Sobre el planeta
Tierra, en el más empalagoso de los silencios, un
millón de niños hoy son forzados a ejercer la prostitución
y otros 400 millones se resquebrajan trabajando. Sin embargo, la primicia
no la dan aquellos que los explotan sino los que comercian sus
fotos. Nada de qué alarmarse,
son los gruñidos del Ciberestado anunciado su nacimiento.
El
menor corrupto
Se abrieron
por fin las compuertas del averno para que, sodomizado sin amor por Saddam Hussein,
Satanás se haga con el
mundo. A Satanás, según cuenta South Park,
el largometraje animado, le llegó su hora porque, defendiendo
el vocabulario y la integridad de su infancia, dos viejos socios
y vecinos se han enemistado. En efecto, Estados
Unidos
acaba de linchar a dos comediantes canadienses, lo que desató
la guerra. Según las
fuerzas vivas (léase
madres) estadounidenses,
los de Canadá son de por sí inmorales que, por medio
de pedorreos y puteadas, corrompen a los menores. Basta ver que
sus comediantes, Terence y Phillip,
le han enseñado a una nación de niños, entre otras perversidades,
a entonar una cancioncita llamada Garchatíos, a
fabricar peligrosísimas antorchas de flato y a olvidarse
del decoro.
Pero, lamentablemente, no todo lo apocalíptico es ficción en estos tiempos.
South Park, animación agresiva y reidera, sólo
puede servir como tímida advertencia para lo que en realidad
se está dando, no en pantallas de cine y televisión sino en el sigilo
cultivado de las noticias de segundo plano. En toda la anchura
de la carne, el hueso y el ciberespacio es hora de dar
la alarma: en el primer semestre del año 2001 los canadienses
han sitiado al mundo y al deseo. Y el mundo real dejará sin
efecto la dulzura de la ficción: si, advertidos
de que asoma su hocico señorial el Enemigo, en el South
Park los niños tratan de salvar
al mundo a través de Internet, parecería
que ya no podrán porque, sin que nadie levante un dedo
para impedirlo, precisamente pretextando ciertos infantes de la
red
de redes,
y aunque usted se resista a creerlo, una criatura furiosa y devorante
territorializa los preliminares de su reino.
Como
toda criatura verdaderamente temible, sus movimientos son poco espectaculares
(aunque indeclinables,
a favor del viento del crimen). Es así que por efecto de
cierta ley aprobada en Ottawa,
usted en este momento puede estar convirtiéndose
en criminal apenas por desear, curiosear o caer
por accidente en un sitio de Internet. Conmovedoramente,
esta nueva legislación, no contenta con constituir en delito
la producción o publicación de imágenes "indecentes"
de niños, también criminaliza el acceso
cibernético. Quien deliberada o accidentalmente abra
una página de Internet que contenga pornografía infantil sería
castigado con hasta 5 años de prisión; quien la
produzca, desde cualquier rinconera del mundo, puede ser arreado
a una corte canadiense y ganarse 15 años entre rejas y
reclusos macizos y eréctiles. Hay quienes afirman que,
ni siquiera seguro en el inframundo, el polvillo deseante de los
señores Charles Lutwidge Dogson (alias Lewis
Carroll) y Vladimir Nabokov,
tembló con registro sísmico.
El
azul de la orquídea
En el reino de este mundo, como se habrá sospechado, Estados
Unidos
no irá a la guerra con Canadá; más aún,
se aliará con cualquiera para construir otro adversario
mayúsculo, llamado pornografía pueril. Por la
misma época en que Canadá legislaba (y detrás de la noticia
de que George
W. Bush
estrenaba su gobierno expulsando a 50 diplomáticos rusos,
acusados de espionaje) un funcionario de aduanas de Estados Unidos
reveló la existencia de un sombrío operativo, llamado
Orquídea azul. Se trata, según se promocionó,
de una operación de inteligencia
conjunta, rusoestadounidense, que tomó su nombre de un
sitio web que vendía pornografía infantil.
