La pintura halla, quizás, su prueba decisiva en el autorretrato. Este parece restablecer
el carácter especular
que constituye, quizás, su más secreta verdad.
En el reto que el espejo
suscita al pintor éste parece desprenderse de toda adherencia
adjetiva; alcanza, por fin, el desnudo integral. Y la pintura
tiende hacia el desnudo como el imán hacia el hierro.
Todo cuadro pictórico nos muestra siempre un relato, una
narración; eso sí, quintaesenciada en la pátina
de una imagen pura, bidimensional, en la que la pintura descubre
su propio elemento. Y en el autorretrato el pintor trata de mostrar,
en imagen, el propio relato
y narración que determina su propia identidad.
Una identidad en estado perpetuo
de cuestionamiento y crisis. Los escritores
recurren a diarios, dietarios y apuntes diversos para cerciorarse
de su propia narración, de aquella de la cual son arte
y parte; los pintores, los grandes pintores, recurren al autorretrato.
Pero éste adquiere un carácter muy peculiar cuando
se produce en las postrimerías de un largo relato biográfico
de creación. Entonces el desnudamiento es más cabal,
o se realiza más a conciencia. Rembrandt es, en este sentido,
el paradigma insigne de esa forma postrera de captación
especular de su propio rostro; de su mirada; de esa mirada que
él mismo arroja sobre el cuadro, en el cual el acto de
mirar queda, de esta suerte, objetivado, produciéndose
la plena identidad del sujeto y del objeto.
Es como si, de este modo, el pintor nos ofreciera el propio acto
a través del cual muestra eso mismo que nos muestra. Se
capta en el autorretrato la propia mirada que produce esa captación.
En ella se alcanza, en el plano sensible, el más radical
filosofema aristotélico, aquél relativo a una inteligencia
que en el propio acto de entender se "intelige" a sí
misma. Quizás sea éste uno de los modos humanos
que más se aproximan a esa definición aristotélica
de la divinidad.
La humanidad, y su carácter limitado y mortal, se manifiesta
en el estigma de imagen
sensible en que esa captación especular y reflexiva acontece
en el autorretrato.
En las postrimerías de la vida del pintor parece que la
presión del límite es radical. Y eso genera una
forma muy peculiar de presentación en los autorretratos.
Esa forma es perfectamente visible en la colección que
en esta exhibición se muestra. Tal forma es, a mi modo
de ver, la de una rigidez hierática de gran solemnidad,
en la que todo rastro de lucha, o de agonía, con su cuota
emocional de angustia, miedo o temor ha sido, casi de forma íntegra,
sublimada.
No es que no queden huellas de esa lucha convulsa, agónica,
que el pintor viviente libra con y contra su propia sombra,
o en relación a una muerte
que se le aparece próxima, casi hermana. Pero esos rastros
y esas huellas han sido, como digo, sublimados. Y en esa sublimación
sobreviene una especie de quietud sagrada, o una aquiescencia
de un orden oculto sacro en el cual, de forma claramente liminar
y limítrofe, la última mirada del rostro a punto
de iniciar su definitivo Gran Viaje aparece bajo la forma de un
Icono.
Como si se tratara de un rostro plenamente objetivo, externo
y casi ajeno a las vicisitudes históricas, pasionales
y narrativas del personaje que lo encarna. O como si esas vicisitudes
del acontecer se hallasen condensadas en una máscara definitiva
en la que resaltan, al modo de un Pantocrátor, o de un
Ídolo africano, la magnitud desmesurada de unos ojos que
se salen algo de sus órbitas en la expresión de
la magnitud de lo que perciben: la inmensidad sin límites
de lo sagrado.
Más que autorretratos semejan máscaras. Los personajes
revelan en esos autorretratos efectuados en el estribo o el umbral
de la propia vida a punto de extinguirse su naturaleza icónica
de máscaras; máscaras en cierto modo exentas, casi
ajenas, en relación a quien les concede vida y sustento.
Que sin embargo está hecho y derecho, como en un jeroglífico
único y definitivo, en ese rostro en el cual, quizás,
podemos reconocer su más íntima y recóndita
identidad.
Resuena a través de esas máscaras
el silencio hierático de lo sagrado, que invade el rostro
y los ojos hasta fijarlos en una especie de reposo rígido
y majestuoso. No hay el menor atisbo de movimiento ni de dinamismo,
o de fuerza potencial que pudiera ser desplegada, en esos rostros
convertidos, en su travesía del límite, en auténtico
material sagrado.
Persona significa en latín "máscara":
aquella a través de la cual "resuena" la voz
del actor o protagonista personare.
Estos dramatis personae que en esta exhibición
se muestran tienen en común lo que a través de
sus máscaras resuena: ese silencio hierático que
invade el espacio de su travesía hacia el más allá
del límite del mundo.
No hay en esos rostros ya alegría ni dolor; placer
ni displacer; felicidad ni amargura. Todo el complejo y tupido
relato de los cambios emocionales de fortuna e infortunio ha sido
trascendido.
Estos rostros nos miran desde más allá de la tragedia
y de la comedia. No ríen; pero tampoco lloran. Están
ahí para que los contemplemos en un acto que trasciende
la pura fruición estética. O que sublima ésta
hacia el acto de veneración propio de la actitud religiosa
ante lo que posee virtualidad y valencia sagrada.
Esos autorretratos de pintores de tradición inequívocamente
moderna parecen recuperar, en el último aliento de su creación
postrera, el hieratismo solemne del icono, de manera que modernidad
y tradición religiosa descubren, en el límite, una
conjunción in extremis. Como si al llegar a la última
verdad de la existencia el tiempo se curvara sobre sí y,
al igual que en el recinto sagrado del Grial,
según lo testimonia Wagner en su Parsifal, el tiempo
se volviera espacio.
* Publicado en Insomnia
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