En contra de la opinión
predominante, salir de un laberinto
es extremadamente sencillo; instrucciones: 1.apoyar la mano derecha
en la pared de la derecha 2. Avanzar manteniendo siempre
la mano en contacto con la pared. Más tarde o más
temprano se encuentra la salida. Pues los laberintos son espacios
cóncavos, limitados, cerrados; los corredores, como el
río Meandro, que parece unas veces avanzar, otras retroceder,
según informa Ovidio,
no son sino complicaciones que no cambian el carácter
cerrado del espacio laberíntico.
De manera que, recorriendo
toda su pared interior, inevitablemente se llegará a la
salida.
El caso es que los laberintos no siempre están en el mundo
para salir de ellos. Para el Minotauro es una prisión,
pero para Teseo, una meta.
Uno busca la libertad, otro la fama.
Encontrar una salida o encontrar un camino hasta el tesoro no
son en absoluto equivalentes, por más que los caminos
recorridos sean los mismos. Querer salir implica sentirse preso;
querer entrar significa sentirse capaz.
Uno de los atributos
básicos del laberinto es el hecho de ser obra humana.
En el mito los laberintos son invariablemente artificiales, y
no solamente artificiales, sino obras de insuperables maestros
constructores. Dédalo era el inventor de las imágenes,
creador de figuras portentosas que parecían vivas (él mismo peleó una vez
contra una de sus estatuas, creyéndola humana). De modo que la obra laberíntica
es típicamente la Obra humana, ingenio plasmado en la
materia.
El laberinto, la Obra humana -la cultura- inspira pavor o promete
la dicha. Todo depende de quién sea el que se enfrenta
a ella.
Muchas obras fundadoras -particularmente dentro de la literatura-
tienen una estructura laberíntica: La Divina Commedia,
de Dante, es el caso más evidente. Pero las idas y venidas
de Ulises, o los avances y retrocesos del ejército sitiador
de Troya, o las aventuras de
Eneas, los juegos de Chaucer con y desde el laberinto, o el círculo
posmoderno de Cervantes, (que
en la segunda parte de Don Quijote hace intervenir a un lector
de la primera, que obliga al protagonista a seguir un argumento
escrito por el lector dentro de la escritura del escritor), son ejemplos de tratamiento
laberíntico de la materia literaria.
Casi cada hito de la
cultura humana es un laberinto. Algunas de estas obras, conscientemente
elaboradas como arranque de una tradición, se autoimponen
el laberinto como manera de desafiar un devenir promisorio pero
a la vez lleno de incertidumbre.
Es atroz el miedo de quienes sólo pueden ver en la cultura
el dispositivo maligno, la trampa para los sentidos, el perdedero.
Admirados en secreto del arte del Arquitecto, sienten temor por
la Obra, y por lo tanto la niegan, la evitan, la convierten en
tabú, prohiben su mención. Medran, temerosos, los
que garantizan desde el principio que no hay nada que temer,
porque los caminos que se han de recorrer son conocidos, seguros
y completamente libres de alimañas. Gente para la que
el mundo resulta claro y evidente; gente que, colocada en el
Bien, sabe con certeza dónde
se encuentra el Mal. Gente amable, solidaria, inocua.
* Publicado
originalmente en Insomnia Nº 71
|
|