Incluso en esta era en que todo parece haber nacido para ser mostrado,
los incontables usuarios de ciertas hot lines prefieren
sugerirse el amor a verificarlo.
Se erotizan con una voz gimoteante que tal vez esconde, del otro
lado de la línea -como en cierto clip de Aerosmith-,
una mujer bigotuda
y achaparrada que mece una cuna mientras plancha y se hace un jornal
protestando lascivia.
Es el placer que se busca
y vigila, más que en el beso, en la promesa del beso, menos
en la consumación que en su amenaza. Es, de alguna manera,
un procedimiento que consigue aniquilar las sensaciones del mundo,
en favor de la revulsiva ficción
del mundo: el sortilegio, en último término, de
la palabra desnuda.
De ahí que la lectura
siempre haya sido casi lo opuesto de ver. Y que la literatura
no sea más que una membrana donde se escurren palabrejas
deseantes que nos proyectan fuera del tedio identitario de reproducirnos
en un espejo o en los demás. Y acaso nadie supo abismarse
tanto en estas fugas como cierto autor inexistente, un conde mentido
que se llamó Lautréamont y que firmó esa
rugiente charada titulada Los
cantos de Maldoror.
Se suele domesticar su inexistencia atribuyendo los cantos al
seudónimo de un
Isidore Ducasse, hombre de letras que naciera en una Montevideo
sitiada y que murió en París, en 1870, con bombardeo.
Pero, para todos sus hermeneutas, Lautréamont permanece
indescifrable. La razón acaso resida
en que este pretendido autor,
que prometió "no dejar memorias", se mantuvo
como virtualidad, como pura alarma. Desde la línea inicial
de los cantos, amenaza: "Plegue al cielo que el lector,
enardecido y momentáneamente feroz como lo que lee, halle
sin desorientarse su abrupto y salvaje sendero por las desoladoras
ciénagas de estas páginas sombrías y llenas
de veneno".
Y, como la dama obesa
que finge mojarse con nuestros cuentos,
el autor de los cantos habrá de seguirnos mintiendo, porque
ya nos hemos extraviado en el juego,
y porque él ya quedó en otra parte. De ahí
en más todo serán palpitaciones. Habiendo pactado
con la prostitución, Lautréamont se transformará
en Maldoror, se abrazará con la hembra de un tiburón,
y el lector no podrá
regresar.
Dado que los cantos son, de alguna forma, una obra on line,
el devenir de cada línea arriesga una metamorfosis
("Es un hombre o una
piedra o un árbol el que se dispone a iniciar el cuarto
canto"). Y
habiéndose desprendido el texto de cualquier obligación
antropomórfica, el lector queda transportado a otro lugar,
donde ya no rigen ciertas morales, y los cielos se abren para
ser sodomizados. Las páginas pasan en un jadeo, y la lectura se transforma en
una empresa netamente física.
Al final, con un poco
de asombro, se sospecha que todo ese arrecho o escritura
no fue otra cosa que el apareamiento de Quién con Ninguno.
Nadie había escrito el libro y
es difícil recordar quién comenzó a leerlo.
Pudo haber sido un sueño, claro está, pero por alguna
parte estalla la paradoja. Porque cuanto más virtual el
juego de Maldoror, cuanto menos real, más golpeado, mordido
y lacerado queda quien leyó.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 22
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