30 años no estamos en condiciones de medir la
exactitud o falsedad de semejante afirmación.
Hasta ahora, la bota de Armstrong sobre la corteza lunar no ha
producido beneficios tangibles a los ajetreados humanos, y la
verdadera modificación del mundo se produjo cuando, más
cerca de nosotros, más lejos en el tiempo, comenzara a
techarse la atmósfera con satélites.
Por contrapartida, no hubo cronista o historiógrafo, en
vida de Colón, que le ayudara a ganar sus infinitos reclamos,
enumerando los grandes beneficios que había aportado el
genovés al reino de España. Después de haber
perseguido oro en vano, de diezmar americanos, de ser enjaulado,
Cristóbal murió en la miseria y sin poder testimoniar
cómo, tres décadas después de su hallazgo,
Hernán Cortés desayunara a la corona sobre los
réditos de conquistar tierras incógnitas. Para
decirlo de otro modo: en tanto un oscuro navegante genovés
besaba la tierra de Guanahani, cambiando para siempre las eras,
no faltaban en Europa los predicadores que, para el inminente
año1500, pronosticaban el fin del mundo.
Se puede decir que
no era para menos, ya que el navegante que prometiera inmensos
tesoros regresó a España cargando loros, chucherías
y criaturas bípedas adornadas con plumas que se murieron
de tristeza y que confundieron a los sabios de entonces, escépticos
de su naturaleza humana. Es posible que en la corte de Isabel
y Fernando no haya faltado, entonces, la voz compungida que,
como la mayoría de nosotros, rogara a las horas que precipitasen
el fin del siglo con la esperanza de así liberarse de
semejante hojarasca.
En las historias del
arte y literatura
suele darse algo similar. Las voces finiseculares de Sade,
Kant o los poetas lakistas abrieron el siglo XIX, y las de Nietszche o Wilde
el vigésimo, si bien buena parte de ellos fue incapaz,
siquiera, de sobrevivir a su siglo. Hay casos, como el de Rubén
Darío, en que cierta salud, azar o longevidad les permite
recoger, en vida, y para su provecho, parte de lo que habían
cosechado. Pero el aura triunfal de Darío corresponde
por sobre todo al siglo XX; otra es la situación de un
lírico mestizo, recopilando con pasión de filatelista
decimonónico su colección de "raros",
declamando un entonces inaudible verso azul y acaso preguntándose,
como Mallarmé -otro oscuro poeta de entonces, refugiado
entre las faldas de su señora y su hija- cómo coño
se hacía para ser contemporáneo.
Para Mallarmé consistía, en buena medida, en captar
-y así delinear, decantar de la entrópica tempestad
de impulsos- las fuerzas que darían
la urdimbre del devenir. Para Nietzsche, en encontrar los hombres
y las ideas fuerza, la negatividad de la era que, dialécticamente,
haría un futuro. Tal vez, para nosotros, lo provechoso
sería investigar dónde están las obras que
sirven de reactivo al fárrago insulso que nos inflige
este tiempo en fuga. Es decir, rescatar los autores que, con
estridencia o sigilo, han venido realizando la labor que ya está
leyendo el siglo que viene, o al menos cerrando las puntadas
deshilachadas del que culmina.
Es sensato argumentar
que esta tarea, en caso de ser aceptada, debería contar
con la participación de brigadas de entusiastas omnívoros,
con estómagos coriáceos y cierta simpatía
por el suicidio. Si tradicionalmente
los productos culturales han alertado sobre lo que nos aguarda,
o han proyectado, como diría Croce, la sombra
de lo que aún no es llegado, en la actualidad ensanchado
está el mundo, numerosas son las disciplinas y -faena
del relativismo y los estudios culturales- cada vez son más
los géneros atendibles y también las artes.
