Superhembras,
supermachos
Hoy,
podría aventurarse, el hombre y la mujer han muerto.
Esta afirmación, como aquella del siglo XIX, "Dios
ha muerto", sólo se reconoce en un cierto contexto,
estableciendo ejemplos que la vuelven perceptible. Michel
Foucault
afirma que, si Dios ha muerto, también el hombre, o la
noción de tal derivada de la teología y el derecho
natural, ha muerto. El hombre, para Foucault, es una fantasmagoría
decimonónica, inscrita en el período que va desde
la muerte de Dios hasta que se advierte que resulta dependiente
de la divina y se derrumba en consecuencia. Nietszche escribió
que si Dios ha muerto, hay que encontrar una nueva posibilidad.
Tratar de dar color tanto a la crisis del "hombre"
como a la nueva posibilidad que se abre.
Resulta cuestionable referirse a la cultura gay, o queer,
primero porque no es homogénea, y segundo porque está
imbricada en un proceso que la rebasa -ya que componentes homoeróticos
traicionan la expresión o acusan la práctica de
muchos que sin embargo no reconocerían como propia la
etiqueta de gay u homosexual.
Pero
evoco sus dos grandes figuras durante las últimas décadas.
Estas son: a) el travesti y la "loca", de
un costado, con modales discretos o caricaturescos, reconocibles
como afeminados, y b) el homosexual supermacho, de bigotes, pelo
más o menos rapado, que "hace fierros" -se ejercita
con pesas- para desarrollar un contorno musculoso que luce a
través de ropa superjusta, atlética.
Estos dos exponentes apuntalan los polos debilitados del hombre
y de la mujer tradicionales. Su empresa es heroica: se distinguen
del conjunto de la población al defender, contra viento
y marea, algo que está en vías de desaparecer.
El gesto que encarna una u otra de estas dos figuras se vuelve
nostálgico, restaurador, "retro". Al enfatizar
lo femenino o lo masculino,
al crear mascarones de uno u otro polo, contrasta con la evidencia
de que estos polos van borrándose a partir de otras tendencias
minoritarias.
Podría
afirmarse que el homosexual, en tanto exhibe y sostiene estos
iconos tradicionales,
retarda su disolución, y lo mismo se vuelve el emblema
de algo que se disuelve.
Néstor Perlongher, en "La desaparición de
la homosexualidad" (1), traza un
ciclo de historia homoerótica, un período de alrededor
de cien años, desde que un médico húngaro,
Benkert, en 1869, inventa el término homosexual como mención
de una patología, hasta que, en años recientes,
los estragos del SIDA despueblan los ghettos gay de las ciudades
de Occidente. Entretanto, surgidos con gran fanfarria en los
años sesenta de este siglo, sobre todo después
de 1969 y el episodio de Stonewall, los movimientos de liberación
homosexual se apagan hoy, ya que la etiqueta parece privada del
impulso renovador que la caracterizó pocos años
antes.
Su
interés, como el de otros movimientos, estaría
agotado en tanto su salir a la luz ya tuvo lugar, en tanto la
liberación alcanzó un cierto éxito. El SIDA
no sería sino un ingrediente más en el desvanecerse
del homoerotismo como movimiento escandaloso, amenazador para
el consenso.
Lo que se manifiesta hoy sería más bien la tentativa
del homosexual a integrarse, fijado en una imagen tranquilizadora,
al conjunto de la comunidad. Los travestis constituyen un grupo
asimilado al ejercicio de la prostitución, mientras los
gay "masculinos", más papistas que el papa,
o más conservadores en su imagen que los heteros, se funden,
ya sea en el barrio como en el trabajo, con el conjunto de las
personas respetables.
La figura de la "loca", en el contexto rioplatense,
está representada por Molina, el protagonista de una novela
de Manuel Puig, El beso de la mujer araña. Si bien
esta obra apareció en 1976, después del estallido
y despliegue de los movimientos de liberación, y a pesar
de que entonces ya estaba en boga el ejemplar de gay supermacho,
el personaje de Molina corresponde a una estructura más
antigua, incrustada en otras décadas, la del gay
que habla en femenino, que se refiere a sí mismo como
si fuera una mujer, el gay "clásico"
y trágico, destinado a enamorarse de un hombre "verdadero",
un heterosexual quien, dado que prefiere "de verdad"
a las mujeres, no podrá amar a la loca, sino que la utiliza.
