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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ARTE - OBRA - OBRA COMO MONSTRUO - SUBLIME/BELLO - MONSTRUO - KANT, IMMANUEL - TRASCENDENCIA - GÉNERO -

Dinámica del monstruo y la belleza*

Amir Hamed
Hay un momento en que las obras todavía queman como un pan recién horneado, y no pueden ser formateadas por la lectura. Cuando todavía -porque son ilegibles- son monstruos


No es sólo nada lo que hay en el blanco del lienzo o de la página. Ya hay en ellos una matriz, una roturación que convoca al pincel, la pluma, la tecla: un software llamado género. Los géneros no sólo son esa guía inevitable, y tampoco meras convenciones: son el arte. Sin ellos, no hay sentido. Suelen ser progenie de vastas y complicadas generaciones, que los decantan, pero también fruto de fuerzas locas, que cuajan, en el momento histórico exacto, para decir al tiempo que tiene que discurrir de otro modo, es decir, por otro género.
Como se sabe, suelen desaparecer por siglos, para ser reflotados y afortunadamente desleídos.

Célebre es el caso del teatro griego, cuyas pautas, a pesar del aburguesamiento improductivo en el que cayó en los últimos siglos, están más cercanas a nosotros que al medioevo. La negligencia medieval con respecto al griego llevó a que Dante interpretara que su obra -colosal pero irrepresentable- era cómica. Para su época estaba acertado, ya que ciertos géneros grecolatinos que lo acosaban le habían llegado de Averroes, traductor enconado de Aristóteles y musulmán puntilloso que desconocía los rudimentos de aquel teatro. La obra de Dante cumplía con dos de las reglas estipuladas por el misterioso género: contaba con un cierre feliz y estaba escrita en estilo ni elevado -como la tragedia- ni bajo -como la sátira.

Estas desviaciones, que son actos de escritura, suelen desaguar en géneros. Pueden ser actos de traducción, como en el renacimiento hicieran los italianos con el soneto, con el que adaptaron la rima de fin de verso que les imponía su lengua vulgar a las reglas del escanciar latino. Al amonedar la lengua, canalizan el mundo: responden a las necesidades de un tiempo nuevo que ya sólo puede desleer a su precedente.

Pero hay un momento en que las obras todavía queman como un pan recién horneado (todavía no han podido, como pide Kant, establecer sus propias reglas), y no pueden ser formateadas por la lectura. Cuando todavía -porque son ilegibles- son monstruos ("un objeto es monstruoso cuando por su tamaño vence el fin que forma su concepto", discierne Kant). Advertía Kant que lo sublime es excesivo: transgrede, rebasa nuestra capacidad de aprehensión, nos remonta a magnitudes inimaginables. Es sublime -agréguese- porque carecemos de un formato que nos permita domesticarlo, porque sólo podemos leerlo defectuosa, parcialmente. Lo monstruoso -es decir, lo sublime- nos hace trascender. Y esta trascendencia -agréguese también- es la del mundo que adviene, ése que, como dijera Croce, está proyectando su sombra antes de haber llegado.

En el presente -se mueven lentamente, como todo monstruo- su ilegibilidad nos violenta. Con el advenimiento del futuro, irán acelarando y, cuando éste ya está pasando, comienzan a violentarnos menos. En este sentido, si se adapta la distinción kantiana entre lo bello y lo sublime ( "lo bello es lo que complace por la mera estimación que de ello se hace ... separadamente del interés", lo sublime "es lo que complace de inmediato por razón de su oposición al interés de las facultades") se podría afirmar que, cuando hemos logrado domesticarla, le hemos quitado su monstruosidad y se ha convertido en la medida de nuestra intelección. En ese momento, nos resignamos a que sea hermosa (la hermosura, como las hermosas, es una convención pasajera).

En este sentido, poca alternativa queda más que concluir que lo bello es patrimonio del que lee en tanto que la escritura fuerte, de por sí, es monstruosa(*). Y esta fatalidad vuelve a manifestarse ni bien el tiempo -implacable con todo lo bello- hace caducar los softwares de lectura, es decir, sus cosméticas. Fragmentarias como la comedia para Dante, estrambóticas como Aristóteles para Averroes, las obras fuertes ya no son un género posible -son impasibles a la estética- sino una escritura que ulula desleída, esta vez desde el pretérito, su monstruosidad incorregible.

(*) Existen también las anagnórisis desbordantes: llegado el final de este texto asalta la memoria de un artículo de Alonso Miranda, cuyo remate es el siguiente: "Finalmente, toda escritura fuerte, conviene saberlo, es monstruosa". El pie en el artículo de Miranda, conviene también recordarlo, es de Jean Paulhan (no, como en este caso, de Kant). El fundamento inconfeso de Paulhan, no debería olvidarse, el retórico latino Longinus, autor de "De lo sublime". Paulham dice: "nada se parece tanto a la mediocridad como la perfección". Longinus, a su turno, establecía "lo sublime nunca es correcto". Como se sabe, las coincidencias no existen; son monstruosas.


* Publicado originalmente en Insomnia

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