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CUENTO QUE NO VENDRÁ - QUIROGA, HORACIO - POE, EDGAR ALAN -

El cuento que no vendrá (I)

Armando Romero

"yo creo que los cuentos que tú escribes necesitan que alguien se los cuente a la gente, ya nadie se preocupa por leer cosas difíciles". Abatido, y luego de una buena taza de café, sin tener ya muchos pasadizos para seguirme escapando dentro del laberinto, le dije, "Okey. Siéntate aquí, vas a oir cómo explico uno de mis cuentos"


A Jotamario, quien junto con Alfredo
Sánchez, publicó en "Esquirla" de
Cali, mi primer cuento. ¿Sería de
verdad un cuento?

Hace unos buenos años, en la Caracas todavía bullanguera de petróleo feliz y salsa fácil, viajé con un grupo de amigos hasta las estribaciones de Galipán, que es como se denomina la ladera norte del hermoso Monte Avila. Galipán, con su geografía azotada directamente por la sal y los reflejos del mar, es uno de esos sitios que todavía se salvan del deterioro de la zona central de Venezuela. Flores y plantas, pájaros y serpientes, hay para escoger en esta montaña que frente al mar es un espejo de contrastes.

Luego de caminar, explorar, mis amigos y yo nos sentamos a comer, beber y hablar de algo en el patio frontal de una casa de campo que pertenecía a uno del grupo. A cielo descubierto veíamos irse la tarde. Uno de mis amigos, gran conversador, había empezado, en esta luz descendiente, una historia que recordaba de su niñez en Inglaterra. Por en medio de sus palabras vimos desaparecer el sol cuello cortado en el mar a nuestros pies, y en seguida implantarse esa noche que sólo es noche en el trópico.

Desafortunadamente he olvidado las intrincaciones de la historia de mi amigo, pero si recuerdo que era un relato que iba entre las infancias de los cuentos de William Saroyan y las lejanías de los de Ruyard Kipling. Sucedió, entonces, como les cuento, que en medio de su
historia apareció lo que de oscuro ustedes bien conocen como noche oscura, sin luna. Nadie se movió de su sitio, tal vez estáticos todos por ese viaje de lo claro a lo oscuro como por las entrañas de un artista barroco. Mi amigo, imperturbable, siguió hablando, contando, y de pronto, sin que mediara nada, sólo la completa oscuridad que nadie osaba destruir con un fósforo o una lámpara, sus palabras empezaron a desligarse, poco a poco, del tema que las acompañaba, del cuerpo que las emitía, los cuales estaban adheridos a ellas antes en la luz pero ya no en la sombra, desprendidas.

Sus
palabras, ya ahora sólo palabras, comenzaron a volar por encima de nuestras cabezas como aves en un sueño de Goya, desprovistas de significado, solo sonido y cuerpo, llenas de una vida otra que las dejaba libres sobre la página negra de la noche. Y allí estaba el cuento, contándose a sí mismo desde el principio al fin, configurándose en las miles de posibilidades combinatorias como algo que nos pertenecía desde siempre, que nunca nos había sido contado pero cuyo desarrollo y final no nos era desconocido: el cuento, que sabemos, viene de la noche, de lo oscuro.

Mi experiencia como narrador a rienda suelta me ha llevado al sitio desde donde se hace posible encontrar esas
palabras flotantes, hacerlas táctiles con la prolongación de mis sentidos, y dejarlas que poco a poco se ordenen en la historia que desde su propio azar quiere ser contada. Sé que el surrealismo a mis espaldas me presiona para que no construya con ellas un cuadro coherente, que las deje así, flotando como un sueño que es fragmento de los fragmentos de la sucesión de lo real. Pero nó. Esa búsqueda surreal no atiende enteramente a lo que quiere encontrar el escritor que en oficio y tarea hay dentro de mí.

Es cierto que allí está esa materia que se agita y se ondula en el espacio de la
imaginación, su presencia es real, pero hay que combinarla, tejerla, dibujarla para que represente, ordenarla en la dimensión de lo narrable con tema, desarrollo y conclusión; en fin, contar el cuento que viene arrastrando nuestra memoria, pero que sin lugar a dudas se cuenta a partir de la libertad de las palabras.

Literatura de "atmósfera" en tensión, literatura de "realidad" en intensidad, como quería Cortázar, es aquí una definición de límites que en el acto de escribir pierde sentido, porque las fuerzas centrípetas o centrífugas que llevan temporalmente al cuento intercambian direcciones y controlan el movimiento a su antojo. Pero los límites no desaparecen sino que permiten establecer fronteras en diferentes sitios al asignado por una preceptiva de orden.

Este método, si así puede llamárselo, no pretende cartel de originalidad ya que responde no a una visión global, total, sino a una necesidad particular, individual. Mal llamado estaría el ver las cosas que organiza nuestro propio intelecto como regidoras del intelecto de los otros. Todos los cuentos son posibilidades que se conjugan dentro del cuento, sin que por ello nos veamos forzados a definir el
género. Abierto, atiende a las alas como a los pies, a los ojos como al corazón: cuerpo de palabras que nos transportan como un tatuaje mágico a un suceder que incluso puede estar más allá del sucediendo, porque, qué es el cuerpo sino un sueño, una abstracción en nuestra memoria, y qué es el sueño sino la presencia física de un cuerpo en nuestra imaginación. Dando vueltas como en la ronda de los niños, los opuestos se abren para distanciarse debidamente o tocarse imprevisiblemente.

