(Sobre Constelación del navío, Poesía
1950-2002, de Amanda Berenguer, H
Editores)
La poesía se singulariza
por un estado de particular exaltación, un estado de expresión
vehemente que encuentra tropos inventivos que mantienen la concretud,
la intensidad del impacto emocional que produjo una impresión
sensible. Ya que en esa impresión alguien discierne un
enigma relativo a su destino,
la emoción poética no es sólo alegre; puede
ser hija del miedo, alerta ante un peligro o una trampa. El señuelo
o fetiche que cruzamos en lo real y que nos seduce
esconde fines diferentes de los nuestros: seduce
para devorar, asusta para defenderse. Pero el encontronazo con
el fetiche nos excita al punto que
incrementa y agudiza los recursos expresivos que utilizamos para
evocarlo.
Podemos caracterizar la escritura
de Berenguer no como poesía
del conocimiento sino de la busca y del hallazgo; enriquece de
dimensiones nuestra experiencia en un discurso que yuxtapone,
en particular en los poemas largos, varias isotopías o
niveles temáticos paralelos, adensándose a través
de un coleccionismo
que no pierde la hilación: "aquello parecía
dislate/ y no lo era."
No pierde la hilación, pero cuando
leemos nos olvidamos de cómo se produjeron las conexiones,
los pasajes de un nivel temático a otro. Captamos sí
la relevancia de cada nivel temático asociado, retazos
o hilachas de muchas hablas que se hace tejido: "hila/
hilvana/ word sur mot/ trama/ palavra/ sopra parole/ cose wort
on word/ borda/ primorosa escritura
supra verbum." Escritura
por encima de la palabra:
hipertelia la llamaba José
Lezama Lima. Fragmentos "por donde pasa el hígado
del fuego/.../¿era un castigo? ¿sería un
espejo?" Los
retazos llegan desde todas partes: puntas y filos de la lengua
cotidiana que asoman al azar motivado de la memoria, impresiones
plásticas, huellas de lecturas,
tesoros y nadas que salen de la galera negra de la memoria y se
enfilan unos junto a otros en un contexto, jalones de una sorprendente
combinatoria, que demuestran en cada caso su pertinencia y se
iluminan mutuamente para acrecentar el poema supra verbum. Mallarmé,
Ezra Pound, Burroughs,
maestros de técnicas de montaje en discontinuas secuencias,
caracterizan el arte
de nuestra época, levitan en la factura y en el horizonte
de recepción de los poemas de Amanda
Berenguer.
Y leemos: "asciendo de pronto/ a las cápsulas de
la metáfora/ más veloces que la luz." También
Felisberto Hernández
encuentra en la metáfora
una sugerencia de gran velocidad, un vehículo dinámico.
En Primeras invenciones la metáfora es el taxi,
es el avión, y su velocidad apunta a reunir el instante
con lo que dura, la impresión momentánea con el
proceso de transcribirla en un discurso sucesivo cuyo protocolo
resulta impuesto, según él, por los modales "burgueses"
del escritorio. El escritorio es para Hernández
un burgués: un señor de vida ordenada y con principios;
"un burgués de la angustia," dirá
luego en El caballo perdido. Esa personalización
alegórica evidencia
ciertos fines: a través de un prolijo desarrollo busca
apresar el impacto relampagueante de un aspecto fugaz, olvidado
de todos, salvo del señor escritorio burgués, sucesivo
digesto que con minucioso protocolo lo rescata. Felisberto
ya sabe que en la metáfora
se da gato por liebre: la velocidad del taxi o del avión
cubre un gran espacio. Botas de siete leguas, la metáfora
recorre y totaliza un espacio imaginario, totaliza el espacio
a través de un recorrido absoluto, y con esto engaña
al tiempo. Berenguer constata: "siempre van delante/ ¿adónde?/
estoy confusa/ no sabemos/ me ciega/ esa ventana toda abierta/
y esa otra cosa me desvela."
