"Madre, mira lo que me haces hacer" gritaba
Norman Bates, el más famoso de los psicópatas que
nos regaló el cine. Después de invadir indeleblemente
la ducha de una joven dama y acuchillarla con esmero, el protagonista
de Psicosis se quejaba de esa progenitora autoritaria
y fantasmal, que se dejaba oír en la casa de enfrente.
Al final, se descubría que la madre no existía
ya, que sólo era un esqueleto travestido a través
del cual Norman balbuceaba como un ventrílocuo.
Hitchcock había adivinado que no hay madre más exigente
que aquella que ya no está, y sólo ha dejado tras
de sí su estela o su residuo. Y es una de las razones por
las cuales su obra mantiene todo su peso. Pero varias décadas
antes que Hitchcock, cierto poeta montevideano, sitiado en su
fingida Torre de los
Panoramas, había experimentado la misma desesperación
que Norman. Julio Herrera y Reissig, uno de los poetas más
prodigiosos de la lengua castellana, gritándole a una figura
femenina y fantasmática acuchilló los versos en
cierto pasmoso poema al que él mismo definió como
"Psicologación morbo-panteísta".
Herrera era un modernista tardío, lo que es como decir
un simbolista revenido. Como heredero de las formas poéticas
del simbolismo y del modernismo, no lograba liberarse de las exigencias
del metro y de la rima, aunque, casi sin saberlo, ya
estaba dando pie a las vanguardias hispanoamericanas. Solo
en su torreta, tenía la convicción inconfesa de
que la rima y el metro habían desaparecido, sólo
que nadie había terminado de notificar su deceso. En su
aislamiento se sabía absurdo, mirando a París, recordando
a Baudelaire y Samain, y también a Rubén Darío,
pero rodeado de lo que él llamaba "nuevos charrúas".
Ya se habían insinuado en otras lenguas europeas el verso
libre y el verso blanco. Pero, castizo al fin, Herrera estaba
preso en los códigos de su propio idioma. El anacronismo
del metro, las tiranías de la rima, los lugares comunes
de la poesía decadentista, todo aquello para lo que su
oído se había
preparado habían perdido sentido, aunque él manejaba
sus convenciones con una maravillosa autoirrisión ("Y bajo el raso de tu pie verdugo/puse
mi esclavo corazón de alfombra").
Había prodigado
sonetos virtuosos, algunos que incluso remataban con una sola
palabra ("espiritualizadísimamente"), pero es obvio que la madre
de las convenciones poéticas lo encadenaba. Entonces,
una noche, como Laforgue y Lugones, se puso a mirar la luna y,
casi mirando desde el ojo de Selene, Herrera sacó mil
voces para prodigar una milonga saturnal, una varieté
fantasmagórica, a la vez melodiosa y chirriante, que lleva
el nombre de Tertulia Lunática. En ella procedió,
se podría decir, como un psicópata de la rima.
Arrimaba rimas, en las que hacía eco Belcebú, cauchú
y el hada Parí Banú, descompuso y devastó
el lenguaje, siguió inventando palabras para que todo llegara
a cumplir con los formalismos de la medida y de la rima, y terminó
dando, con una respiración quebradiza, el poema en el que
el castellano modernista llegó a su propio absurdo. "Fosca,
taciturna y hueca/de pesadilla fantasma/ en el cementerio pasma/la
muerte un zurdo can can" e hizo del lugar de la musa,
de la amada, de la figura inspiradora, un sumidero con el cual
se sacó la bilis de la forma más huraña y
melodramática.
La poesía lo estaba obligando a hacer eso, y la lista
de improperios es una joya melodramática que no conoce
equivalentes:
"Carnívora paradoja/funambolesca
danaida/esfinge de mi tebaida/maldita de paradoja/tu miseria
es una roja/fascinación de impostura". Y así,
Herrera adquirió para sí la más bizarra
de las musas, que fue "escorpiona y clitemnestra",
"fedra, molocha" y también "caína",
sin dejar de ser "miasma de inspiración, aromática
infección de una fístula divina".
Pasado el siglo, queda claro que Herrera no sólo estaba
gritando, con un dengue más bien tanguero ("musa (vieja), mira lo que me haces
hacer") sino
que casi aullaba como un perro hipergestual a una luna en la
que ya estaba la herida que luego, (en
otra varieté)
en el biógrafo exhibiera Meliés.
Pero a diferencia de
la sonrisa del cineasta francés, la carcajada herreriana
es desesperada y frenética. El furor de los versos devorándose
con su propio ridículo para llegar a la gloria han logrado
el milagro de mesmerizar al poema.
Herrera tomó lugares
líricos muertos y los biodegradó hasta dejarlos
furiosamente vívidos. Es indudable que en esta Tertulia
"canta la noche salvaje/sus ventriloquias del Congo/ en
un gangoso diptongo/ de guturación salvaje". Y
que, psicologado, morbopanteísta, y desafiante, habiendo
pasado a la lírica por sus propias armas, Herrera y Reissig
puede todavía carcajearse con su logro. Por las imprecisiones
del manuscrito, algunas versiones de los versos finales cambian
"rimas" por "risas".
Pero poco cambia el sentido, porque Herrera se reía con
la violencia de un desesperado. "E irá, con rimas
extrañas/hacia tu esplín cuando muera/mi galante
calavera/ a morderte las entrañas".
Esa furia mordedora y ronca de Herrera se mostró capaz
de resucitar al más pintado de los cadáveres y la
Tertulia sigue ahí, doliente, entrañable,
casi aterrorizadora. Y es de sospechar que incluso Norman Bates,
después de haberse reído en primera instancia con
estos versos, se hubiera impresionado con tanta y tan dichosa
violencia.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nª 15
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