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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



LAUTRÉAMONT, CONDE DE - LOS CANTOS DE MALDOROR - LECTURA COMO ACTO FÍSICO -


1-900 Maldoror*

Amir Hamed
Como la dama obesa que finge mojarse con nuestros cuentos, el autor de los cantos habrá de seguirnos mintiendo, porque ya nos hemos extraviado en el juego, y porque él ya quedó en otra parte. De ahí en más todo serán palpitaciones


Incluso en esta era en que todo parece haber nacido para ser mostrado, los incontables usuarios de ciertas hot lines prefieren sugerirse el amor a verificarlo. Se erotizan con una voz gimoteante que tal vez esconde, del otro lado de la línea -como en cierto clip de Aerosmith-, una mujer bigotuda y achaparrada que mece una cuna mientras plancha y se hace un jornal protestando lascivia.

Es el placer que se busca y vigila, más que en el beso, en la promesa del beso, menos en la consumación que en su amenaza. Es, de alguna manera, un procedimiento que consigue aniquilar las sensaciones del mundo, en favor de la revulsiva ficción del mundo: el sortilegio, en último término, de la palabra desnuda. De ahí que la lectura siempre haya sido casi lo opuesto de ver. Y que la literatura no sea más que una membrana donde se escurren palabrejas deseantes que nos proyectan fuera del tedio identitario de reproducirnos en un espejo o en los demás. Y acaso nadie supo abismarse tanto en estas fugas como cierto autor inexistente, un conde mentido que se llamó Lautréamont y que firmó esa rugiente charada titulada Los cantos de Maldoror.

Se suele domesticar su inexistencia atribuyendo los cantos al seudónimo de un Isidore Ducasse, hombre de letras que naciera en una Montevideo sitiada y que murió en París, en 1870, con bombardeo. Pero, para todos sus hermeneutas, Lautréamont permanece indescifrable. La razón acaso resida en que este pretendido autor, que prometió "no dejar memorias", se mantuvo como virtualidad, como pura alarma. Desde la línea inicial de los cantos, amenaza: "Plegue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente feroz como lo que lee, halle sin desorientarse su abrupto y salvaje sendero por las desoladoras ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno".

Y, como la dama obesa que finge mojarse con nuestros cuentos, el autor de los cantos habrá de seguirnos mintiendo, porque ya nos hemos extraviado en el juego, y porque él ya quedó en otra parte. De ahí en más todo serán palpitaciones. Habiendo pactado con la prostitución, Lautréamont se transformará en Maldoror, se abrazará con la hembra de un tiburón, y el lector no podrá regresar.

Dado que los cantos son, de alguna forma, una obra on line, el devenir de cada línea arriesga una metamorfosis
("Es un hombre o una piedra o un árbol el que se dispone a iniciar el cuarto canto"). Y habiéndose desprendido el texto de cualquier obligación antropomórfica, el lector queda transportado a otro lugar, donde ya no rigen ciertas morales, y los cielos se abren para ser sodomizados. Las páginas pasan en un jadeo, y la lectura se transforma en una empresa netamente física.

Al final, con un poco de asombro, se sospecha que todo ese arrecho o escritura no fue otra cosa que el apareamiento de Quién con Ninguno. Nadie había escrito el libro y es difícil recordar quién comenzó a leerlo. Pudo haber sido un sueño, claro está, pero por alguna parte estalla la paradoja. Porque cuanto más virtual el juego de Maldoror, cuanto menos real, más golpeado, mordido y lacerado queda quien leyó.
  

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 22

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