La insuficiencia de sus dotes de héroe
podría caracterizar al protagonista de Semidiós,
drásticamente llamado Sherezade. Pero también la
humillación, el dolor y el bochorno ante la insuficiencia
de los demás: las maestras, por ejemplo. En este relato
de desarrollo, de crecimiento, de formación o de educación
de la mente y los sentidos, el narrador no busca elegancias.
Atina y conmueve por lo atropellado, nos toca en su ruda pero
indeclinable compulsión de contar, para lo cual un pobre
cuerpo ignorante acude
a una máquina que
lo castiga, se sienta frente a un teclado sin palabras a esperar
que unas descargas de corriente eléctrica lo sacudan en
choques dolorosos y aterrorizantes. De modo tal el imperativo
eléctrico se plantea aquí como el solo motivo ético
para la confesión. Ese imperativo emana de una instancia
de autoridad, ¿cuál? El imperativo ético
asusta y tortura a la víctima inadecuada, insuficiente
con respecto a lo que se exige de ella. Ante ese lance, la insuficiencia
de los otros no sirve de consuelo al narrador. Pero sí
lo exaspera. Exaspera al escribiente, al protagonista, a Sherezade,
el cacareo torpe y autojustificado de las maestras de su infancia.
Ellas miman el razonamiento pero son incapaces de ponerlo en
práctica.
Ese ignorante, el niño, al ir creciendo, se topa con las
singularidades algo pedestres del ambiente familiar (al que llama la "corte"), con la barra de los amigos
(en el "campito de fútbol") y con eros (en
la casa de unos vecinos a la que apoda el "castillo"). En cada una de esas circunstancias
y registros pone a prueba sus propias facultades, o falta de
ellas, que él ignora hasta ese momento. En el campito
recibe, como un héroe
de Homero cuya Ilíada
es para él el ábrete sésamo de lo escrito,
de lo literario, una herida contundente que no lo postra como
el cadáver de Héctor, pero sí le abre la
cabeza. Los médicos la examinan y reacomodan en el hospital.
Entonces el niño resucita con un don de más, el
dibujo, que al poco tiempo pierde, y con una "desmañada"
capacidad práctica y mecánica.
En el "castillo", última etapa de su peregrinación
hacia la adultez, es víctima de ciertas puestas en escena
sádicas, de un teatro de la crueldad donde se revelan
las dotes y las insuficiencias de su cuerpo más apto para
ser penetrado que para penetrar.
La máquina de escribir, como la máquina de En
la colonia penal de Kafka,
da un formato, justifica el escribir
sobre un cuerpo, el cual de por sí carece de palabras.
La escritura escanea el terreno
de sus caídas, de sus imperfecciones, de sus maladaptaciones
al interactuar dentro de los diversos registros de experiencia
en su medio de acción. Y presta un ritmo necesario al
chorreo, vertimiento, flujo efusivo cuyo transcurso se preserva
y recrea al teclear, manifestando un margen de redundancia o
consistencia en los trayectos de ese cuerpo.
Paralela a la frustración con las maestras y a los diversos
accidentes y desencuentros en el mundo, el niño descubre
en la lectura hitos que lo
estimulan y lo hacen crecer, una vía marcada por Homero,
Lucrecio y Dante. En La Ilíada el combate; en De
la naturaleza de las cosas la dinámica, el turbión
de los átomos latente a través del engañoso
estatismo del mundo, sostiene y desgarra los panoramas del siglo
y de la escritura; en La divina comedia el amor. A cada
uno de esos libros encontrados en el camino por un azar necesario
dedica el narrador un comentario penetrante. En La Ilíada
capta y lo fascina la guerra como vía para realizar la
aventura del cuerpo a través de la lucha. En Lucrecio
encuentra el secreto de lo visible, entendido como película
atómica en clinamen que forma la apariencia de las cosas,
su manifestación fenoménica, fuera de la cual no
puede garantizarse que existan. Aprende que el arte de aparecer
es todo el arte.
Y por ser entiende no la sustancia aristotélica sino el
paso impermanente, la irrupción, recorrido, caída
entre espasmos de un juego de
fuerzas, el torbellino
de los átomos en el cosmos. En La divina comedia
sólo encuentra un amor
contrariado que reemplaza su desfavorable condición por
un devoto venerar distante a la amada que lo rechazó.
Además encuentra allí a Dante, el autor,
una mala persona capaz de echar a su maestro querido, de quien
más aprendió, a los infiernos.
Una política de la máquina de escribir dicta una
economía en que el dolor, la remebranza, la censura y
el atrevimiento se entrecruzan en contrapunto. Un modelo tanto
más extraño cuanto más íntimo y propio.
Semidiós conmueve por lo sincero, si lo sincero
es un mérito literario, y creo que sí lo es dadas
ciertas condiciones, y su formato no es extravagante sino sobrio,
mínimo, en función de una exigencia: los testimonios
brutos de esta Sherezade rioplatense. Después de leerlo
queda el cielo más despejado de pretensión, de
equívoco, o de humanismo. Queda el resto de un propósito
íntegro y cabal. Queda la escritura.
*Comentario
de la novela de Amir
Hamed,
Semidiós (H editores, Montevideo, 2001)
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