Un episodio de la serie de televisión Cuentos de las
cinco noches expone una extraña historia de amor.
Ella es una estrella del pop. Cintas, álbumes y pósters
inundan el mercado. Ella es un ídolo. Él la ama
a ella, él la adora a ella. Ella no lo conoce a él.
Pero él ha hallado un objeto mágico (de eso siempre trata la serie) que puede concederle cualquier deseo,
a condición de que sea relativo al amor.
Él pide: "quiero verme mejor, para ella". Un
súbito torbellino metamorfósico lo arrastra: de
bichicome a galán pituco y pelilargo, tipo cantante de
sonora. Ella le regala una mirada. Fue hermoso, pero sólo
eso fue. Él, insatisfecho, vuelve a pedir: "quiero
estar cerca de ella". La magia los acerca, pasan largas
horas juntos. Él está en el cielo, pero sabe que
eso, todavía, es insuficiente. Vuelve a pedir: "quiero
poseerla a ella". Ella no tarda en entregársele,
ardiendo por el gualicho. Así, en pleno frenesí
amatorio, él se da cuenta
de que aún eso es insuficiente. Con excitación,
con terror, adivina la verdad. Vuelve a pedir: "quiero ser
ella".
El amor, en tiempos
de la cultura de masas, en tiempos
de la fotografía
y de la proximidad microscópica, parece
ser una variante de las formas superlativas y religiosas
de la adoración y de la devoción que habían
sido el tema
del romanticismo alemán o, luego y más acá,
del bolero. Atravesado por la tragedia de una cultura Disney,
nada va a venir a aliviar al enamorado.
Ella es menos real que el póster que amplía su cara,
o que la cinta que amplía su voz, o que el video que la
exalta y la agiganta. El objeto amado ha dejado de ser aquello
cuya impenetrabilidad, cuyo misterio, cuya distancia en suma,
cautivaban, fascinaban y hacían sufrir. Se ha convertido
en algo inmediatamente transparente.
Ninguna escritura entonces
va a ser capaz de operar la
magia de congelar a lo amado, y de resignar el amor, simulándolo.
La magia solamente puede ser explícita, masiva, fusionante.
Ningún signo, ningún símbolo, va a ponerse
en el medio, entre el enamorado y el ídolo, para aliviar
el ardor hiperrealista de amar y de desear. Algo tiene esto que
ver, quizá, con la fiebre metamórfica que arrasó
a Michael Jackson. El último, el gran enloquecimiento del
enamorado es ser aquello que ama. Ser arrastrado por un empuje
mimético a través de procedimientos mágicos
obsesivos: la cirugía,
la química, el maquillaje, la pose.
Los estadounidenses tienen, para esto, un nombre inquietante:
impersonator. Impersonators son clones; son las
legiones de adoradores de Elvis que se han convertido en Elvis,
que era un adorador de Elvis que se había convertido en
Elvis.
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