Tras asegurar que la operación tardó meses en arrestar
a nueve pornógrafos, los triunfantes investigadores promocionaron
la existencia de 100 mil sitios de Internet que hacen la delicia de los pedófilos. Elemental que,
por sobre todo, se trata de una operación terrorista: en nombre de una
inane empresa policial se encumbra Satanás, el porno de niños
por Internet. Una vez florecido el Enemigo,
todos seremos socios. Más aún, los héroes policiacos especificaron
que la operación binacional "en nada fue obstaculizada
por la medida del presidente Bush de devolver los diplomáticos
a Moscú".
No se precisa un intelecto como el de Sherlock Holmes para percibir
que, coincidentemente con el amago de Bush Junior de reiniciar
la guerra fría, como plegándose en una flor de papel,
comparece la novedad de que rusos y yanquis están en
verdad aliados contra un enemigo mayor que ellos mismos: la ciberpederastía.
Pero si mi querido Watson -ciudadano no canadiense- fuera un pederasta
de corazón y se quedara con lo superficial, la noticia
no le resultaría en nada alarmante. Por el contrario, tras
enterarse de Orquídea Azul, habrá cloqueado
de dicha, zambulléndose en el ciberespacio en busca de
los 99.999 sitios dedicados a su placer que permanecen
(y permanecerán)
intocados.
También habría sonreído cuando, balbuciendo
una defensa para la nueva ley antipedófilos, el ministerio
de justicia canadiense señaló la necesidad de "cubrir
una nueva tecnología -Internet- que
se está utilizando para cometer terribles delitos". El empaque ultrasonoro y catastrófico
de esta Santa Alianza contra el ciberpederasta es lo que, por
sobre todo con su exhibición, está escondiendo el
verdadero crimen.
Las reglas del crimen
Se estima
que hoy, en esa esfera impiadosa que llamamos
mundo,
por lo menos un millón de menores
son forzados a ejercer la prostitución (dos terceras partes de ellos
en Asia, el resto en América Latina y Europa). Este guarismo
casi sideral es de todos modos irrisorio en comparación
a la de 400
millones de niños que, en este planeta, se ven forzados
al trabajo
(todo el día
o part time). Sin embargo, esta cifra abrumadora, tan
desmesurada o casi como la bóveda de los cielos, encuentra
mucho menor exposición que un sitio de Internet con colorido nombre
floral. Para indagar en esta disparidad no hay más salida
que adentrarse en reglas literarias, porque el hecho es que la cuantiosa
humanidad infantil que está siendo explotada carece de
épica o, si la tiene, su sufrida jornada tiene menos cobertura
de medios que la de los nueve
señores implicados en Orquídea Azul.
Si se
le diera un poco más de importancia a lo que la ficción
dice acaso nos insultarían menos con estrategias pueriles
del mundo real. Por ejemplo, es elemental, Watson, que cuando
hace dos siglos Poe inventó el policial no creyó
que llegaríamos a tener el seso tan reblandecido por el
consumo del género que lo andaríamos leyendo al revés.
Fijarse nomás en que, si en "La carta robada"
nos mostró que lo que no se encuentra es lo más
visible, todavía seguimos buscando en lo oculto y olvidándonos
de la superficie. O que, en sus galácticas toneladas
de celuloide,
no importa si se trata de comedias o dramas históricos,
Hollywood se encarga, absorbente
y obsesiva, de producir policías: la línea que divide
una serie de televisión o largometraje
es la que distingue al policía del criminal. Sin embargo,
sería error reducir el fenómeno (siguiendo por ejemplo a South Park) al sustrato puritano
de Estados Unidos, o a la antiquísima
narración Disney en que antagonizan el
bien y lo maligno.
La verdad redonda es que el policial ha sido -precisamente porque es
celebración de otra cosa- la épica de los últimos
tiempos, que canta el crimen -no el pecado- para hacer necesaria
la policía, y con la policía, al Estado Moderno. Así
como con su batiseñal -y pretextando archivillanos- el
Comisionado Fierro convoca a Batman, el género produce al verdadero
violento, al encapuchado travestido de superhéroe. Y no otra cosa
sucede ahora, sólo que el supervillano se solapa con el
cibervillano o el pornocriminal. Orquídea Azul o
una ley canadiense son la ficción que reclama un larvado
encapuchado, un violento sin restricciones: el Ciberestado.