En "soledad confusa" había escrito Góngora.
Y el vuelo del alma en El Primero sueño de Sor Juana vislumbra
un todo que la confunde y que la ciega: de una ojeada única
no puede abarcar el universo: "y por mirarlo todo/ nada
vía." El alma opta, en El Primero sueño
, por la alternativa acompasada del escritorio, por el discurso
sucesivo. Tanto aquí, como en Berenguer, el curso de las
cambiantes caras de la "casta luna" induce a confiar
en lo sucesivo y en lo múltiple para exponer el instante
y lo único.
El alma de Sor Juana y el yo
lírico de Berenguer toman la derrota como punto de partida.
No hacen promesas mentirosas, no prometen el más allá
ni la vida eterna, no aceptan el dualismo de Platón: "Somos
sólo espectros de luz/ rayos de la memoria." Mantienen
sin embargo una visión
doble: "con un ojo aquí / y otro allá/.../
descorriendo pliegues de gasa sombría/ que cubren manjares
celestes/ .../ y estamos a mano / consumiendo / en diferentes
mesas/ platos del día/ servidos/ como uvas/ como helados
de chocolate": helados que evocan al "Emperador
del helado de crema" de Wallace Stevens.
"La negra Corte de los Milagros": la noche poética,
la noche de San Juan y Sor Juana es derrotada por las vislumbres
de la aurora en una batalla. La Reina de la Noche, amenaza
manifiesta en la ópera de Mozart, es derrotada cada mañana
pero vuelve irrevocable al final de cada día. ¿Dónde
encontrar apoyo? ¿Dentro, en nuestro ser oscuro interior,
o fuera en lo real de un mundo aparentemente claro pero en conjunto
inasible? "¿Salió de mi boca?/ ¿un
punto de apoyo para sostener el horizonte?" Son los propios
males, en su certeza, en su gravitación pesada de molestias
y dolores, que sostienen el mundo: "Despejo/ ese apenas
palpitante dolor de cabeza/ que me sirve de apoyo/... estar adentro
es estar afuera/ quizá." El "quizá"
introduce el calibre de una conjetura con respecto al llegar afuera,
desafía con una hipótesis, con un punto arquimédico
interior y, de un salto de garrocha, impone nuestra impresión
y casi certeza a lo que está fuera en otro lado, un más
allá invisible tras la línea del horizonte, "esa
otra cosa" fuera de orden, que prefigura a cualquier otro,
cualquier interlocutor. "Quizá" es el meollo
de la honestidad poética, el operativo de la episteme,
el punto de no principio: "Duda cuál más su
color sea," escribe
Góngora y la derrota de lo cierto, la insuficiencia, la
pérdida de la memoria y de cualquier criterio comparativo
valedero con respecto a lo otro, se vuelve desafío y triunfo
calificado.
El yo lírico pierde
la memoria: no recuerda ni objetos ni sentimientos: "los
recibo en mi casa" momento a momento; los que están
ahí, los que se presentan hoy, en un presente sin memoria.
Pero la imagen instantánea
deviene punto de apoyo, como la silla de Van Gogh ante los ojos
del yo lírico: "ahí/
viva/ enorme/ en atento amarillo responsable." La impresión
instantánea es suficiente, nos sostiene a nosotros y, con
nosotros, a un mundo; responde al desafío de lo que está
más allá del horizonte con una casi certeza, una
victoria puntual, calificada. Con "una fe corta, del tamaño
de sus posibilidades," escribía Onetti.
Lo que aparece son representaciones precarias y sucesivas, partes
de naufragios. La memoria es insuficiente. La desmemoria en cambio
nos entrega la brecha abierta del aquí y ahora. La desmemoria
es suficiente.
Ahora bien: esta nueva edición de los libros
completos de Amanda Berenguer se instala aquí y ahora:
la nueva tipografía airea los poemas, los libera de aquella
vieja tipografía que parecía decisiva y terminal.
