Devenir, volverse algo
distinto de aquello que se está siendo parece el orden natural
de las cosas. En un mundo como el actual, que ya no parece
regido por la vieja pregunta del por qué sino por otra,
¿por qué no?, la aventura de mutar
está a la orden del día. El body building es la versión más
inocente y tal vez tediosa de este nuevo orden de
transformaciones; son los travestis,
los transformistas o los transexuales los que han tomado sobre
sí este riesgo, llevándolo a extremos -aunque alarmantes para
algunos- más conmovedores.
De una película a priori tan
poco inquietante como Junior, donde ese monumento al
varón que por un tiempo fue Schwarzenegger se muestra capaz de
embarazarse y concebir (sueño de diversas y antiquísimas
mitologías, como Adán y su costilla o Zeus pariendo a Atenea
de su frente) se
puede extraer la pequeña máxima de que pronto ya nada será
como fuera. Y esto no es la
perogrullada tanguera del
cambalache sino una verdad antigua como el mundo. Una verdad
que aparece, con rabiosa felicidad, en una obra que ya tiene
dos milenios bien cumplidos: las Metamorfosis de
Ovidio.
Allí el poeta latino se arrogó el nada frugal
proyecto de contar la historia del mundo, desde sus orígenes
hasta aquella su ya tan clásica actualidad, el siglo I de
Augusto, Virgilio y Horacio. Y al hacerlo cantó a dioses,
hombres, ninfas y náyades de tal modo que casi todo lo que
sabemos de mitología grecolatina se lo debemos a
él.
Por su sólo valor
informativo -sabroso documental de edades idas- las
Metamorfosis ya habrían ganado el lugar de privilegio
que tienen en la mayoría de las bibliotecas, pero acaso no su
estricto valor y necesidad. Porque Ovidio fue y es uno de los
más sutiles narradores que haya existido. Como nadie, logró
conjugar la verdadera esencia de la narrativa, ese arte que,
precisamente, enseña que las cosas no son lo que parecen, y
que si algo está siendo pronto pasará a ser otra cosa. Quien
se detenga nada más en los versos que cantan el amor
de Febo por la casta Dafne y trate de retener ese tris
-inmejorablemente captado por Ovidio- en que el enamorado
dios siente 'todavía' latir el pecho de la ex-ninfa bajo la
inflexible corteza de laurel en que ella está ya casi
perfectamente convertida, habrá casi retenido el verdadero
sentido de la literatura.
Mostrar la verdadera
condición trágica de la vida -y también del amor-, que no
necesariamente implica un sufridero sin fin (eso es propio del melodrama, no de la
tragedia), sino que testimonia cómo,
para ganar algo, es preciso sacrificar otra cosa. Después de que el dios
pierde a la amada en un árbol, ese árbol será la heráldica de
las grandes glorias. Y no hay gloria sin mutilaciones, no hay
amor sin grandes pérdidas, no giraría el mundo si no se lo
alimentara con sacrificios y grandes combustiones. Está ahí la
verdadera belleza de los clásicos, que todavía insisten en
enseñar que no es que el planeta haya llegado a su fin sino
que, como siempre ha sido y probablemente siga siendo, se está
transformando (sólo que
tal vez con mayor velocidad). Y hoy día, las
Metamorfosis de Ovidio devienen más y más clásicas:
están en plena mutación.
Quien se
detenga nada más en los versos que cantan el amor de Febo por
la casta Dafne y trate de retener ese tris -inmejorablemente
captado por Ovidio- en que el enamorado dios siente 'todavía'
latir el pecho de la ex-ninfa bajo la inflexible corteza de
laurel en que ella está ya casi perfectamente convertida,
habrá casi retenido el verdadero sentido de la literatura.
Mostrar la verdadera condición trágica de la vida -y también
del amor-, que no necesariamente implica un sufridero sin fin
(eso es propio del melodrama, no de la tragedia), sino que
testimonia cómo, para ganar algo, es preciso sacrificar otra
cosa.
* Publicado
originalmente en Insomnia.
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