Para mediados del siglo XIX, la épica
byroniana de la biografía
dio un giro. Charles Baudelaire, se puede decir, transformó
al romántico en un gótico,
un héroe dúplice,
enclaustrado, incomprendido. Un nerd llamado dandy,
de ritmos vitales bajos -por un lado-, despreciado por el bullanguero
burgués que se movía a ritmo de máquina
industrial, que ni bien se decidía a amonedar versos se
transformaba en rey del azul, en medium simbolista y en titular
de un emporio privado de sinestesias y encimas hiperestésicas.
Era, en buena medida,
la entronización de una neurosis, de aquel que se manifiesta
incompetente para la vida pero titán para la escritura.
En buena medida, este trastorno precedió a los superhéroes
de historieta que, como los de la Marvel,
cuentan con genes mutantes
para confrontar el Mal,
pero son relegados en la pequeña batalla cotidiana por
alcanzar pequeños éxitos y un mínimo de
reconocimiento. En castellano, Ruben Darío, mutante
con "manos de marqués y sangre
de indio chorotega", fue el gran difusor, a través
de su poesía, del sobremundo hiperestésico. Esto
se daba por inferencia, ya que de su ideal femenino
"fatal, cosmopolita", se infería el don
del poeta de ser el único capaz de advertir el carácter
imprescindible de esa ideación.
Más que la biografía,
el héroe modernista
pasó a ser un avatar del humor:
la neurastenia. Y lo que se hizo impostergable con la modernidad
fue el mercadear, con los versos, un relato alternativo. Primero
era imprescindible leer detrás de la lírica
una biografía; ahora, una anomalía que superaba
el caso clínico. Las vanguardias,
por último, trasladaron esto al manifiesto,
y cada poema no era más que la actualización de
determinadas normas productoras del texto. En tiempos en que
cobraron fuerza las nociones colectivistas, lo que fuera sinestesia
o neurastenia se transformó en ismo; el poema se hizo
manifestación de lo ya manifiesto (una
versión individual de un movimiento plural).
Desde entonces hemos
venido leyendo lo literario, y específicamente lo
poético, a partir de estos rasgos neuróticos:
tiene que haber por alguna parte cierta inscripción que
trasciende al verso: pueden ser emblemas (el
albatros de Baudelaire, el estro parnasiano-modernista, etc.), marcas registradas de fábrica
(el fervor maquinista de
Marinetti, las asociaciones desquiciadas del surrealismo). Si se lo piensa, toda esta
tradición que desde el primer romanticismo viene renegando
de retóricas se ha afanado por aherrojarse en poéticas,
y estos herrajes, ni bien pasa el frenesí que impone cada
ismo, dejan prontamente envejecida las obras, forzándonos
-para tolerarlas- a leer en calidad de historiadores.
Hay episodios de esta
epopeya autoral que hoy todavía se reciben con gratitud.
Uno, por ejemplo, el del Prufrock, de T.S
Eliot, que es meramente un antihéroe,
al que nada le es dado: las mujeres hablan de cosas que no entiende
y las sirenas cantan, en efecto, pero no para él. En definitiva,
el apocado Prufrock sólo cuenta que no está a la
altura de ninguno de los héroes literarios que prescribe
la tradición. Otro, por anacrónico y desmesurado,
sería el creado por Sandro
y Anderle: un histérico entrañable que -mercachifle
de toda esa tradición- promete una galaxia de sorpresas:
"tengo un mundo de sensaciones". Como se sabe,
fue a ese tembloroso "gitano" a quien las recatadas
hispanas de los sesenta y setenta (que,
en buena medida, habían sido educadas en los síntomas
histéricos del modernismo) primero
despojaron de vestiduras. Todavía hoy, Roberto Sánchez,
Sandro, de bata bordó, héroe caduco pero irredento,
conmociona corazones: un testimonio de que, en tanto no aparece
un lenguaje que logre derribar toda esa tradición heroica,
la lírica se vive,
por sobre todo, como una nostalgia.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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