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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



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El caso de la legión de pedófilos y el niño cibercrimen*

Amir Hamed
Hoy, en esa esfera impiadosa que llamamos mundo, por lo menos un millón de menores son forzados a ejercer la prostitución. Este guarismo casi sideral es de todos modos irrisorio en comparación a la de 400 millones de niños que, en este planeta, se ven forzados al trabajo. Sin embargo, esta cifra abrumadora, tan desmesurada o casi como la bóveda de los cielos, encuentra mucho menor exposición que un sitio de Internet con colorido nombre floral. El hecho es que la cuantiosa humanidad infantil que está siendo explotada carece de épica o, si la tiene, su sufrida jornada tiene menos cobertura de medios que la de los nueve señores implicados en Orquídea Azul

Sobre el planeta Tierra, en el más empalagoso de los silencios, un millón de niños hoy son forzados a ejercer la prostitución y otros 400 millones se resquebrajan trabajando. Sin embargo, la primicia no la dan aquellos que los explotan sino los que comercian sus fotos. Nada de qué alarmarse, son los gruñidos del Ciberestado anunciado su nacimiento.

El menor corrupto

Se abrieron por fin las compuertas del averno para que, sodomizado sin amor por Saddam Hussein, Satanás se haga con el mundo. A Satanás, según cuenta South Park, el largometraje animado, le llegó su hora porque, defendiendo el vocabulario y la integridad de su infancia, dos viejos socios y vecinos se han enemistado. En efecto, Estados Unidos acaba de linchar a dos comediantes canadienses, lo que desató la guerra. Según las fuerzas vivas (léase madres) estadounidenses, los de Canadá son de por sí inmorales que, por medio de pedorreos y puteadas, corrompen a los menores. Basta ver que sus comediantes, Terence y Phillip, le han enseñado a una nación de niños, entre otras perversidades, a entonar una cancioncita llamada Garchatíos, a fabricar peligrosísimas antorchas de flato y a olvidarse del decoro.

Pero, lamentablemente, no todo lo
apocalíptico es ficción en estos tiempos. South Park, animación agresiva y reidera, sólo puede servir como tímida advertencia para lo que en realidad se está dando, no en pantallas de cine y televisión sino en el sigilo cultivado de las noticias de segundo plano. En toda la anchura de la carne, el hueso y el ciberespacio es hora de dar la alarma: en el primer semestre del año 2001 los canadienses han sitiado al mundo y al deseo. Y el mundo real dejará sin efecto la dulzura de la ficción: si, advertidos de que asoma su hocico señorial el Enemigo, en el South Park los niños tratan de salvar al mundo a través de Internet, parecería que ya no podrán porque, sin que nadie levante un dedo para impedirlo, precisamente pretextando ciertos infantes de la red de redes, y aunque usted se resista a creerlo, una criatura furiosa y devorante territorializa los preliminares de su reino.

Como toda criatura verdaderamente temible, sus movimientos son poco espectaculares (aunque indeclinables, a favor del viento del crimen). Es así que por efecto de cierta ley aprobada en Ottawa, usted en este momento puede estar convirtiéndose en criminal apenas por desear, curiosear o caer por accidente en un sitio de Internet. Conmovedoramente, esta nueva legislación, no contenta con constituir en delito la producción o publicación de imágenes "indecentes" de niños, también criminaliza el acceso cibernético. Quien deliberada o accidentalmente abra una página de Internet que contenga pornografía infantil sería castigado con hasta 5 años de prisión; quien la produzca, desde cualquier rinconera del mundo, puede ser arreado a una corte canadiense y ganarse 15 años entre rejas y reclusos macizos y eréctiles. Hay quienes afirman que, ni siquiera seguro en el inframundo, el polvillo deseante de los señores Charles Lutwidge Dogson (alias Lewis Carroll) y Vladimir Nabokov, tembló con registro sísmico.

