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QUIROGA, HORACIO - NECROFILIA - MUERTE - BIOGRAFÍA - ESCRITURA - MUERTE DE LA ESCRITURA - TELOS -

Límites de Horacio Quiroga (I)*

Gustavo Espinosa

Si en todos los casos resulta dificil armar un espacio hermenéutico novedoso para centrar la producción de cualquier escritor canónico, sobre el cual siempre se ha escrito demasiado, en el caso de Quiroga es particularmente ostensible lo artificioso y banal de una operación crítica

Según las corjeturas de un investigador ilustre, la última cosa que Horacio Quiroga vio en su vida (1a madrugada del 19 de febrero de 1937, cuando al fin decidió anticiparse con cianuro a su cáncer de próstata) fue un monstruo. Se trataba de Vicente Batistessa, una especie de hombre elefante o Quasimodo residente en el Hospital de Clinicas de Buenos Aires, que se habia convertido en el enfermero oficioso y fiel del escritor durante su última internación.

Si en todos los casos resulta dificil armar un
espacio hermenéutico novedoso para centrar la producción de cualquier escritor canónico, sobre el cual siempre se ha escrito demasiado, en el caso de Quiroga es particularmente ostensible lo artificioso y banal de una operación crítica.

Trazar otras clasificaciones, volver a discernir categorías, rediseñar una
escritura mediante otras maniobras de escritura parece -si nos situamos ante representaciones agónicas como la del comienzo- una especie de autopsia redundante. Toda explicación de textos se convierte en una glosa amanerada y trivial ante la poderosisima energía que todavía genera la narrativa de Quiroga, en la cual se entreteje (estableciendo con ella un continuum sorprendente) la biografia del autor. Ocurre que esa secuencia final en un hospital de Buenos Aires, clausura de un modo verosímil, como necesario epílogo, la intensa serie de destierros y aventuras que fue la vida de Horacio Quiroga.

Siempre es recomendable entonces, una
lectura deslumbrada y provista de toda la inocencia que todavía seamos capaces de inventar. Pero también puede ser útil, más para definir los contornos de un misterio que para develarlo, reseñar algunos de los innumerables personajes que se ha hecho representar a Quiroga en la escena de la crítica.


El hombre muerto

Refiriéndose a Quevedo, Borges sostuvo que más que un hombre era "una vasta y compleja literatura", el sentido de esa declaración es más o menos equivalente al que percibimos cuando el escritor porteño evalúa su propia biografia: "vida y muerte le han faltado a mi vida". Más allá de lo discutibles que estos juicios puedan resultar (sobre todo en lo relativo a Quevedo, famoso espadachin, mujeriego y político intrigante) nos acercan a un arquetipo o un clisé: el del hombre de letras, el nerd miope y pálido enajenado en la biblioteca de Babel, el escriba cuyas peripecias y venturas resultan ínfimas o nulas ante la escritura que produce, la cual termina por sustituir al sujeto.

Todo el mundo sabe que con Horacio Quiroga ocurre exactamente lo contrario. Uno de sus apologistas más célebres y entusiastas, Rodríguez Monegal, escribió: "...algunos de sus más duros cuentos tienen contenido autobiográfico. La angustia que desprenden naturalmente sus narraciones no seria tan auténtica si el propio Quiroga no hubiera vivido (...) las atroces, las patéticas circunstancias que describe."(1)

Más adelante recapitulaba Arturo Sergio Visca: "El estudio de la vida y personalidad del narrador uruguayo y el análisis de simbiosis entre su
obra y su vida cuenta ya con numerosos y bien documentados estudios..."(2). Últimamente Leonor Fleming, al reseñar suscintamente la historia de la recepción de Quiroga a lo largo del siglo, deploraba que "esta riqueza de la biografia ha sido, en más de una ocasión, perjudicial para el estudio crítico de la obra. La fascinación por el hombre ha eclipsado el interés por la exégesis de sus textos o ha hecho que se los lea subsidiariamente"(3).

Se sabe que parte de esa fascinación por la vida, es en realidad deslumbramiento ante la muerte, ante la abundancia espectacular de muerte. Esa es la parte más famosamente truculenta de la historia de Quiroga y puede ser resumida de este modo: a los 83 días de vida habrá visto desde los brazos de su madre cómo se mataba su padre al dispararse accidentalmente una escopeta de caza. Otra escopeta -la misma- empleó su padrastro hemiplégico para dispararse, esta vez de modo deliberado y trabajoso, en presencia de Quiroga, un adolescente de 15 años. En 1901 murieron apresuradamente dos de sus hermanos y al año siguiente es el mismo Quiroga quien asesina de un involuntario tiro en la boca a su amigo Federico Ferrando, joven arcediano del Consistorio del Gay Saber.