Dentro de este marco,
trasladar la interrogante realizada en su momento por Kant -en
el aire guillotinado del siglo XVIII subsecuente a la Revolución
Francesa- acerca de qué podemos conocer y así llegar
a plantearnos qué es dable esperar, se presenta como un
recorte razonable. En este ambiente pseudoglobalizado, que nos
demuele con productos e informaciones que más que mostrar
ocultan, la tarea puede resultar excesiva. Es muy posible que
exista un genio tanganiqueño (de
seguro menos resistente al rechazo que Tibor Fisher) que el mundo todavía
no haya descubierto; sin embargo, incluso si tuviésemos
acceso a su obra hipotética e ignota, ajenos nos resultarían
los protocolos que habrían de revelar la intensidad a
su obra. De forma análoga, para referirnos a las películas
revulsivas deberíamos atender a un sinfín de festivales
alternativos que ofrezcan lo que unánimemente niegan las
salas de estreno.
Como contramedida,
parece pertinente observar lo que un paisaje llamado Uruguay
-que a lo largo de todo su siglo XX, y sin mayor tregua, ha gozado
de una crítica deficitaria- ha
aportado en los umbrales del tercer milenio, sobre todo porque
en casi todas las disciplinas lo ha hecho con un furor cuantitativo
que no había conocido antes. Entre otras cosas, los noventa
saturaron la cartelera montevideana de piezas teatrales, nunca
-para mal o bien- se produjo, en un período equivalente,
similar número de películas, jamás hubo
semejante explosión de grupos de rock ni tampoco
se publicaron tantas novelas.
El suelo de la novela
Este último
rubro marcó un cambio con respecto a la producción
literaria anterior. Si en su momento Juan
Carlos Onetti apuntaba que en Uruguay
había buenos escritores pero no una literatura,
la década final del siglo XX
transformó ese estado de cosas. La afirmación de
Onetti se dirigía
a la carencia de "suelo" literario que, por ejemplo,
existió siempre en Argentina.
Un horizonte de hacer profesional que, en Uruguay
era alcanzado, sólo por unos pocos. Dicho de otro modo,
Juan Carlos Onetti o Felisberto Hernández crearon
en total aislamiento, porque en su entorno no había lo
que, en términos cuantitativos, se pudiera llamar producción.
A fines de siglo, los aportes sostenidos de por lo menos una
docena de narradores han hecho la novedad de una narrativa
uruguaya, cuyo oficio hace posible que sean canjeables -para
un lector- por la "mercadería" que viene del
exterior.
Este umbral de profesionalismo se ha verificado en el hecho de
que algunos de ellos han logrado salir del estrecho mercado uruguayo
y proyectarse en el extranjero. A fin de cuentas, no hay nada
que los haga menos interesantes, en la mayoría de los
casos, que el promedio de los narradores de occidente.
No es un logro menor
el de estos autores si se toma en consideración la insipidez
de la crítica
vernácula, institución siempre ansiosa y obediente
a celebrar lo que es importado y, en cambio -sería pertinente
recordar a Rodríguez Monegal, amparándose en el
nombre de Joyce y explicándole a Felisberto
cómo tenía que escribir-,
paternalista para juzgar la labor de sus conciudadanos. Incapaces
de un verdadero juicio, los encargados de la crítica
en Uruguay tradicionalmente
han medido con distinta regla lo que llega de lejos y lo que
produce el prójimo al que a veces se saluda en la vereda.
La mezquindad de este procedimiento se convierte en dolo cuando
la obra de algunos de esos vecinos no es sólo francamente
más interesante sino también más necesaria
que la mayoría de lo que proviene de afuera. Esta necesidad
no agota el consumo local, sino que -en caso de contar con un
mínimo de promoción, es decir, de buena lectura-
debería trasladarse, como mínimo, al dominio de
la lengua castellana de la última década.
Reactivos
Incluso dejando de
lado la infrecuente tensión de la prosa, el vigor de muchas
de sus escenas y la geopolítca transoccidental que impone,
es casi imposible no observar que Ave Roc, la novela de
Roberto Echavarren,
pulveriza una etiqueta recurrente que, en Uruguay,
se le ha pegoteado con alevosía: la de novela homosexual.
Para cualquier lector, Ave Roc provoca un replanteo de
la erótica: no es una narrativa gay,
no se deja apresar por esos gestos interpretativos reafirmantes.
