Con obstinación de filatélicos o de pinchadores
de mariposas disecadas, a lo largo del siglo XX vencieron los
formalistas. Probablemente menos alejados de la verdad que los
defensores de los contenidos, y en general más sofisticados,
impusieron el eslógan de que, en arte
y literatura, "la forma es un
contenido". Podría achacarse a despropósito
o lesa distracción el recuerdo de esta falsa dicotomía
(dentro de la misma lógica
se podría establecer que el contenido es una forma) de no consignarse, además,
que el fin aquí es puntualizar que en general los formalismos
son yertos: la lectura entomológica
suele dejar de lado que, por sobre todo, el arte
es una fuerza.
En arte, en literatura,
hay un algo que se transforma a sí mismo y que, de agregado,
nos desestabiliza: satura nuestras valencias, nos transporta.
Así, como le explicara el hipócrita Ion a Sócrates,
la escritura (el arte) me rapta: por un momento somos
otro (cierto Homero,
decía Ion);
así la música, que nos enhebra y nos deja en suspenso
(suspendidos).
Nos desintegra, nos teledirije
a un paraje desconocido. A fin de cuentas, la categorización
del artista como hacedor
implica una negatividad. Al decir dialéctico y moderno,
la productividad transforma lo que había, lo estático.
Este hacer negativiza la materia, la desestructura, y reclama
por un nuevo estadio de recomposición. De ahí, acaso,
las equivalencias que heredáramos del griego y del latín
entre las formas de escritura y las huellas del arado.
Por afán de precisión,
sin embargo, acaso convenga derivar las equivalencias hacia ciertos
campos de magnetismo, que por supuesto tienen su análogo
bíblico: luz, tinieblas, escritura.
Es que una sola letra desestructura la ceguera, desencadena la
promesa de una sílaba, el relámpago - asordinado
aún - de una palabra que adviene. La reiterada cadena de
la escritura no es sino el tajante y contumaz
rompimiento de nada, de blanco, de materia sin sentido.
Con cada palabra que escribimos, que leemos, estamos rajando un
silencio o un sentido ya adquirido y procesado; es algo que se
nos agrega, que debemos asimilar, que nos secuestra: como el flujo
eléctrico, que ha roto una estática, la letra
nos desborda y desasosiega, produce una inquietud, azuza el nervio,
nos empuja hacia más escritura,
hacia un mar de grafos que miente sosiego.
Antes de ese rompimiento,
lo impensable. Tal vez el satori, balneario zen, un reposo iridiscente
que prescinde del lenguaje. El regreso a lo blanco.
Así, acaso, la excitación del nivel vibratorio de
los electrones que, cuando retornan, son luz. Como es sabido, todo es átomos
vibrando, energía. Y la escritura es ese flujo, una electrólisis
practicada algún día del que nunca tuvimos memoria
para que ciertos bípedos sin reposo tuviéramos mundo.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 113
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