Ciertos homosexuales se abocan a construir los polos de los géneros
tal cual existían, o se supone que existían, en
el pasado. Arrastrados por esta aventura, los travestis moldean
el cuerpo mediante inyecciones y prótesis, o con rellenos
(falsies). Comprometen, en mayor o menor medida, el físico,
según el verso de Delmira Agustini: "Y yo
parezco ofrecerle/ todo el vaso de mi cuerpo". Pagan con
carne el ensamblaje artificial de un cuerpo de mujer o supermujer. Son las vestales
de un fuego casi extinguido, perfeccionistas en un arte que,
como el cultivo de una pura esencia, ya está siendo olvidado
por las mujeres mismas.
A ese
rol se inmmolan. Es una apuesta fuerte, y si en los años
jóvenes lucran prostituyéndose, me pregunto qué
les sucede cuando pasan a maduros o viejos. Otras elecciones
pueden variar por un corte de pelo o un cambio de ropa. Pero
el travesti que esculpe el cuerpo con las formas que supone deseables
es difícil que pueda echarse atrás. Sacrifica la
vida a una noción de estilo que no responde a una creación
original: es el calco de un modelo recibido, un diseño
de la moda que produce el aspecto de la mujer.
El travesti y el transexual son iconos neoclásicos, manifestaciones
de un canon conservador, la hipermujer que la moda inventa vis-a-vis
del macho, tan diversa de él como si se tratase de especies
diferentes.
Un aspecto de la dinámica de la moda, según James
Laver, es el grotesco o la exageración. (2) A un corsé que enfatiza la cintura
estrecha de la mujer sigue en la temporada siguiente otro que
la enfatice aún más. A un sombrero grande seguir
otro más extravagante hasta que esa línea de desarrollo
se agota y ocurre un vuelco, un cambio de dirección que
inviste otra zona del cuerpo, otro llamador erótico. A
partir de los sesentas se muestran, según la moda, más
que nunca las nalgas. El travesti se crea unas ancas y un trasero
notorios, desmesurados, esferoides destellantes que parpadean
como un semáforo.
El travesti exagera las señales de lo reconocible según
la moda. Es la contrafigura de un estilo que confunde los atributos.
Si un estilo en fuga lleva hacia lo desconocido, el travesti
al contrario regresa hacia lo obvio, al diseño completo
de la supermujer. Sigue una hipermoda, un estilo secundario que
mima y satiriza la moda. Sobreimprime, reitera hasta lo insoportable,
para los ojos cegatos de Mr. Magoo.
Lo
retro,
la nostalgia camp, invoca un pasado en que esos gestos
y esas formas tenían una supuesta vigencia, remite a una
generación anterior, a un pasado recreado y a la vez exagerado,
a una creencia - en la identidad de cada sexo - que resulta insostenible
en el presente. Un transformista que actúa en un club
gay elige para su canto simulado o lipsynching,
un repertorio de canciones inactuales. En los setentas canciones
de los cincuentas, en los noventas canciones de los setentas.
Cabe constatar sin embargo una disociación entre la imagen
creada (supermujer) y el rol que desempeñan los travestis
en relación a sus clientes. Con frecuencia, si no en todos
los casos, se les pide que posean a los hombres que les pagan.
Estos supuestos heterosexuales, a veces casados, buscan la experiencia
contraria a la que cumplen en su hogar o en la vida común.
Demandan que el travesti les proporcione la ocasión exótica
de ser penetrados. Les fascina el pene del travesti envuelto
en la apariencia de una mujer.
Quizá
esos clientes resulten intimidados por la figura de un hombre
"normal" y no se atrevan a confrontarla, mientras el
prostituto los inicia en oportunidades dos veces clandestinas.
Si, según Jacques Lacan, el hombre tiene pene pero la
mujer es el falo, en el sentido de que ofrece lo que no tiene,
el travesti ofrece lo que sí tiene, y se le paga por ello.