Por el contrario, exige -sigue exigiendo cinco años después
de publicada- la formulación de una nueva política
de lo erótico,
reclamo que encontrará, eso es seguro, respuesta en el
siglo XXI.
Si lo de Echavarren
anula un formato interpretativo, los relatos de Camino de
las pedererías, de Marosa
di Giorgio, producen una alarma que, para el gran público,
ha permanecido insonora. Di Giorgio
es una mujer que escribe, pero no recurre a las tristes muletas
de la novela femenina, que han servido para festejar narraciones
tan ñoñas como las de Gioconda Belli o Suzana Tammaro,
amparadas en un aparato crítico que recurre sin miramientos
a lo políticamente correcto.
La lectura de Camino de
las pedrerías no tolera envíos a la reivindicación
de género: atraviesa
las fronteras de lo humano. La voz narrante es sencillamente
mutante; en ocasiones
mujer, otras bestia, otras vegetal, muchas veces híbrida.
Más aún, debería tomarse como uno de los
mejores antídotos formulados, en los últimos años,
a la pandemia de la "escritura femenina".
Un caso por completo
distinto es el de la última, y acaso la mejor, novela
de Mario Levrero, El
discurso vacío, que alcanza una levedad prodigiosa.
A partir de unos supuestos "ejercicios de caligrafía",
Levrero termina exponiendo cuán
ominosa puede resultar la exigencia de ligereza que han impuesto
las editoriales grandes
y chicas en los últimos lustros. "Dejarse llevar
es la forma de ser protagonista de las propias acciones -cuando
uno llega a cierta edad", dice el texto en la última
página. Terminada ésta, el lector descubre que
el relato se ha disuelto como si fuera apenas polvillo. Levrero
ha resumido la vacuedad de lectura
y escritura: El discurso
vacío nos enseña que todos hemos llegado a
cierta edad -a este tiempo en fuga- en la que sólo nos
hemos dejado llevar.
Es probable que, una
vez superada esta era, podamos leer El discurso vacío
bajo otra clave, y pensar que el texto de Levrero ha cumplido
con el deseo de Hamlet de que la carne,
demasiado sólida, pudiera esfumarse en el rocío.
En la obra de Levrero las escenas eróticas (es en el erotismo
donde se cuantifica de algún modo la colisión de
los cuerpos) son producto de sueños.
Como contrapartida a este deseo
vaporizante habría que considerar a otro narrador uruguayo
de finales de siglo: el misterioso Ercole
Lissardi, escritor sin cuerpo visible ya que se trata de
un seudónimo.
En cuatro obras hasta
hoy (Calientes,
Aurora Lunar, Ultimas conversaciones con el fauno, Interludio,
interlunio),
Lissardi ha planteado un género anómalo. Se puede
decir que administra discursos que borbotean desde hace décadas,
ya que a la necesidad de proceder con el crescendo del registro
erótico/pornográfico -y la exigencia de excitar
al lector- se le entremezclan un léxico culto, buenas
observaciones de escritor realista y un paquete ideológico
que es una especie de fiambre del Eros y Civilización
de Marcuse.
Estos requisitos, que en buena medida hacen a la rúbrica
llamada Ercole Lissardi, son a priori una sumatoria destinada
al fracaso. Sólo un narrador como éste, dotado
de un empuje colosal, es sin embargo capaz de cornear los obstáculos
y transformar la narración, si no en un gozo, en una experiencia
estallante. Los clisés y cursilerías son vapuleados
por la escritura, que termina
abismándose en su propio sinsentido: en buena medida,
en la obra de Lissardi se pueden repasar muchas de las promesas
que el siglo XX dejó insatisfechas. Se trata de un quiste
en el que, residualmente, se puede leer un itinerario de ese
siglo XX que ya dejó de ser y que, acaso, un tiempo venidero
alcance a curar.
¿Será
posible encontrar la pausa para leer estas obras ya mismo, en
este tiempo que supura por su propia premura? Si no posible,
es por cierto recomendable. Vendrán fatalmente otra edad
y otros relatos del mundo, para los que cualquiera de estas narraciones
nos ha venido preparando.
*Publicado
originalmente en Insomnia Nº 86
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