El azul de la orquídea


En el reino de este mundo, como se habrá sospechado,
Estados Unidos no irá a la guerra con Canadá; más aún, se aliará con cualquiera para construir otro adversario mayúsculo, llamado pornografía pueril. Por la misma época en que Canadá legislaba (y detrás de la noticia de que George W. Bush estrenaba su gobierno expulsando a 50 diplomáticos rusos, acusados de espionaje) un funcionario de aduanas de Estados Unidos reveló la existencia de un sombrío operativo, llamado Orquídea azul. Se trata, según se promocionó, de una operación de inteligencia conjunta, rusoestadounidense, que tomó su nombre de un sitio web que vendía pornografía infantil.

Tras asegurar que la operación tardó meses en arrestar a nueve pornógrafos, los triunfantes investigadores promocionaron la existencia de 100 mil sitios de
Internet que hacen la delicia de los pedófilos. Elemental que, por sobre todo, se trata de una operación terrorista: en nombre de una inane empresa policial se encumbra Satanás, el porno de niños por Internet. Una vez florecido el Enemigo, todos seremos socios. Más aún, los héroes policiacos especificaron que la operación binacional "en nada fue obstaculizada por la medida del presidente Bush de devolver los diplomáticos a Moscú".

No se precisa un intelecto como el de Sherlock Holmes para percibir que, coincidentemente con el amago de Bush Junior de reiniciar la guerra fría, como plegándose en una flor de papel, comparece la novedad de que rusos y
yanquis están en verdad aliados contra un enemigo mayor que ellos mismos: la ciberpederastía. Pero si mi querido Watson -ciudadano no canadiense- fuera un pederasta de corazón y se quedara con lo superficial, la noticia no le resultaría en nada alarmante. Por el contrario, tras enterarse de Orquídea Azul, habrá cloqueado de dicha, zambulléndose en el ciberespacio en busca de los 99.999 sitios dedicados a su placer que permanecen (y permanecerán) intocados. También habría sonreído cuando, balbuciendo una defensa para la nueva ley antipedófilos, el ministerio de justicia canadiense señaló la necesidad de "cubrir una nueva tecnología -Internet- que se está utilizando para cometer terribles delitos". El empaque ultrasonoro y catastrófico de esta Santa Alianza contra el ciberpederasta es lo que, por sobre todo con su exhibición, está escondiendo el verdadero crimen.


Las reglas del
crimen

Se estima que hoy, en esa esfera impiadosa que llamamos mundo, por lo menos un millón de menores son forzados a ejercer la prostitución (dos terceras partes de ellos en Asia, el resto en América Latina y Europa). Este guarismo casi sideral es de todos modos irrisorio en comparación a la de 400 millones de niños que, en este planeta, se ven forzados al trabajo (todo el día o part time). Sin embargo, esta cifra abrumadora, tan desmesurada o casi como la bóveda de los cielos, encuentra mucho menor exposición que un sitio de Internet con colorido nombre floral. Para indagar en esta disparidad no hay más salida que adentrarse en reglas literarias, porque el hecho es que la cuantiosa humanidad infantil que está siendo explotada carece de épica o, si la tiene, su sufrida jornada tiene menos cobertura de medios que la de los nueve señores implicados en Orquídea Azul.

Si se le diera un poco más de importancia a lo que la ficción dice acaso nos insultarían menos con estrategias pueriles del mundo real. Por ejemplo, es elemental, Watson, que cuando hace dos siglos Poe inventó el policial no creyó que llegaríamos a tener el seso tan reblandecido por el consumo del género que lo andaríamos leyendo al revés. Fijarse nomás en que, si en "La carta robada" nos mostró que lo que no se encuentra es lo más visible, todavía seguimos buscando en lo oculto y olvidándonos de la superficie. O que, en sus galácticas toneladas de celuloide, no importa si se trata de comedias o dramas históricos, Hollywood se encarga, absorbente y obsesiva, de producir policías: la línea que divide una serie de televisión o largometraje es la que distingue al policía del criminal. Sin embargo, sería error reducir el fenómeno (siguiendo por ejemplo a South Park) al sustrato puritano de Estados Unidos, o a la antiquísima narración Disney en que antagonizan el bien y lo maligno. La verdad redonda es que el policial ha sido -precisamente porque es celebración de otra cosa- la épica de los últimos tiempos, que canta el crimen -no el pecado- para hacer necesaria la policía, y con la policía, al Estado Moderno. Así como con su batiseñal -y pretextando archivillanos- el Comisionado Fierro convoca a Batman, el género produce al verdadero violento, al encapuchado travestido de superhéroe. Y no otra cosa sucede ahora, sólo que el supervillano se solapa con el cibervillano o el pornocriminal. Orquídea Azul o una ley canadiense son la ficción que reclama un larvado encapuchado, un violento sin restricciones: el Ciberestado.

