A Jotamario, quien junto con Alfredo
Sánchez, publicó en "Esquirla" de
Cali, mi primer cuento. ¿Sería de
verdad un cuento?
Hace
unos buenos años, en la Caracas todavía bullanguera
de petróleo feliz y salsa fácil, viajé con
un grupo de amigos hasta las estribaciones de Galipán,
que es como se denomina la ladera norte del hermoso Monte Avila.
Galipán, con su geografía azotada directamente
por la sal y los reflejos del mar, es uno de esos sitios que
todavía se salvan del deterioro de la zona central de
Venezuela. Flores y plantas, pájaros y serpientes, hay
para escoger en esta montaña que frente al mar es un espejo
de contrastes.
Luego de caminar, explorar, mis amigos y yo nos sentamos a comer,
beber y hablar de algo en el patio frontal de una casa de campo
que pertenecía a uno del grupo. A cielo descubierto veíamos
irse la tarde. Uno de mis amigos, gran conversador, había
empezado, en esta luz descendiente, una historia que recordaba
de su niñez en Inglaterra. Por en medio de sus palabras
vimos desaparecer el sol cuello cortado en el mar a nuestros
pies, y en seguida implantarse esa noche que sólo es noche
en el trópico.
Desafortunadamente he olvidado las intrincaciones de la historia
de mi amigo, pero si recuerdo que era un relato que iba entre
las infancias de los cuentos de William Saroyan y las lejanías
de los de Ruyard Kipling. Sucedió, entonces, como les cuento,
que en medio de su historia apareció
lo que de oscuro ustedes bien conocen como noche oscura, sin luna.
Nadie se movió de su sitio, tal vez estáticos todos
por ese viaje de lo claro a lo oscuro como por las entrañas
de un artista barroco. Mi amigo, imperturbable,
siguió hablando, contando, y de pronto, sin que mediara
nada, sólo la completa oscuridad que nadie osaba destruir
con un fósforo o una lámpara, sus palabras empezaron
a desligarse, poco a poco, del tema que las acompañaba,
del cuerpo que las emitía, los cuales
estaban adheridos a ellas antes en la luz pero ya no en la sombra, desprendidas.
Sus palabras, ya ahora sólo
palabras, comenzaron a volar por encima de nuestras cabezas como
aves en un sueño de Goya, desprovistas de significado,
solo sonido y cuerpo, llenas de una vida otra que las dejaba libres
sobre la página negra de la noche. Y allí estaba
el cuento, contándose a sí mismo desde el principio
al fin, configurándose en las miles de posibilidades combinatorias
como algo que nos pertenecía desde siempre, que nunca nos
había sido contado pero cuyo desarrollo y final no nos
era desconocido: el cuento, que sabemos, viene de la noche, de
lo oscuro.
Mi experiencia como narrador a rienda suelta me ha llevado al
sitio desde donde se hace posible encontrar esas palabras flotantes, hacerlas
táctiles con la prolongación de mis sentidos, y
dejarlas que poco a poco se ordenen en la historia que desde su
propio azar quiere ser contada. Sé que el surrealismo a
mis espaldas me presiona para que no construya con ellas un cuadro
coherente, que las deje así, flotando como un sueño
que es fragmento de los fragmentos de la sucesión de lo
real.
Pero nó. Esa búsqueda surreal no atiende enteramente
a lo que quiere encontrar el escritor que en oficio y
tarea hay dentro de mí.
Es cierto que allí está esa materia que se agita
y se ondula en el espacio de la imaginación, su presencia es
real, pero hay que combinarla, tejerla, dibujarla para que represente,
ordenarla en la dimensión de lo narrable con tema, desarrollo
y conclusión; en fin, contar el cuento que viene arrastrando
nuestra memoria, pero que sin lugar a dudas se cuenta a partir
de la libertad de las palabras.
Literatura de "atmósfera"
en tensión, literatura de "realidad"
en intensidad, como quería Cortázar, es aquí
una definición de límites que en el acto
de escribir pierde sentido,
porque las fuerzas centrípetas o centrífugas
que llevan temporalmente al cuento intercambian direcciones y
controlan el movimiento a su antojo. Pero los límites no
desaparecen sino que permiten establecer fronteras en diferentes
sitios al asignado por una preceptiva de orden.
Este método, si así puede llamárselo, no
pretende cartel de originalidad ya que responde no a una visión
global, total, sino a una necesidad particular, individual. Mal
llamado estaría el ver las cosas que organiza nuestro propio
intelecto como regidoras del intelecto de los otros. Todos los
cuentos son posibilidades que se conjugan dentro del cuento, sin
que por ello nos veamos forzados a definir el género. Abierto, atiende
a las alas como a los pies, a los ojos como al corazón:
cuerpo de palabras que nos transportan
como un tatuaje mágico a
un suceder que incluso puede estar más allá del
sucediendo, porque, qué es el cuerpo sino un sueño,
una abstracción en nuestra memoria, y qué es el
sueño sino la presencia física de un cuerpo en nuestra
imaginación. Dando vueltas como en la
ronda de los niños, los opuestos se abren para distanciarse
debidamente o tocarse imprevisiblemente.
