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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 





ARTE - LITERATURA - FUERZA - FORMALISMOS - ESCRITURA - ARTE Y RAPTO -


Fuerza*

Amir Hamed
Con cada palabra que escribimos, que leemos, estamos rajando un silencio o un sentido ya adquirido y
procesado; es algo que se nos agrega, que debemos asimilar, que nos secuestra:
como el flujo eléctrico, que ha roto una estática, la letra nos desborda y
desasosiega


Con obstinación de filatélicos o de pinchadores de mariposas disecadas, a lo largo del siglo XX vencieron los formalistas. Probablemente menos alejados de la verdad que los defensores de los contenidos, y en general más sofisticados, impusieron el eslógan de que, en arte y literatura, "la forma es un contenido". Podría achacarse a despropósito o lesa distracción el recuerdo de esta falsa dicotomía
(dentro de la misma lógica se podría establecer que el contenido es una forma) de no consignarse, además, que el fin aquí es puntualizar que en general los formalismos son yertos: la lectura entomológica suele dejar de lado que, por sobre todo, el arte es una fuerza.

En arte, en literatura, hay un algo que se transforma a sí mismo y que, de agregado, nos desestabiliza: satura nuestras valencias, nos transporta. Así, como le explicara el hipócrita Ion a Sócrates, la escritura (el arte) me rapta: por un momento somos otro (cierto Homero, decía Ion); así la música, que nos enhebra y nos deja en suspenso (suspendidos).

Nos desintegra, nos teledirije a un paraje desconocido. A fin de cuentas, la categorización del artista como hacedor implica una negatividad. Al decir dialéctico y moderno, la productividad transforma lo que había, lo estático. Este hacer negativiza la materia, la desestructura, y reclama por un nuevo estadio de recomposición. De ahí, acaso, las equivalencias que heredáramos del griego y del latín entre las formas de escritura y las huellas del arado.

Por afán de precisión, sin embargo, acaso convenga derivar las equivalencias hacia ciertos campos de magnetismo, que por supuesto tienen su análogo bíblico: luz, tinieblas, escritura. Es que una sola letra desestructura la ceguera, desencadena la promesa de una sílaba, el relámpago - asordinado aún - de una palabra que adviene. La reiterada cadena de la escritura no es sino el tajante y contumaz rompimiento de nada, de blanco, de materia sin sentido.

Con cada palabra que escribimos, que leemos, estamos rajando un silencio o un sentido ya adquirido y procesado; es algo que se nos agrega, que debemos asimilar, que nos secuestra: como el flujo eléctrico, que ha roto una estática, la letra nos desborda y desasosiega, produce una inquietud, azuza el nervio, nos empuja hacia más escritura, hacia un mar de grafos que miente sosiego.

Antes de ese rompimiento, lo impensable. Tal vez el satori, balneario zen, un reposo iridiscente que prescinde del lenguaje. El regreso a lo blanco. Así, acaso, la excitación del nivel vibratorio de los electrones que, cuando retornan, son luz. Como es sabido, todo es átomos vibrando, energía. Y la escritura es ese flujo, una electrólisis practicada algún día del que nunca tuvimos memoria para que ciertos bípedos sin reposo tuviéramos mundo.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 113

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