El terror como pandemia

Hijo del terror de los estados modernos, el inminente Ciberestado se gesta en la pavura frente al Ciberespacio (esa dimensión sin aguas territoriales, sin policía ni códigos napoleónicos, con apenas dominios por país). Y debe contagiar el terror porque, como la de sus ancestros, su marca de nacimiento es la violencia y la mafia (1). ¿Dónde encontrar el vigor para erigirse como agente de una ley? Inventando el cibercrimen. ¿Cómo encontrar delincuentes allí donde es tierra de nadie, en tiempos en que se reivindica el derecho a la privacidad y es unánime la sospecha sobre las generalizaciones?(2). Elemental como siempre, encontrando un cibervillano, un indio malo del siglo XXI que goce de unanimidad tan grande como criminal como la que, por ejemplo en Uruguay, tuvieran (ver nota de Roberto Echavarren) los "bandoleros" charrúas.

Prefiguraciones

Para recordar al neovillano bastaría recordar M, el vampiro negro, de Fritz Lang. Allí, tanto policías como criminales compartían el horror por un pederasta, al que llamaron Vampiro Negro y marcaron en la espalda con una letra M. Peter Lorre, el señor M, en apariencia un vecino afable que regalaba dulces a los chiquitos, experimentaba hacia sí el mismo horror que los demás. Como resultado, después de violentar a los infantes, para silenciar su delito, los mataba.

En comparación con Gilles des Rais, empalador concienzudo y multitudinario, el pederasta encarnado por Peter Lorre es timidón. La diferencia estriba en que uno era un señor feudal -casi un soberano, aunque terminó castigado- y el otro hijo -como nosotros- de esa Revolución Francesa que, con lujo de
literatura y grabados propagandísticos (exhibiendo cómo María Antonieta corrompía a su cría) buscó coartada para guillotinar a un rey y a su consorte: una pornomoralina con filo degollador que fabricó el estado burgués. Como el charrúa de ayer, como los "indecentes" aristócratas que, apenas anteayer, eran descabezados en el edulcorado matadero del Terror, o Gran Terror, o Revolución Francesa, el cibervillano no es más que esa figura sobre la que un estado balbuciente tiene que inventarse a partir del ejercicio sistemático y monopólico de la violencia.

Tanto el elemental Watson como su tía -la señora Gregoria Watson- habrán advertido, a esta altura, que la
producción casi fabril, pero en todo caso globalizada e infatigable de niños de la calle -de niños prostituibles-, en países asfixiados por la miseria, no ha sido criminalizada; esa producción, que se da en términos reales (y no virtuales), no conmueve a los que sí se acobardan porque no pueden controlar Internet. Por eso, por más que los estados cuentan ya con leyes que fuera del mundo virtual -es decir, en el lugar exacto donde se produce el crimen, o abuso, o explotación- castigan con sus códigos penales el abuso y explotación de menores, comienzan a figurar el cibercrimen para prefigurarse como Ciberestado. Sobre la casi impalpable interconexión de arrechos, cartas sentimentales, puntos, comas, tildes y diéresis de la red de redes dejan pendiente el filo ancho y ubicuo de la ciberguillotina.

