La literatura también
tiene sus tópicos, clichés, lugares comunes o como queramos
llamarlos. Aparecen, normalmente, cuando el lector se empeña
en estudiar las obras literarias antes que
en sentirlas. Viene esto a cuento de una pregunta de una periodista
a un joven escritor a propósito de la publicación
de su novela. Enterada
la periodista de que había escrito una obra de aventuras,
sin pensárselo dos veces largó una pregunta que
no puede ser más tópica: "¿Por qué
cree usted que estas novelas están reservadas para un
público infantil y juvenil?". ¿Qué
podía responder yo sino que, en efecto son un tipo de
novelas para todos los públicos? Pero no porque estén
permitidas a los menores sino porque también las leen con enorme
placer los adultos.
Sin duda constreñir las obras de aventuras y de viajes, que lo uno
va con la otro, a una determinada edad es ignorar su verdadera
dimensión, su ubicuidad en todos los géneros. Sí,
porque al contrario de lo que se cree, los libros de aventuras
no constituyen un género, sino muchos;
o, mejor dicho, conforman y están presentes en todos ellos.
Lo mismo que sus protagonistas recorren procelosos océanos,
alcanzan las más altas cimas, vencen los desiertos más
inhóspitos, así las aventuras constituyen el pentagrama
sobre el que se han compuesto muchos y grandes relatos: igual la
historia de un gran amor que las peripecias de un pícaro,
así una novela corta pero intensa como una
picadura, caso de El corazón de las tinieblas,
como una interminable y tediosa novela bizantina. Voltaire (François-Marie
Arouet),
convirtió las aventuras (o
más bien desventuras) de Cándido (Cándido o el optimismo)
en
un alegato contra la filosofía del "Vivimos
en el mejor de los mundos posibles" que defendía
Leibniz.
Un autor como Joyce decidió
llevar a la práctica lo que, en su momento, debía
parecer una idea descabellada:
convertir en toda una odisea un día cualquiera de la vida
cotidiana de un personaje gris, y terminó por crear una
de las novelas que revolucionaron la Literatura. Pero si hay un personaje
que nació porque un día su autor decidió
echarlo al camino, ése es sin duda el Quijote. Cervantes coloca al
ingenioso hidalgo en los ásperos llanos de la Mancha y al lector
en camino de descubrir y hasta admirar esa parte de locura que
todos tenemos. Y ello mediante una de las aventuras más
prodigiosas jamás contadas.
Y podríamos seguir así, tomando un ejemplo tras
otro para demostrar que las aventuras, más que género, son un modo
de hacer literatura, una herramienta
de escribir extraordinariamente
útil con la que es posible llegar a todos sitios. Eso
no impide que entre esos múltiples propósitos uno
de los más comunes sea divertir y aleccionar al lector con el descubrimiento
de las maravillas de lejanas tierras. Pero esa intención
puramente novelesca, esa sistematización de la aventura,
surgió hace apenas dos siglos y caeríamos en un
error de apreciación si considerásemos que los
únicos libros de aventuras son los escritos
por Walter Scott, Julio Verne o Emilio Salgari.
Lo cierto es que las aventuras están presentes en la Literatura desde sus
mismos albores, cuando aún se desconocía la letra escrita. Aquellas
primitivas narraciones orales que precedieron a los
mitos tienen su raíz en las aventuras que vivieron algunos
hombres más audaces, más inquietos o, simplemente,
más locos que el resto de su tribu, primitivos exploradores
en busca de nuevas rutas, mentes inquietas que perseguían
ya por entonces, en la lejanía del horizonte, respuestas
a las preguntas que hoy todavía somos incapaces de responder.
Esa fascinación por lo desconocido no ha perdido vigencia;
todo lo contrario, hoy, como hace miles de años, seguimos
buscando la última frontera, que ahora
se sitúa en Marte. La búsqueda de lo que está
por llegar es uno de los sentimientos más fructíferos
de la Humanidad, porque la ha impulsado a ponerse en marcha y
le ha reportado multitud de beneficios en todos los ámbitos,
entre ellos la Literatura. De esa inquietud por encontrar
otros territorios, físicos y espirituales, nació
la epopeya, considerada
madre de la narrativa.
