Según
las corjeturas de un investigador ilustre, la última cosa
que Horacio
Quiroga
vio en su vida (1a
madrugada del 19 de febrero de 1937, cuando al fin decidió
anticiparse con cianuro a su cáncer de próstata)
fue
un monstruo. Se trataba
de Vicente Batistessa, una especie de hombre elefante o Quasimodo
residente en el Hospital de Clinicas de Buenos Aires, que se
habia convertido en el enfermero oficioso y fiel del escritor
durante su última internación.
Si en todos los casos resulta dificil armar un espacio
hermenéutico novedoso para centrar la producción
de cualquier escritor canónico, sobre el cual siempre
se ha escrito demasiado, en el caso de Quiroga es particularmente
ostensible lo artificioso y banal de una operación crítica.
Trazar otras clasificaciones, volver a discernir categorías,
rediseñar una escritura mediante otras maniobras de
escritura parece -si nos situamos ante representaciones agónicas
como la del comienzo- una especie de autopsia redundante. Toda
explicación de textos se convierte en una glosa amanerada
y trivial ante la poderosisima energía que todavía genera
la narrativa de Quiroga, en la cual se entreteje (estableciendo con ella
un continuum sorprendente) la biografia del autor. Ocurre
que esa secuencia final en un hospital de Buenos Aires, clausura
de un modo verosímil, como necesario epílogo, la
intensa serie de destierros y aventuras que fue la vida de Horacio
Quiroga.
Siempre es recomendable entonces, una lectura deslumbrada
y provista de toda la inocencia que todavía seamos
capaces de inventar. Pero también puede ser útil,
más para definir los contornos de un misterio que para
develarlo, reseñar algunos de los innumerables personajes
que se ha hecho representar a Quiroga en la escena de la crítica.
El hombre muerto
Refiriéndose
a Quevedo, Borges sostuvo que más que
un hombre era "una vasta y compleja literatura",
el sentido de esa declaración es más o menos equivalente
al que percibimos cuando el escritor porteño evalúa
su propia biografia: "vida y muerte le han faltado a
mi vida". Más allá de lo discutibles que
estos juicios puedan resultar (sobre
todo en lo relativo a Quevedo, famoso espadachin, mujeriego y
político intrigante) nos acercan a un arquetipo o un clisé:
el del hombre de letras, el nerd miope y pálido
enajenado en la biblioteca de Babel, el escriba cuyas peripecias
y venturas resultan ínfimas o nulas ante la escritura
que produce, la cual termina por sustituir al sujeto.
Todo
el mundo sabe que con Horacio Quiroga ocurre exactamente lo contrario.
Uno de sus apologistas más célebres y entusiastas,
Rodríguez Monegal, escribió: "...algunos
de sus más duros cuentos tienen contenido autobiográfico.
La angustia que desprenden naturalmente sus narraciones no seria
tan auténtica si el propio Quiroga no hubiera vivido (...)
las atroces, las patéticas circunstancias que describe."(1)
Más adelante recapitulaba Arturo Sergio Visca: "El
estudio de la vida y personalidad del narrador uruguayo y el
análisis de simbiosis entre su obra y su vida
cuenta ya con numerosos y bien documentados estudios..."(2). Últimamente Leonor
Fleming, al reseñar suscintamente la historia de la recepción
de Quiroga a lo largo del siglo, deploraba que "esta
riqueza
de la biografia
ha sido, en más de una ocasión, perjudicial para
el estudio crítico de la obra. La fascinación por
el hombre ha eclipsado el interés por la exégesis
de sus textos o ha hecho que se los lea subsidiariamente"(3).
Se
sabe que parte de esa fascinación por la vida, es en realidad
deslumbramiento ante la muerte, ante la abundancia espectacular
de muerte. Esa es la parte más famosamente truculenta
de la historia de Quiroga y puede ser resumida de este modo:
a los 83 días de vida habrá visto desde los brazos
de su madre cómo se mataba su padre al dispararse accidentalmente
una escopeta de caza. Otra escopeta -la misma- empleó
su padrastro hemiplégico para dispararse, esta vez de
modo deliberado y trabajoso, en presencia de Quiroga, un adolescente
de 15 años. En 1901 murieron apresuradamente dos de sus
hermanos y al año siguiente es el mismo Quiroga quien
asesina de un involuntario tiro en la boca a su amigo Federico
Ferrando, joven arcediano del Consistorio del Gay Saber.
En diciembre de 1915 su primera mujer Ana Maria Cirés
se envenena y agoniza ocho días antes de morir en Misiones,
donde vivían desde 1910. El 31 de marzo de 1933, el golpe
de estado de Terra provocó la autoeliminación pública
del Dr. Baltasar Brum y -a modo de efecto colateral- la destitución
de su amigo Horacio Quiroga de su cargo en el servicio diplomático,
por entonces, único medio de sobrevivencia con que contaba
el escritor. Esta sucesión no acaba, como se sabe, con
la muerte del escritor: se prolonga en el suicidio de sus hijos
Eglé (1938)
y
Darío (1951).