Hace algún tiempo un buen amigo me decía frente
a la realidad firmada de una de mis frecuentes acumulaciones de
palabras en tinta, que sería interesante si en algún
momento yo abandonara este
regodeo sensual con las palabras y les diera la posibilidad de
contar un cuento como Dios manda. Sin entrar a poner en duda la
voluntad divina, hice lo posible por explicarle que en cada uno
de mis cuentos, e insistía en llamarlos así sin
caer en la maraña de la palabra "texto", yo había
incluído como proposición consciente una anécdota,
un hecho, y que a mi parecer ese tema, inmerso en el transcurrir
de las palabras era tan importante como las palabras mismas que
lo contenían, sólo que esas palabras, en lugar de
estar determinadas por un orden de narración establecido,
como querían Edgar Allan Poe y su discípulo Horacio
Quiroga,
ahora venían a conjugarse para contar el cuento. Es decir,
que el narrador de mis historias no era un ficticio personaje
sino ese ser vivo, para mí, que eran las palabras.
Mi amigo, muy inteligente y astuto como es, repuso que lo que
yo ahora le daba como explicación era un cuento más
cuento que el que se leía en mis líneas impresas.
Difícil contestarle porque yo también estaba sorprendido
de mi respuesta, la cual se había ordenado sólo
a partir de la pregunta de él y no previamente a la factura
de mis cuentos; y así se lo dije añadiendo que la
mejor explicación de un cuento es siempre otro cuento.
Pero él, arremangándose la camisa y olvidándose
de las cervezas que consumíamos, me dijo que su problema
era que él podía ver el segundo cuento, el que explicaba
el primer cuento, pero que para nada sacaba realidad de lo concreto
que yo representaba como cuento; es más, él pensaba
que yo debía irme a casa y escribir lo que en definitiva
hiciera cuento de todo ese esfuerzo verbal. Traté de arguir
que desde mi ángulo él podría construir un
cuento que a partir de mi cuento se hiciera cuento, pero sólo
conseguí su risa amable, como cuando al jugar ajedrez
el contendor nos da ese jaque preludio de la estocada final, y
si le miramos el rostro vemos la felicidad en fila india alineándose
en sus ojos.
Imposibilitado, pues, de echarle el cuento a mi amigo, me fui
a casa y lo discutí con mi esposa, quien me escuchó
paciente. Pero al final de mis argucias y argumentos me dijo,
claramente, "tú debes estar soñando si
crees que alguien se va a comer ese cuento", y en verdad
tuve la sensación de que estaba soñando todo el
embrollo y que me despertaba sólo para vivir en otro cuento,
como el de la rosa de Coleridge o el tigre de Arreola, o que
metía la mano en un platón de agua en Tunja y sacaba
de él una parte de una prenda de vestir que en ese momento
estaba en Santo Domingo, como nos narra Rodríguez Freyle.
Mi esposa, tal vez compadecida al ver la desolación en
la que había caido al no conseguir que nadie se antojara
de mi cuento, me dijo que por qué yo no explicaba al menos
algunos de mis cuentos, "a ver si por fin alguien los
entiende".
"Explicar mis cuentos, ¡nunca!", casi le
grité con rabia, y añadí, "un cuento
no se explica, imposible". Entonces ella, imperturbable
dijo, yéndose a la sala, "yo creo que los cuentos
que tú escribes necesitan que alguien se los cuente a la
gente, ya nadie se preocupa por leer cosas difíciles".
Abatido, y luego de una buena taza de café, sin tener ya
muchos pasadizos para seguirme escapando dentro del laberinto, le dije, "Okey.
Siéntate aquí, vas a oir cómo explico uno
de mis cuentos". Y entonces le hablé de la siguiente
manera, como ustedes van ahora a oir:
--Déjame decirte, primero, como escribí el cuento
que se titula, "Versión completa y verídica
de la historia de la cacería del Gigante por Croar, Croir,
Crour".
--Ah, pero ese cuento es más bien fácil, se puede
entender. Hasta ya salió en varias antologías.
Me refiero a los otros, los que revuelven toda la sintáxis
y se meten en tantos vericuetos.
--No importa. Ya hablaremos de esos -dije contento de que por
lo menos, con cierta habilidad, había ganado un punto
de entrada al hablarle de ese cuento, bastante legible, por lo
demás.
--Tú sabes que yo escribí ese cuento -continué-,
un día que estaba sentado en mi escritorio frente a la
ventana de un segundo piso en la calle Parkview de Pittsburgh.
--Esa es la calle donde yo nací, tú bien lo sabes
-dijo ella. --Ahora lo sé, cierto, pero en ese entonces
no lo sabía. Yo estaba allí, tal vez, para poder
conocerte luego de los años. Así es como lo requiere
el azar fortuito de Breton. Bien, estoy sentado en esa ventana
cuando veo un grupo de tres, muchachos y muchachas, muy jóvenes,
que pasan en bicicleta. Llenos de vida, de optimismo, de esperanza
de la buena, si quieres.
--Yo andaba siempre en bicicleta por mi calle -me interrumpió
ella.
--Es obvio que podrías ser uno de ellos -dije-, pero no
importa. Estos muchachos hablaban, se reían, y daban vueltas
por la calle de arriba abajo. Yo los veía pero no podía
oirlos porque mis ventanas estaban herméticamente selladas.
Entonces se me vino a la cabeza la palabra "croar".
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