La imagen es una fascinación,
por sobre todo; casi el convite del desierto. De la imagen al
espejismo tal vez no haya
demasiado trayecto, porque la imagen no tiene historia. Lo que
se hace, normalmente, es proyectar en esa ilusión una biografía.
El pie de foto, digamos, que atrinchera un significado en esa
cosa que nos convoca y nos mira en silencio, la escritura
que arraiga una historia. Solos nuestros ojos y la imagen, se
da el prodigio de la ausencia de significación, y la virtualidad
de atribuir mil sentidos (o
mil historias) a
ese flash. Será entonces lo que queramos que sea (o que diga),
y participaremos entonces en una escena arrebatadora, porque también
seremos nosotros, por un instante, lo que queramos que ese espejismo
nos diga.
Dicho de otro modo, la imagen, borroneando la fragilidad búdica
del satori, está al borde mismo de la ausencia
de lenguaje, aunque se pulveriza sin la posibilidad del lenguaje.
Por supuesto, dentro del arrebato de la imagen hay que contar
la difundida vulgaridad de las muñecas inflables, creadas
al parecer para nuestro antojo. Sin embargo, como se sabe, esos
maniquíes tienen mucho de desconsolador, como se advierte
en Las Hortensias, el relato en el que Felisberto Hernández
tropezó, mezclando maniquíes con escritura, con
un nuevo tipo de autómatas
(heredados de la Olimpia
de Hoffman, pero a diferencia de Olimpia, desprovistos
de linaje).
Felisberto probablemente supiera que la vinculación de
los autómatas con la pesadilla es vieja como el mundo,
y que el empecinamiento de éstos por rebelarse es una
costumbre incluso menos abrumadora que la de contagiarnos su
docilidad. Los protagonistas del relato, Horacio y María
Hortensia, no habrán de tener hijos y están congelados
en las instantáneas que, noche a noche, les dan unas muñecas
mudas, que son como hijas, que son como hermanas, que todas las
noches -en vitrinas o en mitad de la cama- "relatan"
las historias que la pareja pretende que digan. Horacio y María
Hortensia, para decirlo de otro modo, todos lo días "se
hacen la película", porque el arte es en general
más seductor que la vida.
Todo podría seguir bien si las muñecas no fueran
tan seductoras, si, invencibles en su pasividad, no confrontaran
a Horacio y su esposa con el páramo del deseo. Tal vez
sin proponérselo, la pareja terminará por descubrir
lo más evidente; que ellos también son maniquíes,
manipulados por el silencio de sus Hortensias. Y sucede que esas
Hortensias -sordas, insondables- son un inmejorable recordatorio
de que hemos venido al mundo de la imagen para exprimirnos entre
trastos insaciables.
* Publicado originalmente en Insomnia
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