He aquí un milagro, una paradoja o disyunción entre
aspecto y práctica, como si invertir la señal y
la expectativa sirviese, al menos en ciertos casos, para excitar
más.
La segunda apuesta de los homosexuales, a partir de los setentas,
es la creación del supermacho. Es curioso que el auge
de esta figura haya ocurrido hace veinte años, después
que el estilo del rocker y del hippie (en los sesentas)
hubiera desmantelado, se diría para siempre, la imagen
de un hombre. El gay masculino es la figura inversa y
simétrica a la del travesti. Revela igual que éste
una nostalgia por la época en que los hombres eran "verdaderos".
Es, por lo tanto, y como el travesti, un icono de lo que ya no
hay, una creación neoclásica y conservadora. Se
obtiene por aumento de la musculatura mediante ejercicios de
pesas e ingestión de esteroides. Otras trazas de rigor
son el pelo rapado o corto, el bigote y la barba. Resalta el
vello del rostro, rasgo secundario del macho, mientras que se
elimina el pelo de la cabeza, como si fuera un patrimonio sospechoso
de femineidad.
Se
valora una actitud agresiva o brutal, con ribetes de S&M,
recalcada por una vestimenta que invoca al cowboy, o a
un encuerado motociclista, o más atrás, a soldados
u oficiales de la Segunda Guerra, o bien es un disfraz de policía.
Típicos de este aspecto, los dibujos de Tom de Finlandia
- quien experimentó la guerra del lado nazi - incorporan
a los contornos hipermasculinos ciertas líneas y detalles
de los uniformes militares alemanes. A partir de los cincuentas
y sesentas, los dibujos de Tom iluminan las publicaciones minoritarias,
desde los magazines porno hasta las revistas mimeografiadas
de ciertos grupos de activistas gay.
Pero aquí encontramos una nueva disyunción entre
aspecto y rol. Ya que muchos de estos clones o imitaciones del
macho juegan un rol sexual pasivo, o por lo menos vuelta y vuelta.
Su registro de voz, entonaciones y modales no siempre están
acordes con la imagen masculina que intentan proyectar. Aquí
encontramos un funcionamiento inverso y complementario al de
los travestis. En éstos, ya lo señalé, el
comportamiento sexual es con frecuencia activo. (Y no todos convencen
con su imagen tampoco, ya que se comprueban discrepancias entre
aspecto y gesto, maquillaje y voz, curvas femeninas y porte masculino,
uñas pintadas y manos demasiado grandes para una mujer,
y mil otros detalles.)
Es
sintomática la retención de un común denominador
para las dos figuras simétricas y opuestas de la homosexualidad:
es el término queen, reina. En el caso de los afeminados,
este término va de sí. En el caso de los "masculinos",
se le agrega una especificación: muscle queen,
reina con músculos. La figura del supermacho llega para
encubrir o negar, mediante una construcción, el desmoronamiento
del aspecto convencional del hombre operado por los hippies
y los rockers. Curiosa y reveladora en este sentido es
la evolución de Freddie Mercury.
Emergió
con una imagen glam derivada del rock psicodélico
y prima hermana de los New York Dolls: trajes de raso blanco
ajustados al talle, pantalones acampanados, pelo largo y maquillaje
le daban, en la primera mitad de los setentas, un porte equivalente
al de Steve Tyler, cantante del grupo Aerosmith, ambos sucesores
del Mick Jagger de la película Performance (1970).
El
nombre del grupo de Mercury, Queen, evoca el Gay Liberation
Front inaugurado en Londres al principio de esa década.
Entonces pudo parecer, por un momento, que el nuevo andrógino y la tendencia
gay coincidían. Pero más tarde Mercury se
transformó en una muscle queen. Pasó del
andrógino glam heredero de los sesentas a un hombrón
morrudo e hirsuto, de cabellos cortos y bigote, que exhibe los
biceps y los pectorales sobresalientes de una camiseta de breteles.
Murió de SIDA, uno más de los clones enfundado
en un rotundo cuerpo viril. Fuera del caso de este rocker
gay, el supermacho reinó en la música pop.
Village People fue un grupo discopop gay de Nueva York
que al fin de los setentas y principio de los ochentas cocinó
éxitos populares como "WMCA", sigla que designa
los gimnasios de la Asociación Cristiana de Jóvenes,
donde los homosexuales desarrollaban su musculatura.