El pornoestado

Si se corre el riesgo de que la ciberguillotina saje para siempre artes como Caperucita Roja o Alicia en el país de las maravillas, lo más inmediato ya se está dando, aquí, de forma nada virtual. Como su antecesor el Estado, el Ciberestado comienza por reclamar a sus niños, enajenándolos de quien sea, merced a sus artilugios terroristas. Hay desde hace ya un tiempo cierta conjura de empleados de casas de revelado y el FBI para denunciar a los fotógrafos "inmorales". Como resultado inmediato del buchoneo de dependientes de mostrador, padres que han fotografiado alegremente a sus hijos en la tina de baño han terminado entre rejas(3). Como los denunciantes de la Revolución Francesa, cómplices del Gran Terror, estos funcionarios delatores ayudan a exterminar en nombre de los niños, en nombre de la moral del Estado (en este caso, del pornoestado) a aquellos que no encajan con los gustos de la nueva república, se trate de indios, judíos que terminarán con la osamenta llena de gas o papitos ansiosos por la instantánea de su progenie. Preocupados por una oruga, el ciberpornógrafo, están dando el espaldarazo para la mutación que traerá la Gran Mariposa Terrorista. Fomentan la sustanciación del Gran Hermano pronosticado por Orwell que, por medio de la diseminación del pánico (igual que un virus, hasta hacerlo pandemia) se prologa a sí mismo(4).

Ciberelemental, Watson

Jonathan Swift era un crítico tan acerbo de su mundo que sólo pudo ser consumido, en sus Viajes de Gulliver, como fábula pueril, es decir, como relato para niños. Entre otras cosas, para terminar con los niños hambrientos en Irlanda, en cierto relato aconsejaba comérselos. Para terminar con el Ciberestado, antes de que termine de sustanciarse, convendría asumirlo como lo que es: un monstruo gigantesco, al que hay que devorar en su propia coartada infantil. En última instancia, lo del principio: el dedo que acusa al cibercriminal abre las compuertas. Sodomizado sin amor, etcétera, etcétera.

Notas:

(1) Si ya clásicamente Max Weber explicó que el estado moderno reivindicaba para sí el monopolio del uso legítimo de la violencia en un territorio determinado, más recientemente Charles Tilly (en War making and state making as organized crime) ha detallado que el estado nació como mafia, imponiendo "protección".

(2) Tras 25 sesudos borradores, el Consejo de Europa está hoy casi pronto para firmar un tratado sobre Cibercrimen que cubre, por sobre todo, la destrucción de datos o de hardware, el robo de derechos y "la pornografía en línea infantil, el robo de derechos y otros crímenes de Internet". Los representantes de los 43 países que aceptaron el anteproyecto lo calificaron como un gran paso hacia "la estandarización de las leyes sobre cibercrímenes".

(3) Papá y mamá pornopederestas, según se ha registrado, pueden cometer el delito de poner en el lente de la cámara a sus hijos desnudos sosteniendo una longaniza. O revelar un rollo en que su nene y nena se han fotografiado entre ellos. De ahí, a la cárcel estatal. En muchos casos, el funcionario delator de un Walgreens o un K Mart, se convierte en una especie de actualizado señor M. Ve, donde nada hay, el crimen que, probablemente, quisiera ver cometido por otro. Estos errores ya han desaguado en varias demandas legales de los damnificados. Por más información, ver http://www.salon.com/index.html

(4) Quien frecuente Internet, y repase las páginas de ciberactivistas, de defensores de los Derechos de Internet y de libertad de expresión ya se debe haber achatado la nariz contra cierto lema: "estamos a favor de todo menos de la pornografía infantil". Se trata, casi siempre, de los mismos que, sistemáticos, se oponen a ese proceso de amortecinamiento planetario que tanto partidarios como enemigos denominan "globalización". Ni a Watson ni a nadie ha pasado inadvertido que los manifestantes de Atlanta, Praga, Quebec, Buenos Aires o Génova ha comenzado a picarles el bichito del martirologio y recurren nuevamente a la violencia para enfrentarse a lo que consideran (y consideran bien) un proceso asesino. Sin embargo, con ese desmarcarse tan característico de aquellos políticamente correctos (con ese "menos" la pornografía infantil), terminan afilando la Ciberguillotina. Se dejan arrasar por el golpe simbólico -el encumbramiento del cibercriminal- que se ha propinado, entre otras cosas, para que no se confronten las razones de la ciberpederastía: la materia que hace cada pliegue de la miseria y ciertos pujos, tan antiguos como el deseo.


*Publicado originalmente en Revista Crac, Nº 2 (Dicicembre 2001)

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