Prodigio: descubrimos poemas vivos que rebasan nuestras mejores
esperanzas. La nueva impresión induce una nueva lectura:
los poemas se aclaran, se ofrecen nuevos: "una nueva edición
es lo que necesitábamos": me excuso por citar
aquí un verso mío.
En "Las nubes magallánicas" las procesiones del
cielo, el movimiento de las constelaciones, se yuxtaponen a las
circunstancias del entorno cercano en secuencias contrastadas,
isotopías que alternan, se interpenetran, y potencian el
espacio multidimensional de la lectura,
haciéndonos conscientes de un registro pleno de nuestra
experiencia. El poema suma dimensiones no para totalizar, sino
para abrir al máximo nuestra percepción de los elementos
que nos afectan, para elevarnos en un impulso poderoso más
allá de "los antepasados latinos industriosos y
avaros," y de las frustraciones humillantes de lo cotidiano
mezquino, hecho de "queso para trampas caseras y cebo
rancio.../o trozos dando coletazos de eso que somos/ por dentro
y no se ve/ y emerge a veces
en rabiosa pesca mayor/ difícil de descuartizar."
Si el cielo con su amplitud compensa las mezquindades de la tierra,
la crueldad terrena resulta compensada por la ternura del lecho
marino. Mientras en la tierra habitan los "entusiastas
asadores de Solís el descubridor," el mar figura
como espacio de nutrición y afecto: "este lecho
correntoso donde aún desovan/ las corvinas con cangrejilla
y los delfines maman." El milagro que siempre esperamos
de la poesía,
y que nos colma, lo opera un detalle feliz: "con cangrejilla"
singulariza el dato de los sentidos con la terminología
específica correspondiente: es un secreto de factura por
donde el artesano introduce un soplo de vida en el poema. Yo soy
la que sabe de la cangrejilla, parece decirnos la voz
lírica de Amanda. El lecho marino está del costado
de la ternura; se escucha como el latir de un secreto, de un sentir
plasmado en detalles vívidos. El mamar del lecho marino
compensa las contrariedades de la tierra, y la visión se
trastroca. Ya no es la nuestra, es la de alguien que nos mira
desde atrás y nos ve actuar, nos ve escribir:
lo oculto ya no es un objeto, sino el punto de inflexión
de otra mirada, lo ignoto que
nos descubre: "alguien está mirando directamente
nuestra espalda/... / la cara oculta de la luna observando."
El sujeto, fuera de sí, salta a situarse en el sitio donde
alguien o algo lo está observando, condicionando, definiendo,
y es su meta: "Ah! entrego parte de un botín de
guerra/ diaria en prenda por un largo corredor o paso de materia/
recién descubierto." Se coloca con Lautréamont
"entre los crustáceos al fondo en su elemento"
o en "un pozo para desaparecer o morir/ de otra envergadura
en otro viaje."
Al zambullirse, supera la ola de angustia. Accede a una condición
de libertad tranquila: "la respiración suave acompasada":
aunque el yo lírico,
como el alma en el poema de Sor Juana, se encuentra aquí
suspenso, mientras "el cielo abierto de pie sostiene a
pulso/ nuestras preguntas de rigor," mientras "zumba
el ruido de fondo de la galaxia," que equivale al mar,
a "la marea boscosa del tremendo mar."
El alma en el poema de Sor Juana, el yo lírico de Berenguer,
ascienden, confrontan el conjunto del universo. Son derrotados
por él, no sin antes vislumbrar lo que se les escapa: "La
imagen más simple y correcta del universo es/ todavía
la de un espacio euclidiano regularmente/ poblado de este animal
enloquecido mordiéndose la/ cola y pariendo estrellas que
miramos cada noche/ sin ver la oscuridad más allá
de nuestros ojos."