En diciembre de 1915 su primera mujer Ana Maria Cirés se envenena y agoniza ocho días antes de morir en Misiones, donde vivían desde 1910. El 31 de marzo de 1933, el golpe de estado de Terra provocó la autoeliminación pública del Dr. Baltasar Brum y -a modo de efecto colateral- la destitución de su amigo Horacio Quiroga de su cargo en el servicio diplomático, por entonces, único medio de sobrevivencia con que contaba el escritor. Esta sucesión no acaba, como se sabe, con la muerte del escritor: se prolonga en el
suicidio de sus hijos Eglé (1938) y Darío (1951).

Frente a una trayectoria tan sobresaltada y trágica es explicable que muchos lectores especializados hayan visto -incurriendo en cierto facilismo- la recurrente necrofilia de los relatos de Quiroga como una catarsis o un exorcismo en la cual el narrador transfigura y domestica sus propios espantos. De ahí surge otro de los roles que ha encarnado Quiroga, otra de las siluetas que han servido para fabular, difundir y simplificar su imagen: la del
personaje gótico, el neorromántico atormentado por esa cosa negra que nos rige, el escritor y sus fantasmas, el confeso epígono de Poe.

Sostiene H. A. Murena: "Se acaba por vislumbrar una secreta elección, se siente como un símbolo esa presencia oscura y aterradora de la muerte".
(4) Y ratifica Noe Jitrik: "Se ve muerto antes de morir, como dándose una última oportunidad. Si logra expulsar la imagen de la muerte de su vista o de su cerebro, quizá no muera. La única manera que se le ocurre para expulsaría es escribirse muerto..."(5)

En la misma dirección van otras lecturas de Eduardo Romano que reubica al narrador salteño como previsor de las
vanguardias, más específicamente del, expresionismo, avatar tardío y extremado del romanticismo, iluminador de lo otro en uno mismo, develador de la radical alteridad del muerto. Este tipo de argumentación que atribuye a la escritura de Quiroga una intención transgresora, enfatiza el uso de una estética de lo feo, del crimen de la destrucción, de la enfermedad mental.

Por otro lado el abandono de la
ciudad letrada para enterrarse en la selva ha sido interpretado también -aunque en sentidos diversos y hasta opuestos- en clave catártica. Se ha visto ese destierro, ese desplazamiento hacia los márgenes obscenos del mundo como una cura, como una especie de busca russauniana de la pureza elemental, lejos del haschich, de Lugones, de los duelos a pistola y de los cenáculos. De ahí la obsesión por el trabajo brutal y la manualidad, de ahí la hiperactividad febril y colonizadora, como actitudes elementales y extenuantes para olvidar la muerte, como una prótesis de vitalismo frenético.

Sin embargo el exilio misionero puede mirarse también como una voluntad de negar el transcurrir del tiempo, repleto de acontecimientos, con el fin de enfrentarse al único acontecimiento que importa: la muerte, despojada ya de morbosa bijouterie poeniana o parnasiana, tal como reina en la paz de la "selva ensangrentada". Kathleen March y Majul Tobio sostienen que Quiroga pendula entre el individualismo más cerrado y extremo y la comunión supraindividual o panteísta con el cosmos, marginando significativamente el estadio intermedio: la sociedad, la historia.

Ésa es la intención que suele atribuirse a los eremitas que se retiran al desierto para eludir la "caída del tiempo" y así anticipar en ellos, de un modo más vívido, el vértigo de la muerte. Pero si, como se ha venido diciendo desde Platón, todo discurrir -y entonces todo discurso- es generado por la muerte, si cada quien es su sentimiento de la muerte
(Cioran), si ella es el más propio y literal de los significados (Bloom), entonces leer la obra de un escritor, o las vicisitudes de su biografia como un protocolo para conjurar la muerte, como una estratagema para soslayarla, como una ascesis para trascenderla, resulta sólo una facilidad, que no solamente puede aplicarse a Horacio Quiroga, sino a cualquier otro escritor.

Lo que sucede es que en este caso, como en el de Poe, hay menos subterfugios, hay una tematización más fiel, recurrente de la muerte y -sobre todo- de sus vísperas.
Es por eso que parece cómodo ver la escena póstuma evocada al comienzo, como una repetición más en el curriculum vital y textual del escritor y no resulta forzado tender una serie de links hacia cualquier sitio de su obra o de su historia de vida, desde ese final.

Compárese la imagen del Quiroga moribundo tutelado por el monstruo en la sala de hospital, con la imagen agonizante de Alicia en El almohadón de plumas, velada por su propio marido a quien su alucinación convertía en "un antropoide apoyado en la alfombra que tenía fijos en ella sus ojos".

Relaciónese esa viñeta con la del escritor mirando durante ocho días los estertores de su mujer envenenada, siendo mirado por su mujer envenenada. Imaginemos las cavilaciones de un hombre que sentía "solo como un gato", decidido a suicidarse después de una minuciosa charla con los médicos sobre los detalles de su enfermedad; leamos entonces otra ficción escrita por ese hombre: "Clarisima y capital adquiero, desde este instante la certidumbre de que (...) mí vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez".

