No es sólo nada lo
que hay en el blanco del lienzo o de la página. Ya hay
en ellos una matriz, una roturación que convoca al pincel,
la pluma, la tecla: un software llamado género.
Los géneros no sólo son esa guía inevitable,
y tampoco meras convenciones: son el arte.
Sin ellos, no hay sentido. Suelen ser progenie de vastas y complicadas
generaciones, que los decantan, pero también fruto de
fuerzas locas, que cuajan, en el momento
histórico exacto, para decir al tiempo que tiene que discurrir
de otro modo, es decir, por otro género.
Como se sabe, suelen desaparecer
por siglos, para ser reflotados y afortunadamente desleídos.
Célebre es el caso del teatro griego, cuyas pautas, a
pesar del aburguesamiento improductivo en el que cayó
en los últimos siglos, están más cercanas
a nosotros que al medioevo. La negligencia medieval con respecto
al griego llevó a que Dante interpretara que su obra
-colosal pero irrepresentable- era cómica. Para su época
estaba acertado, ya que ciertos géneros grecolatinos que
lo acosaban le habían llegado de Averroes, traductor enconado
de Aristóteles y musulmán puntilloso que desconocía
los rudimentos de aquel teatro. La obra de Dante cumplía
con dos de las reglas estipuladas por el misterioso género:
contaba con un cierre feliz y estaba escrita en estilo ni elevado
-como la tragedia- ni bajo -como la sátira.
Estas desviaciones,
que son actos de escritura,
suelen desaguar en géneros. Pueden ser actos de traducción,
como en el renacimiento hicieran los italianos con el soneto,
con el que adaptaron la rima de fin de verso que les imponía
su lengua vulgar a las reglas del escanciar latino. Al amonedar
la lengua, canalizan el mundo: responden a las necesidades de
un tiempo nuevo que ya sólo puede desleer a su precedente.
Pero hay un momento
en que las obras todavía queman como un pan recién
horneado (todavía
no han podido, como pide Kant, establecer sus propias reglas), y no pueden ser formateadas
por la lectura. Cuando todavía
-porque son ilegibles-
son monstruos ("un objeto es monstruoso cuando
por su tamaño vence el fin que forma su concepto",
discierne Kant).
Advertía Kant que
lo sublime es excesivo: transgrede, rebasa nuestra capacidad
de aprehensión, nos remonta a magnitudes inimaginables.
Es sublime -agréguese- porque carecemos de un formato
que nos permita domesticarlo, porque sólo podemos leerlo
defectuosa, parcialmente. Lo monstruoso -es decir, lo sublime-
nos hace trascender. Y esta trascendencia -agréguese también-
es la del mundo que adviene, ése que, como dijera Croce,
está proyectando su sombra
antes de haber llegado.
En el presente -se
mueven lentamente, como todo monstruo- su ilegibilidad nos violenta.
Con el advenimiento del futuro, irán acelarando y, cuando
éste ya está pasando, comienzan a violentarnos
menos. En este sentido, si se adapta la distinción kantiana
entre lo bello y lo sublime (
"lo bello es lo que complace por la mera estimación
que de ello se hace ... separadamente del interés",
lo sublime "es lo que complace de inmediato por razón
de su oposición al interés de las facultades") se podría afirmar que,
cuando hemos logrado domesticarla, le hemos quitado su monstruosidad
y se ha convertido en la medida de nuestra intelección.
En ese momento, nos resignamos a que sea hermosa (la hermosura, como las hermosas, es
una convención pasajera).
En este sentido, poca
alternativa queda más que concluir que lo bello es patrimonio
del que lee en tanto que la escritura fuerte, de por sí,
es monstruosa(*).
Y esta fatalidad vuelve a manifestarse ni bien el tiempo -implacable
con todo lo bello- hace caducar los softwares de lectura,
es decir, sus cosméticas. Fragmentarias como la comedia
para Dante, estrambóticas como Aristóteles para
Averroes, las obras fuertes ya no son un género posible
-son impasibles a la estética- sino una escritura
que ulula desleída, esta vez desde el pretérito,
su monstruosidad incorregible.
(*) Existen
también las anagnórisis desbordantes: llegado el
final de este texto asalta la memoria de un artículo de
Alonso Miranda, cuyo
remate es el siguiente: "Finalmente, toda escritura fuerte,
conviene saberlo, es monstruosa". El pie en el artículo
de Miranda, conviene también recordarlo, es de Jean Paulhan
(no, como en este caso, de Kant). El fundamento inconfeso de
Paulhan, no debería olvidarse, el retórico latino
Longinus, autor de "De lo sublime". Paulham dice: "nada
se parece tanto a la mediocridad como la perfección".
Longinus, a su turno, establecía "lo sublime nunca
es correcto". Como se sabe, las coincidencias no existen;
son monstruosas.
* Publicado originalmente en Insomnia
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