Recordado es uno de los argumentos con que Platón expulsa
de su ciudad ideal a los poetas: sabemos -es decir, Sócrates
sabe- que Dios es homogéneo y que, por lo tanto, a diferencia
de lo que dice Homero, no puede andar
mudándose, por ejemplo, en un toro. Por lo tanto, Homero
falta a la verdad y debe ser expulsado, a menos que se limite,
devoto, a componer himnos a la República.
También bastante
frescos los argumentos de los revolucionarios esclarecidos: si
el poeta no canta a favor de la revolución - o del triunfo
del proletariado, o de la inminente catástrofe del capitalismo
-debe llamarse a silencio o ser invitado al ostracismo. Los que
se creen vencedores -es decir los que aguantaron lo suficiente
como para ver el derrumbe del socialismo real- suelen recordar
esta argumentación para solazarse con las miserias del
vencido. Sin embargo, estos adalides, acaso sin darse cuenta,
suelen incurrir en el mismo argumento. Las reglas son las del
mercado, y el artista que no tenga al "público"
como meta está de antemano autoexiliado.
Estas tres variantes son
igualmente despóticas para con el arte:
sólo invitan a la tautología, lo cual contradice,
precisamente, el ergon de lo artístico,
que es la ceguera, la incertidumbre, el aventurarse a lo desconocido,
a los márgenes de la ilegibilidad (una
obra legible,
es decir, de antemano conocida por el público, como la
mayoría de las que pululan hoy en galerías, videocines
o librerías, poco o nada aportan en términos de
novedad y conocimiento. Alientan, por sobre todo, el afán
obsesivo del niño que insiste en que le cuenten, todas
las veces idéntica, la misma historia).
Hay quienes pontifican
que existen maneras "clásicas" de hacer arte,
como si fueran fórmulas inamovibles. Curiosamente, clásico es aquello que es digno
de ser imitado y, si se observa
con algo de detenimiento, resulta que lo único que los
clásicos se imitan los unos a los otros es en su afán
de rompimiento con lo establecido. Piénsese, nada más,
en ese monumento que hasta el día de hoy ni siquiera dio
lugar a género - que
trata de ser piadosamente encerrado bajo la fórmula "largo
poema narrativo" - conocido como Divina Comedia: un
toscano revoltoso y exiliado, insatisfecho con la omnipresente
Iglesia y su Dios que lo obligaba a escribir en latín,
decide ponerse a escribir en toscano. Cantará el mundo
subterráneo, el sublunar, el celestial; compondrá
una enciclopedia en endecasílabos que será conocida
como summa del saber de su edad edad - que el siglo dieciocho
llamó "media". Como la tarea era irrealizable
para cualquiera que quisiera partir desde el conocimiento, las
gateras de Dante fueron la ignorancia
y, en el primer terceto, nos advierte que ha perdido la "recta
via" y de ahí parte esa descomunal heterodoxia a la
que apellidaron divina.
Había perdido el latín y toda ortodoxia. Estaba
escribiendo algo nunca jamás escrito; porque a nadie imitaba
-ni siquiera escribía en la lengua de alguien-, podía
saquearlos a todos. Estaba en la posición exacta para
erigir uno de los más deslumbrantes mundos de occidente:
perdido de antemano.
Como nadie ignora, uno
de los fundamentos de su comedia
es la alegoría. La fundamental, al menos la que habría
que retener, es que para escribir es imprescindible extraviarse.
Es por eso que los artistas verdaderos nunca podrán acomodarse
a los platones de todas las horas. Tal vez porque sospechan que,
en ocasiones, Dios, bastante aburrido de sí mismo y de
sus adoradores monocordes, delira (delirar
no es más que "apartarse del camino") y muta
o se traviste en toro, en demonio, en
alpargata, en Stalin, en pajarito, en anfetamina, en travesti.
A fin de cuentas, narrar no es otra cosa: testimoniar el olvido
de sí, la perdición, el cambio.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 121
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