Frente a una trayectoria tan sobresaltada y trágica es
explicable que muchos lectores especializados hayan visto -incurriendo
en cierto facilismo- la recurrente necrofilia de los relatos
de Quiroga como una catarsis o un exorcismo en la cual el narrador
transfigura y domestica sus propios espantos. De ahí surge
otro de los roles que ha encarnado Quiroga, otra de las siluetas
que han servido para fabular, difundir y simplificar su imagen:
la del personaje
gótico,
el neorromántico atormentado por esa cosa negra que nos
rige, el escritor y sus fantasmas, el confeso epígono
de Poe.
Sostiene H. A. Murena: "Se acaba por vislumbrar una secreta
elección, se siente como un símbolo esa presencia
oscura y aterradora de la muerte".(4) Y ratifica Noe Jitrik: "Se ve
muerto antes de morir, como dándose una última
oportunidad. Si logra expulsar la imagen de la muerte de su vista
o de su cerebro, quizá no muera. La única manera
que se le ocurre para expulsaría es escribirse muerto..."(5)
En la misma dirección van otras lecturas de Eduardo Romano
que reubica al narrador salteño como previsor de las vanguardias, más
específicamente del, expresionismo, avatar tardío
y extremado del romanticismo, iluminador de lo otro en uno mismo,
develador de la radical alteridad del muerto.
Este tipo de argumentación que atribuye a la escritura
de Quiroga una intención transgresora, enfatiza el uso
de una estética de lo feo, del crimen de la destrucción,
de la enfermedad mental.
Por otro lado el abandono de la ciudad letrada para enterrarse
en la selva ha sido interpretado también -aunque en sentidos
diversos y hasta opuestos- en clave catártica. Se ha visto
ese destierro, ese desplazamiento hacia los márgenes obscenos
del mundo como una cura, como una especie de busca russauniana
de la pureza elemental, lejos del haschich, de Lugones, de los duelos
a pistola y de los cenáculos. De ahí la obsesión
por el trabajo brutal y la manualidad, de ahí la hiperactividad
febril y colonizadora, como actitudes elementales y extenuantes
para olvidar la muerte, como una prótesis de vitalismo
frenético.
Sin
embargo el exilio misionero puede mirarse también como
una voluntad de negar el transcurrir del tiempo, repleto de acontecimientos,
con el fin de enfrentarse al único acontecimiento que
importa: la muerte, despojada ya de morbosa bijouterie poeniana
o parnasiana, tal como reina en la paz de la "selva ensangrentada".
Kathleen March y Majul Tobio sostienen que Quiroga pendula entre
el individualismo más cerrado y extremo y la comunión
supraindividual o panteísta con el cosmos, marginando
significativamente el estadio intermedio: la sociedad, la historia.
Ésa es la intención que suele atribuirse a los
eremitas que se retiran al desierto para eludir la "caída
del tiempo" y así anticipar en ellos, de un modo
más vívido, el vértigo de la muerte. Pero
si, como se ha venido diciendo desde Platón, todo discurrir
-y entonces todo discurso- es generado por la muerte, si cada
quien es su sentimiento de la muerte (Cioran), si ella es el más
propio y literal de los significados (Bloom), entonces leer la obra de un escritor,
o las vicisitudes de su biografia como un protocolo para conjurar
la muerte, como una estratagema para soslayarla, como una ascesis
para trascenderla, resulta sólo una facilidad, que no
solamente puede aplicarse a Horacio Quiroga, sino a cualquier
otro escritor.
Lo que sucede es que en este caso, como en el de Poe, hay menos
subterfugios, hay una tematización más fiel, recurrente
de la muerte y -sobre todo- de sus vísperas.
Es por eso que parece cómodo ver la escena póstuma
evocada al comienzo, como una repetición más en
el curriculum vital y textual del escritor y no resulta forzado
tender una serie de links hacia cualquier sitio de su obra o
de su historia de vida, desde ese final.
Compárese
la imagen del Quiroga moribundo tutelado por el monstruo en la
sala de hospital, con la imagen agonizante de Alicia en El
almohadón de plumas, velada por su propio marido a
quien su alucinación convertía en "un antropoide
apoyado en la alfombra que tenía fijos en ella sus ojos".
Relaciónese esa viñeta con la del escritor mirando
durante ocho días los estertores de su mujer envenenada,
siendo mirado por su mujer envenenada. Imaginemos las cavilaciones
de un hombre que sentía "solo como un gato",
decidido a suicidarse después de una minuciosa charla
con los médicos sobre los detalles de su enfermedad; leamos
entonces otra ficción escrita por ese hombre: "Clarisima
y capital adquiero, desde este instante la certidumbre de que
(...) mí vida está aguardando la instantaneidad
de unos segundos para extinguirse de una vez".