"El golpe de dados," como "La joven parca"
resuenan asimismo en el drama astral de Berenguer. El yo lírico
permanece atado al escritorio, a la escritura,
como una Andrómeda entre las rocas; pero el revés
del sujeto, que se da vuelta como
un guante, el sujeto fuera de sí, está cifrado en
altura, en la constelación también llamada Andrómeda,
trasunto que evoca un más allá de la irrepresentable
idea, o de la cosa en sí, que rebasa el sensorio.
Entonces el tiempo, nuestro tiempo lineal, se diversifica hacia
adelante y hacia atrás, se hace redondo, se bifurca tal
la ruta del navío Argos, cuya constelación recorre
la noche navegando al revés: "andando de tal suerte
en su carrera/ nocturna de este a oeste que la popa va adelante
retroce-/ diendo en dirección del muelle." El
eterno retorno de lo mismo, con todo, es apenas una sospecha,
no una evidencia. Lo evidente en cambio es el desastre, "el
fin de Magallanes atravesado por una lanza/ que lo clavó
de bruces en una isla salvaje/ antes de terminar la redondez
del globo terráqueo".
Pero en lo real mismo florecen los capullos de la magia. Para
Berenguer estos regalos mágicos son dos: la cinta de Moebius
y la botella de Klein. Borges
los llamaría objetos de Tlön, objetos milagrosos por
su calidad de fetiches, con un poder que el misterioso universo
delega en ellos, ya que su sola presencia garantiza nuestra felicidad
como posible. La cinta de Moebius, como la botella de Klein, conjugan
el milagro de dos faces en una superficie única, son al
mismo tiempo su envés y su revés: "Dimos
la vuelta a la tierra de Moebius/ marchamos sobre su pista enguantada/a
kilómetros años luz de vertiginosa/ felicidad."
Si la cinta de Moebius y la botella de Klein existen, nos volvemos
tripulantes legítimos de la metáfora, cuyo milagro
concuerda con los milagros de lo real. Nos embarcamos en un "objeto
volador no identificado": éste el vuelo del alma,
en El Primero sueño de Sor Juana; aquí vuelo
del ovni, "casi aparato interior casi certeza."
Opera con el combustible de "un deseo salvaje aclimatado/
unido al soporte/ del imprescindible paracaídas,"
para no perecer después de la euforia, porque el vuelo
del ovni es "discontinuo como el placer."
El vehículo, con todo, hay que decirlo, está abocado
a los accidentes de tránsito: "casi todos los
ocupantes de aquel mensaje/.../ murieron aplastados por la carrocería.".
Los ocupantes no son personas, están hechos persona para
subrayar su entidad: "Los heridos mas graves: los 'sentimientos'/
fueron rápidamente socorridos" cuando "se
retorcían/ en medio de un charco de sangre/...los demás
ocupantes fueron distribuidos/ en diferentes centros de la memoria/
la imaginación en cambio había salido algo confusa
y ambulaba sola."
Las facultades del compuesto alma/cuerpo en la fisiología
del dormir de Sor Juana se apagan o se encienden alternativas
al pasar al estado de sueño. Las facultades, centros activos
de una u otra índole, son captadas en el poema como personajes.
Por más que en rigor no son sujetos. Según este
procedimiento las tomamos en cuenta, calibramos su juego.
El tormento de los sentimientos heridos se encabalga en Berenguer
sobre el accidente de tránsito y lo vuelve alegórico,
lo carga de sentidos adyacentes, por más que esas emociones
o implicancias estuvieran ya encerradas en el accidente literal.
Lo convincente de la comparación es que no lo es del todo,
o es algo más que una comparación: el conflicto
de las emociones y el accidente de tránsito son en parte
al menos la misma cosa, por más que se mantenga el disentir.
La imaginación "ambulaba sola"; dirige a alguien
o a nadie un discurso íntimo, una voz entrecortada surge
detrás de todas las voces. La imaginación se refugia
del trauma del accidente paseando sola "con aquella botella
al mar en sus brazos/ y la acunaba/ como si fuera un niño/
o un sueño."