Los
músicos de Village People recreaban cada uno una variante
de supermacho: uniforme de policía o ropa de obrero de
la construcción. Sólo uno de los cuatro componentes
no era clone: estaba disfrazado de indio, con tiara de plumas
y pelo largo. Pero este atuendo de carnaval no se confunde con
el transmigrar de elementos indios en el estilo del rocker
o del hippie de los sesentas. ¿Cuáles son
las razones del look clone macho de los gays? Una
parece ser la autoprotección.
Con su aspecto conservador, "garantizado", de hombres,
neutralizan el costado censurable, homoerótico, de su
práctica. Los vuelve más aceptables frente a los
heteros, a los cuales imitan, y aún sobrepasan. Aminoran
las molestias de la fricción y el rechazo, así
como el riesgo de perder ciertos beneficios, el trabajo y la
vivienda. Pero esta estrategia protectora no sería la
única razón. Estos gays tendrían
una fijación erótica masculina, pero, al revés
del afeminado que se limita a desear a los machos, los clones
fabrican, como una industria internacional gay, al macho
en decadencia o en vías de desaparición.
De
modo que si la loca era trágica en la medida en que no
podía ser correspondida por un heterosexual, los clones
se transforman, según el aspecto, en los propios machos
que desean. Este gay de la generación posterior
se produce a sí mismo, encarna como "verdadero"
hombre, ya que sus músculos y sus bigotes son reales.
Por más que salga del "closet", es decir, se
declare gay, suele disimular una parte de sí. Al
revestir el polo unívoco del hombre, borra o camufla el
costado pasivo de sus preferencias. Esto al nivel de la imagen.
No al nivel del comportamiento erótico (con frecuencia
inverso a la señal que emite con su disfraz).
Se me dirá que el utilizar una imagen para un cometido
diferente de aquél para el cual fue inventada es una innovación
que desplaza el importe de la moda y equivale a una invención
de estilo. Estoy de acuerdo en la medida en que se comprueba
un desplazamiento: el molde de la moda, aplicado a una mujer
biológica, obtiene un resultado diverso a la aplicación
de ese molde a un hombre biológico. El traspaso de atributos
secundarios no alcanza, salvo en casos de excepción, a
cubrir del todo las características viriles. El fracaso
parcial del intento expone un doble fondo al nivel del aspecto,
correlativo a la disociación entre imagen y práctica
y a un discurso humorístico acerca de ese doble fondo.
El travesti es una parodia de la femineidad, y el supermacho
resulta asimismo paródico, ya que la distancia entre imagen
y comportamiento, subrayada por otro discurso humorístico,
vacía el modelo de la masculinidad. En ambos casos emerge
un perfil de simulaciones, de presentaciones exageradas y paradójicas,
de farsa permanente, aludidas por el término camp, que
se asocia a la sensibilidad gay.
Pero también es cierto que, al caer o disolverse de a
poco, a través de otras derivas del estilo, los polos
del hombre y de la mujer, los chistes gay acerca de un
doble fondo se vuelven inanes, pierden filo y sentido. Lo cual
constata Perlongher: "Toda esa parafernalia de simulaciones
escénicas jugadas normalmente en torno a los chistes de
la identidad sexual, derrúmbanse - diríamos, por
inercia del sentido, con estrépito, pero en verdad casi
suavemente -, en un desfallecimiento general." (3) En definitiva, ¿a quién
le importa la simulación gay, cuando empieza a resultar
obsoleta por pérdida del modelo simulado, de la noción
misma de identidad sexual?
Notas
al Capítulo II
1 Néstor
Perlongher, "La desaparición de la homosexualidad",
en El Porteño, 12 de noviembre de 1991.
2 James Laver, Breve historia del traje y la moda, Madrid, Cátedra,
1992.
3 Néstor Perlongher, artículo citado.
* Este texto
es la primera parte del capítulo II de Arte andrógino:
estilo versus moda, libro de Roberto Echavarren (Montevideo:
Los libros de Brecha, 1997). También hay edición
argentina (Buenos Aires: Colihue, 1997).
.
|
|