La primera epopeya y también la primera obra literaria
escrita que se conoce, el Poema de Gilgamesh, no es sino
un viaje en busca de
uno de esos territorios hoy aún no conquistados: la inmortalidad.
En esta obra de hace aproximadamente
4.500 años se da cuenta ya del mito del Diluvio Universal,
recogido más tarde en el Génesis. La Biblia tiene
también mucho de relato de aventuras. ¿Qué
es el éxodo sino un viaje
en el que se narran las peripecias de todo un pueblo en busca
de un destino común? El mismo camino que Moisés
y los suyos, pero unos siglos antes, recorrió el protagonista
de El cuento de Sinuhe, la historia de un funcionario
que debe huir de Egipto a Palestina para no verse mezclado en
una conspiración palaciega.
Si avanzamos un poco más en el tiempo, encontramos aventureros
en la misma base de nuestra civilización. Primero en Grecia,
donde Ulises, Hércules o Jasón se echan al camino
para cumplir altos cometidos. Luego en Roma, donde encontramos
a Eneas, ese hijo perfecto que cualquier madre (patria) querría tener. Aparecen
aventureros también en la literatura medieval, sobre todo
en tierras cristianas, desde los libros que hablan de los mitos
artúricos, hasta el Tirant lo Blanc, de Joanot
Martorell, pasando por el Libro de las maravillas de Marco
Polo, una obra más literaria que histórica,
por lo mucho de fantástico que posee. Otra gran obra que
podríamos calificar de "libro de aventuras"
es la Divina Comedia, aunque aquéllas transcurran
por territorios evanescentes. Muchos autores creen que Dante se inspiró
nada menos que en una tradición atribuida a Mahoma, según
la cual el profeta realizó un viaje nocturno o Isra, una
aventura que termina, nada menos, que frente al trono divino.
Y ya que hablamos de los árabes, hay que recordar que
su literatura medieval es bastante menos fecunda en lo que a
aventuras se refiere que la literatura cristiana. A pesar de
haber sido, y ser todavía en muchos casos, estupendos
comerciantes y, por tanto, grandes viajeros los árabes
han hecho poca literatura de viajes. Entiéndase: sus obras
clásicas repiten una y otra vez los mismos temas, que
tratan, básicamente, de asuntos de corta distancia; la
que media entre los labios de dos amantes, la que hay entre un
poeta y el rey que recibe sus loas o la que existe entre una
mano
que escribe
y un vaso de vino. No se puede decir que haya demasiados relatos
de aventuras. El lector se acordará, sin duda, de los
viajes de Simbad el marino. Pero Las Mil y Una Noches
no son más que una excepción que, además,
en lo que a aventura se refiere, bebe de fuentes indostánicas
o iranias, más que árabes.
Pero, retomemos el hilo de la Historia, superando ya la Edad
Media, para llegar al tiempo de los grandes descubrimientos.
En los siglos XVI y XVII encontramos, paradójicamente,
pocas novelas de viajes. No es ésta época de aventuras
literarias aunque sí de crónicas sobre el Nuevo
Mundo narradas en un estilo crudo pero apasionante por
quienes entonces conquistaban (o
arrasaban) paraísos
perdidos. Si en esa época, al menos en España,
se cuentan aventuras, éstas son las protagonizadas por
los pícaros, personajes que deambulan sin tregua por los
caminos, bregando con el hambre, el frío
y la negra miseria, enemigos peores, por reales, que aquellos
otros imaginarios contra los que pugnaban los caballeros andantes.