A través del vidrio de la botella echada al mar el poema
expone. El vidrio verde filtrará la mirada de quien lo
encuentre. Echar una botella al mar es hacer público un
discurso íntimo. Se hace público un secreto a través
de un vidrio coloreado: "recuerden que yo quería/
enviar una botella al mar/ con un mensaje especial - top secret
- / y que en eso se me iba la vida." El yo lírico
recuerda a los lectores eventuales,
a todos y a nadie: entiendan mi oficio: lo defino: eso quiero,
eso quise hacer/decirles: esa manera de habla me propuse, me propongo,
me va en ello la vida.
El discurso íntimo, la ensoñación, la cantilena
solitaria, es el efecto de un rechazo en el orden público.
Pero vuelve allí por efecto de su publicación y
se transforma en una síntesis luminosa, en una síntesis
crítica, porque dialectiza las relaciones del sujeto y
el medio. No en una interacción inmediata (como lo sería el diálogo
ordinario) sino
mediata. Porque el discurso íntimo ha empezado por retirarse,
por devenir otro.
Sin embargo, el cruce en lo real que lo origina no incluye sólo
el des-encuentro con otros sujetos. El encontronazo irreparable,
cuya desazón permea enigmática, perpleja, ocurre
con la "Estranguladora," el enigma y la experiencia
de la muerte.
El Ave Roc es aquí el vehículo, como lo había
sido anteriormente el ovni, para viajar al otro lado de las cosas.
El Ave Roc es un vehículo masculino y violador, el ariete
del ave-tiempo: "fui violada impregnada.../ y quede presa/
irremediablente embarazada/ de algo que no sabía."
El Ave roc preña de un enigma: "No podremos, no/
con la enorme roca/ con el peso abrumador de la pregunta/.../
una fuerza feroz/ convertida en cuento cotidiano/ sin salida."
Si el Ave roc nos lleva a preguntarnos, la Esfinge es la que
formula la pregunta. La Amanda del poema encuentra la Esfinge
en el barrio cotidiano. Pero el cruce con ella tiene la afiebrada
intensidad de un espejismo: "¿Era el desierto
de Atacama o el Sahara?/.../ Tuve la impresión de estar
volando encima del Ave roc/.../ las mil y una noches brillaban
en el cielo."
Adonde la lleve el Ave roc, encontrará sin embargo de nuevo
la pregunta, por más que estilice su forma "como
una constelación de vanguardia." Como si la excelencia
poética fuese un conjuro contra la muerte. "Pero
no olvides" - la persistente voz lúcida
insiste - "la Esfinge conoce/ el magisterio del
lenguaje/ sus maestras - las musas - /.../ le enseñaron
el enigma:/ esa pregunta compuesta de imágenes/ a punto
de metáfora." La poesía
le da rostro a la muerte, o
mejor permite leerla en todas las máscaras, en los ocelos
que simulan ojos sobre las pieles de los felinos o sobre las alas
de los insectos, para cautivar con efecto de mirada,
mientras que los verdaderos ojos del animal calculan inadvertidos
el tamaño de la presa o el resguardo contra un riesgo.
La máscara mimética
cautiva, es un señuelo, es ella misma una trampa. Capta
para devorar, quizá para fecundar. Pero el poema llama
la atención, despierta. Y es que la muerte,
una vez inventada por el lenguaje, se confirma a cada paso, porque
"era cruel y ocurría siempre." No hay palabras
sin memoria de la muerte.
Aunque tampoco hay memoria de las almas sin palabras;
una lluvia fina de versos traducidos del náhuatl integra
la secuencia final de "La estranguladora": "como
esmeraldas y plumas finas llueven tus palabras."
Y entretanto, para terminar, otro verso del náhuatl: "Eres
festejada/ divinas palabras hiciste." Coronada por el
reconocimiento, por nuestro deseo de que vivan siempre los poemas
de Amanda.
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