Este
contrapunto entre texto y vida, estas anáforas de la muerte
son vistas desde una perspectiva interesante por Carlos J. Alonso.
Apoyándose en Paul de Man, el autor nos sugiere que cuando
asumimos que la vida produce la biografía, también
podemos sugerir que un proyecto biográfico puede determinar
la vida. Cuando el sujeto de esa biografia (escritura de la vida) es un escritor, no es extraño
entonces que éste organice su proyecto según los
estatutos de la literatura.
Hay demasiadas brusquedades y vueltas de tuerca en el itinerario
de Quiroga, como para no ver detrás la mano del narrador,
"los trucos del perfecto cuentista". Recuérdese,
por ejemplo, la abrupta transición de dandy decadente
a colono rústico, ocurrida casi inmediatamente después
de la muerte de Ferrando. Al respecto sostiene Milagros Esquerro:
"El encuentro de Quiroga con la selva virgen cristaliza,
en verdad, fuerzas y tensiones interiores que
preexisten como testimonia su producción literaria anterior
(...) podríamos decir que su vida y su obra son dos construcciones
que obedecen a las mismas pulsiones internas, a los mismos procesos
estructurantes"(6).
El
mismo Alonso rastrea con más suspicacia las huellas de
la muerte en la escritura, dejando de lado la idea de una mera
catarsis y yendo más allá de lo referencial para
ver en los cuentos una retórica de la muerte que organiza
y programa la escritura (narrativa, preceptiva, biografia). Esta
lectura parte de los diversos recetarios en los cuales Quiroga
fue configurando su poética: El decálogo del
perfecto cuentista, Manual del perfecto cuentista,
Los trucos del perfecto cuentista, Retórica
del cuento, etc. En todos ellos se privilegia de un modo
más o menos enfático el efecto final, la clausura,
la muerte fulminante del texto, el narrador insiste en que desde
la primera línea la escritura debe disponerse en dirección
a ese "telos", a esa definición
radical.
Sucede
además que esa sintaxis que convierte el relato en una
agonía intensiva y austera es reforzada desde lo temático,
ya que el final (la muerte) del texto implica, casi siempre,
la muerte del protagonista. "El truco consiste claro
está en matar, a pesar de todo, al personaje"
Constata
sin embargo el citado crítico que, en lo práctico,
Quiroga transgredió repetidamente sus propios preceptos
mediante algunos artilugios bien definidos; uno de ellos consiste
en desactivar desde el principio el mecanismo de sorpresa y deslumbramiento
que debería estallar al final. Este procedimiento (tan aplaudido más
tarde en Crónica de una muerte anunciada) que Quiroga
también suele poner en marcha desde el titulo (v. gr.: El hombre
muerto)
equivale para Alonso a "amenazar de muerte a la escritura
con la nada,
con la homogeneidad indiferenciada y absoluta del silencio".
La
otra táctica es la tan conocida y vituperada costumbre
de endosar comentarios o apostillas finales que, generalmente
en un tonillo positivista y seudocientífico, desarman
el inquietante artefacto que se nos había puesto entre
manos, sacando al lector del espacio cerrado de la
ficción que se había clausurado con la muerte:
el caso más conocido es el de El almohadón de
plumas. De ese modo se mata la muerte y el texto sobrevive
un párrafo más decolorado y tecnocrático.
Volviendo a la imagen del envenenado que en la madrugada
de 1937 clausuraba una "sequía de la ficción",
que había durado desde 1934, sostiene Alonso: "quizás
(...) su muerte biológica fuera tan sólo un addendum,
una apostilla superflua a esa otra muerte, a la forjada y convocada
por él mediante su renuncia a la escritura".(7)
NOTAS:
1) Rodríguez
Monegal, E.: 'Objetividad de Horacio Quiroga' en La literatura
uruguaya del '900, Montevideo, Número, 1950.
2) Visca, Mturo S.: 'Horacio Quiroga en sus Cartas' en Ensayos
de Literatura Uruguaya. Montevideo, Ediciones del Sesquicentenario,
1975.
3) Fleming Figueroa, Leonor: 'Horacio Quiroga y la crítica.
Un siglo de Gozos y Sombras.' Cuadernos Hispanoamericanos. Madrid,
1995. Mar. 537.
4) Murena H. A.: El pecado original de América, Buenos
Aires. Sudamericana. 1965.
5) Jitrik Noé: Horacio Quiroga, una obra de experiencia
y riesgo. Buenos Aires. Editorial Culturales Argentinas. 1959.
6) Esquerro, Milagros: 'Horacio Quiroga el Guy de Maupassant:
Le mydle de l'influence.' Calliers d'etudes romanes. Aix en Provence,
France, 1989, 15.
7) Alonso, Carlos 3. 'Muerte y resurrecciones de Horacio Quiroga'.
La torre: Revista de la Universidad de Puerto Rico. San Juan,
1993. Jul. - Dic., 7: 27-28.
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 115
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