El terror como pandemia
Hijo del
terror de los estados
modernos, el inminente Ciberestado se gesta en la pavura frente
al Ciberespacio
(esa dimensión sin aguas territoriales, sin policía
ni códigos napoleónicos, con apenas dominios por
país).
Y debe contagiar el terror porque, como la de sus ancestros,
su marca de nacimiento es la violencia y la mafia (1). ¿Dónde
encontrar el vigor para erigirse como agente de una ley? Inventando
el cibercrimen. ¿Cómo encontrar delincuentes allí
donde es tierra de nadie, en tiempos en que se reivindica el derecho
a la privacidad y es unánime la sospecha sobre las generalizaciones?(2). Elemental como
siempre, encontrando un cibervillano, un indio malo del siglo
XXI que goce de unanimidad tan grande como criminal como la que,
por ejemplo en Uruguay, tuvieran (ver nota de Roberto Echavarren) los "bandoleros" charrúas.
Prefiguraciones
Para recordar
al neovillano bastaría recordar M, el vampiro negro, de Fritz Lang.
Allí, tanto policías como criminales compartían
el horror por un pederasta, al que llamaron Vampiro Negro y marcaron
en la espalda con una letra M. Peter Lorre, el señor M,
en apariencia un vecino afable que regalaba dulces a los chiquitos,
experimentaba hacia sí el mismo horror que los demás.
Como resultado, después de violentar a los infantes, para
silenciar su delito, los mataba.
En comparación con Gilles des Rais, empalador concienzudo
y multitudinario, el pederasta encarnado por Peter Lorre es timidón.
La diferencia estriba en que uno era un señor feudal -casi
un soberano, aunque terminó castigado- y el otro hijo -como
nosotros- de esa Revolución Francesa que, con lujo de literatura y grabados propagandísticos
(exhibiendo
cómo María Antonieta corrompía a su cría) buscó coartada
para guillotinar a un rey y a su consorte: una pornomoralina con
filo degollador que fabricó el estado burgués. Como
el charrúa de ayer, como los "indecentes" aristócratas
que, apenas anteayer, eran descabezados en el edulcorado matadero
del Terror, o Gran Terror, o Revolución Francesa, el cibervillano
no es más que esa figura sobre la que un estado balbuciente
tiene que inventarse a partir del ejercicio
sistemático y monopólico de la violencia.
Tanto el elemental Watson como su tía -la señora
Gregoria Watson- habrán advertido, a esta altura, que la
producción
casi fabril, pero en todo caso globalizada e infatigable de niños
de la calle
-de niños prostituibles-, en países asfixiados por
la miseria,
no ha sido criminalizada; esa producción, que se da en
términos reales (y
no virtuales),
no conmueve a los que sí se acobardan porque no pueden
controlar Internet. Por eso, por más
que los estados cuentan ya con leyes que fuera del mundo virtual
-es decir, en el lugar exacto donde se produce el crimen, o abuso,
o explotación- castigan con sus códigos penales
el abuso y explotación de menores, comienzan a figurar
el cibercrimen para prefigurarse como Ciberestado. Sobre la casi
impalpable interconexión de arrechos, cartas sentimentales,
puntos, comas, tildes y diéresis de la red de redes dejan
pendiente el filo ancho y ubicuo de la ciberguillotina.
El
pornoestado
Si se
corre el riesgo de que la ciberguillotina saje para siempre artes como Caperucita
Roja o Alicia en el país de las maravillas,
lo más inmediato ya se está dando, aquí,
de forma nada virtual. Como su antecesor el Estado, el Ciberestado
comienza por reclamar a sus niños, enajenándolos
de quien sea, merced a sus artilugios terroristas. Hay desde hace
ya un tiempo cierta conjura de empleados de casas de revelado
y el FBI para denunciar
a los fotógrafos "inmorales".