Este contrapunto entre texto y vida, estas anáforas de la muerte son vistas desde una perspectiva interesante por Carlos J. Alonso. Apoyándose en Paul de Man, el autor nos sugiere que cuando asumimos que la vida produce la biografía, también podemos sugerir que un proyecto biográfico puede determinar la vida. Cuando el sujeto de esa biografia (escritura de la vida) es un escritor, no es extraño entonces que éste organice su proyecto según los estatutos de la literatura.

Hay demasiadas brusquedades y vueltas de tuerca en el itinerario de Quiroga, como para no ver detrás la mano del narrador, "los trucos del perfecto cuentista". Recuérdese, por ejemplo, la abrupta transición de
dandy decadente a colono rústico, ocurrida casi inmediatamente después de la muerte de Ferrando. Al respecto sostiene Milagros Esquerro: "El encuentro de Quiroga con la selva virgen cristaliza, en verdad, fuerzas y tensiones interiores que preexisten como testimonia su producción literaria anterior (...) podríamos decir que su vida y su obra son dos construcciones que obedecen a las mismas pulsiones internas, a los mismos procesos estructurantes"(6).

El mismo Alonso rastrea con más suspicacia las huellas de la muerte en la escritura, dejando de lado la idea de una mera catarsis y yendo más allá de lo referencial para ver en los cuentos una retórica de la muerte que organiza y programa la escritura (narrativa, preceptiva, biografia). Esta lectura parte de los diversos recetarios en los cuales Quiroga fue configurando su poética: El decálogo del perfecto cuentista, Manual del perfecto cuentista, Los trucos del perfecto cuentista, Retórica del cuento, etc. En todos ellos se privilegia de un modo más o menos enfático el efecto final, la clausura, la muerte fulminante del texto, el narrador insiste en que desde la primera línea la escritura debe disponerse en dirección a ese "telos", a esa definición radical.

Sucede además que esa sintaxis que convierte el relato en una agonía intensiva y austera es reforzada desde lo temático, ya que el final (la muerte) del texto implica, casi siempre, la muerte del protagonista. "El truco consiste claro está en matar, a pesar de todo, al personaje"

Constata sin embargo el citado crítico que, en lo práctico, Quiroga transgredió repetidamente sus propios preceptos mediante algunos artilugios bien definidos; uno de ellos consiste en desactivar desde el principio el mecanismo de sorpresa y deslumbramiento que debería estallar al final. Este procedimiento (tan aplaudido más tarde en Crónica de una muerte anunciada) que Quiroga también suele poner en marcha desde el titulo (v. gr.: El hombre muerto) equivale para Alonso a "amenazar de muerte a la escritura con la nada, con la homogeneidad indiferenciada y absoluta del silencio".

La otra táctica es la tan conocida y vituperada costumbre de endosar comentarios o apostillas finales que, generalmente en un tonillo positivista y seudocientífico, desarman el inquietante artefacto que se nos había puesto entre manos, sacando al lector del espacio cerrado de la ficción que se había clausurado con la muerte: el caso más conocido es el de El almohadón de plumas. De ese modo se mata la muerte y el texto sobrevive un párrafo más decolorado y tecnocrático.

Volviendo a la
imagen del envenenado que en la madrugada de 1937 clausuraba una "sequía de la ficción", que había durado desde 1934, sostiene Alonso: "quizás (...) su muerte biológica fuera tan sólo un addendum, una apostilla superflua a esa otra muerte, a la forjada y convocada por él mediante su renuncia a la escritura".(7)

NOTAS:

1) Rodríguez Monegal, E.: 'Objetividad de Horacio Quiroga' en La literatura uruguaya del '900, Montevideo, Número, 1950.

2) Visca, Mturo S.: 'Horacio Quiroga en sus Cartas' en Ensayos de Literatura Uruguaya. Montevideo, Ediciones del Sesquicentenario, 1975.

3) Fleming Figueroa, Leonor: 'Horacio Quiroga y la crítica. Un siglo de Gozos y Sombras.' Cuadernos Hispanoamericanos. Madrid, 1995. Mar. 537.

4) Murena H. A.: El pecado original de América, Buenos Aires. Sudamericana. 1965.

5) Jitrik Noé: Horacio Quiroga, una obra de experiencia y riesgo. Buenos Aires. Editorial Culturales Argentinas. 1959.

6) Esquerro, Milagros: 'Horacio Quiroga el Guy de Maupassant: Le mydle de l'influence.' Calliers d'etudes romanes. Aix en Provence, France, 1989, 15.

7) Alonso, Carlos 3. 'Muerte y resurrecciones de Horacio Quiroga'. La torre: Revista de la Universidad de Puerto Rico. San Juan, 1993. Jul. - Dic., 7: 27-28.


* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 115

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