Hace algún tiempo un buen amigo me decía frente a la realidad firmada de una de mis frecuentes acumulaciones de palabras en tinta, que sería interesante si en algún
momento yo abandonara este regodeo sensual con las palabras y les diera la posibilidad de contar un cuento como Dios manda. Sin entrar a poner en duda la voluntad divina, hice lo posible por explicarle que en cada uno de mis cuentos, e insistía en llamarlos así sin caer en la maraña de la palabra "texto", yo había incluído como proposición consciente una anécdota, un hecho, y que a mi parecer ese tema, inmerso en el transcurrir de las palabras era tan importante como las palabras mismas que lo contenían, sólo que esas palabras, en lugar de estar determinadas por un orden de narración establecido, como querían Edgar Allan Poe y su discípulo Horacio Quiroga, ahora venían a conjugarse para contar el cuento. Es decir, que el narrador de mis historias no era un ficticio personaje sino ese ser vivo, para mí, que eran las palabras.

Mi amigo, muy inteligente y astuto como es, repuso que lo que yo ahora le daba como explicación era un cuento más cuento que el que se leía en mis líneas impresas. Difícil contestarle porque yo también estaba sorprendido de mi respuesta, la cual se había ordenado sólo a partir de la pregunta de él y no previamente a la factura de mis cuentos; y así se lo dije añadiendo que la mejor explicación de un cuento es siempre otro cuento. Pero él, arremangándose la camisa y olvidándose de las cervezas que consumíamos, me dijo que su problema era que él podía ver el segundo cuento, el que explicaba el primer cuento, pero que para nada sacaba realidad de lo concreto que yo representaba como cuento; es más, él pensaba que yo debía irme a casa y
escribir lo que en definitiva hiciera cuento de todo ese esfuerzo verbal. Traté de arguir que desde mi ángulo él podría construir un cuento que a partir de mi cuento se hiciera cuento, pero sólo conseguí su risa amable, como cuando al jugar ajedrez el contendor nos da ese jaque preludio de la estocada final, y si le miramos el rostro vemos la felicidad en fila india alineándose en sus ojos.

Imposibilitado, pues, de echarle el cuento a mi amigo, me fui a casa y lo discutí con mi esposa, quien me escuchó paciente. Pero al final de mis argucias y argumentos me dijo, claramente, "tú debes estar soñando si crees que alguien se va a comer ese cuento", y en verdad tuve la sensación de que estaba soñando todo el embrollo y que me despertaba sólo para vivir en otro cuento, como el de la rosa de Coleridge o el tigre de Arreola, o que metía la mano en un platón de agua en Tunja y sacaba de él una parte de una prenda de vestir que en ese momento estaba en Santo Domingo, como nos narra Rodríguez Freyle.

Mi esposa, tal vez compadecida al ver la desolación en la que había caido al no conseguir que nadie se antojara de mi cuento, me dijo que por qué yo no explicaba al menos algunos de mis cuentos, "a ver si por fin alguien los entiende".

"Explicar mis cuentos, ¡nunca!", casi le grité con rabia, y añadí, "un cuento no se explica, imposible". Entonces ella, imperturbable dijo, yéndose a la sala, "yo creo que los cuentos que tú escribes necesitan que alguien se los cuente a la gente, ya nadie se preocupa por
leer cosas difíciles".

Abatido, y luego de una buena taza de café, sin tener ya muchos pasadizos para seguirme escapando dentro del
laberinto, le dije, "Okey. Siéntate aquí, vas a oir cómo explico uno de mis cuentos". Y entonces le hablé de la siguiente manera, como ustedes van ahora a oir:
--Déjame decirte, primero, como escribí el cuento que se titula, "Versión completa y verídica de la historia de la cacería del Gigante por Croar, Croir, Crour".
--Ah, pero ese cuento es más bien fácil, se puede entender. Hasta ya salió en varias antologías. Me refiero a los otros, los que revuelven toda la sintáxis y se meten en tantos vericuetos.
--No importa. Ya hablaremos de esos -dije contento de que por lo menos, con cierta habilidad, había ganado un punto de entrada al hablarle de ese cuento, bastante legible, por lo demás.
--Tú sabes que yo escribí ese cuento -continué-, un día que estaba sentado en mi escritorio frente a la ventana de un segundo piso en la calle Parkview de Pittsburgh.
--Esa es la calle donde yo nací, tú bien lo sabes -dijo ella. --Ahora lo sé, cierto, pero en ese entonces no lo sabía. Yo estaba allí, tal vez, para poder conocerte luego de los años. Así es como lo requiere el azar fortuito de Breton. Bien, estoy sentado en esa ventana cuando veo un grupo de tres, muchachos y muchachas, muy jóvenes, que pasan en bicicleta. Llenos de vida, de optimismo, de esperanza de la buena, si quieres.
--Yo andaba siempre en bicicleta por mi calle -me interrumpió ella.
--Es obvio que podrías ser uno de ellos -dije-, pero no importa. Estos muchachos hablaban, se reían, y daban vueltas por la calle de arriba abajo. Yo los veía pero no podía oirlos porque mis ventanas estaban herméticamente selladas. Entonces se me vino a la cabeza la palabra "croar".

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