Como resultado inmediato del buchoneo de dependientes de mostrador,
padres que han fotografiado alegremente a sus hijos en la tina
de baño han terminado entre rejas(3). Como los denunciantes de la Revolución
Francesa, cómplices del Gran Terror, estos funcionarios
delatores ayudan a exterminar en nombre de los niños, en
nombre de la moral del Estado (en este caso, del pornoestado) a aquellos que
no encajan con los gustos de la nueva república, se trate
de indios, judíos que terminarán
con la osamenta llena de gas o papitos ansiosos por la instantánea
de su progenie.
Preocupados por una oruga, el ciberpornógrafo, están
dando el espaldarazo para la mutación que traerá
la Gran Mariposa Terrorista. Fomentan la sustanciación
del Gran Hermano pronosticado por Orwell que, por medio
de la diseminación del pánico (igual que un virus, hasta hacerlo pandemia) se prologa a sí
mismo(4).
Ciberelemental,
Watson
Jonathan
Swift era un crítico tan acerbo de su mundo que sólo
pudo ser consumido, en sus Viajes de Gulliver, como fábula
pueril, es decir, como relato para niños. Entre otras cosas,
para terminar con los niños hambrientos en Irlanda, en
cierto relato aconsejaba comérselos. Para terminar
con el Ciberestado, antes de que termine de sustanciarse, convendría
asumirlo como lo que es: un monstruo gigantesco, al que hay que devorar
en su propia coartada infantil. En última instancia, lo
del principio: el dedo que acusa al cibercriminal abre las compuertas.
Sodomizado sin amor, etcétera, etcétera.
Notas:
(1) Si ya clásicamente
Max Weber explicó que el estado moderno reivindicaba para
sí el monopolio del uso legítimo de la violencia
en un territorio determinado, más recientemente Charles
Tilly (en War making and state making as organized crime)
ha detallado que el estado nació como mafia, imponiendo
"protección".
(2) Tras 25 sesudos
borradores, el Consejo de Europa está hoy casi pronto
para firmar un tratado sobre Cibercrimen que cubre, por sobre
todo, la destrucción de datos o de hardware, el robo de
derechos y "la pornografía en línea infantil,
el robo de derechos y otros crímenes de Internet".
Los representantes de los 43 países que aceptaron el anteproyecto
lo calificaron como un gran paso hacia "la estandarización
de las leyes sobre cibercrímenes".
(3) Papá
y mamá pornopederestas, según se ha registrado,
pueden cometer el delito de poner en el lente de la cámara
a sus hijos desnudos sosteniendo una longaniza. O revelar un
rollo en que su nene y nena se han fotografiado entre ellos.
De ahí, a la cárcel estatal. En muchos casos, el
funcionario delator de un Walgreens o un K Mart, se convierte
en una especie de actualizado señor M. Ve, donde nada
hay, el crimen que, probablemente, quisiera ver cometido por
otro. Estos errores ya han desaguado en varias demandas legales
de los damnificados. Por más información, ver http://www.salon.com/index.html
(4) Quien frecuente Internet, y repase las páginas de
ciberactivistas, de defensores de los Derechos de Internet y
de libertad de expresión ya se debe haber achatado la
nariz contra cierto lema: "estamos a favor de todo menos
de la pornografía infantil". Se trata, casi siempre,
de los mismos que, sistemáticos, se oponen a ese proceso
de amortecinamiento planetario que tanto partidarios como enemigos
denominan "globalización". Ni a Watson ni a
nadie ha pasado inadvertido que los manifestantes de Atlanta,
Praga, Quebec, Buenos Aires o Génova ha comenzado a picarles
el bichito del martirologio y recurren nuevamente a la violencia
para enfrentarse a lo que consideran (y consideran bien) un proceso
asesino. Sin embargo, con ese desmarcarse tan característico
de aquellos políticamente correctos (con ese "menos"
la pornografía infantil), terminan afilando la Ciberguillotina.
Se dejan arrasar por el golpe simbólico -el encumbramiento
del cibercriminal- que se ha propinado, entre otras cosas, para
que no se confronten las razones de la ciberpederastía:
la materia que hace cada pliegue de la miseria y ciertos pujos,
tan antiguos como el deseo.
*Publicado
originalmente en Revista Crac, Nº 2 (Dicicembre 2001)
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