Visto así, podemos colocar aquí al Quijote, una
especie de antítesis del pícaro que, sin embargo,
sufre sus mismas vicisitudes. Quién sabe por qué
pero, durante esos dos siglos en que los europeos exploraron
la mayor parte del Mundo, la Literatura no hizo ni
la menor cuenta del filón argumental que suponían
las andanzas de quienes llegaban del Otro Lado del Mundo. Una
explicación de tantas sería que aquella Europa,
demasiado ocupada todavía mirándose el ombligo
en guerras continentales,
no acababa de comprender que esas otras tierras estaban esperando
ser descubiertas también para la Literatura.
Tuvo que llegar el siglo XVIII para que alguien supiera sacarle
partido a ese filón. Uno de los primeros que lo hizo fue
Daniel Defoe, un inquieto comerciante que se metió a periodista
para salir de la ruina económica. Y lo consiguió
gracias al testimonio de Alexander Selkirk, marinero inglés
abandonado en una isla del archipiélago de Juan Fernández,
frente a las costas de Chile, en 1704. Al poco tiempo nació
Robinson Crusoe y el arquetipo literario del náufrago.
Contemporáneo de Defoe es el irlandés Jonathan
Swift
autor de Viajes a varios lugares remotos del planeta,
obra más conocida como Viajes de Gulliver. Podemos relacionar
esta obra sin miedo a equivocarnos con las novelas de Voltaire,
que ya coloca a sus personajes en el Nuevo Mundo. Defoe, Swift
o Voltaire fueron algunos de los primeros escritores que incorporan
la aventura en primera persona a sus libros. Faltaba poco para
que llegaran las historias de piratas en la isla de la Tortuga,
de aventureros aguerridos que atraviesan continentes enteros,
de marinos que luchan contra la fuerza de las galernas en el
Cabo de Hornos o de pueblos salvajes comedores de carne
humana,
temas todos que acabarán por incorporarse al imaginario
colectivo occidental durante el siglo XIX.
Por primera vez los europeos comienzan a mirar más allá
de sus fronteras. La literatura de viajes experimenta un auge
sin precedentes. Coincidiendo con la irrupción del espíritu
del Romanticismo, muchos escritores recrean la Edad Media, la
Roma Imperial o el Egipto de los faraones y, en el caso que nos
atañe, comienzan a descubrir otros continentes y otros
pueblos, sus mitos, sus leyendas y, sobre todo, el lugar que
el hombre europeo ocupa, después de varios siglos de colonización,
en esos territorios ya no tan extrañas. Uno de estos aventureros
románticos es Stevenson. Su más genial novela recupera
el tiempo de los bucaneros y sus Cuentos de los mares del
Sur significan, en el fondo, una huida hacia delante desde
occidente hacia otra realidad incontaminada.
Pero la auténtica erupción de las novelas de aventuras
llegó después, en la segunda mitad del XIX, con
un recrudecimiento del colonialismo y en consonancia con una nueva
mentalidad positivista, mucho más prosaica que la romántica.
Coincide esta edad de oro de la literatura de aventuras
con nuevas exploraciones por el Pacífico y los Polos,
con mejoras en la navegación y, sobre todo, con la sistematización
científica de los descubrimientos. A esa segunda oleada
de descubrimientos se unen los escritores: en unos casos desde
su gabinete, caso de Emilio Salgari o Julio Verne, en otros,
viviendo en sus propias carnes la aventura, con autores como
Herman Melville, Joseph Conrad o Jack London.
El
auge de la prensa y las expediciones naturalistas sufragadas
por las numerosas sociedades científicas que florecen
entre los siglos XIX y XX disparó la demanda de aventuras
literarias, argumentos que hicieron suyos bien pronto las nuevas
artes y medios de comunicación de masas: La fotografía, el cine, el cómic y, por fin,
la televisión. Nació
así una variante de la aventura, la ciencia
ficción,
que hoy parece cada vez menos ficción, cuando vemos las imágenes llegadas de
Marte o conocemos cada día nuevas noticias sobre la clonación
de células humanas. ¿Hay tanta diferencia entre
el replicante de Blade Runner y Gilgamesh?
* Publicado
originalmente en el Nº 21 (enero-abril de 2004) de la Revista
El fingidor de la Universidad de Granada.
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