La poesía
comparte una soberanía y una debilidad: sus reglas (o necesidades) compositivas la convierten en un laboratorio
del lenguaje, del que se nutren, para renovarse, los demás
géneros. Incluso suele darse que estas obras, dada su
fuerza gravitacional, llegan a "fijar" una lengua (como ocurriera con el toscano de Dante o con el lunfardo del tango): la dispersión, connatural
al lenguaje, queda atrapada en el vigor de estas grafías.
En sus momentos fuertes,
el lenguaje poético
trabaja como una especie de "agujero negro" que succiona
la materialidad de la lengua de su época y , por consiguiente,
encuentra en su vigor el desamparo: los textos en que se almacena
el lenguaje se cierran sobre sí mismos y deben esperar
para ser recuperados. Cuando esto ocurre, es frecuente que escritores
como Mallarmé o Lautréamont,
congelados en su propia obra, requieran de colegas (como Leon Bloy, como Paul
Valéry)
que los rescaten de su borde; luego vendrán aquellos que
como Blanchot o Derrida,
a partir de este primer salvataje, renueven las líneas
del pensamiento. Puede ocurrir también que estas obras
alcancen un relativo fulgor y renombre en su época, para
luego quedar en una cripta. En el mundo hispánico, tal
vez el caso más espectacular haya sido el de Góngora,
quien -habiendo sido opacado por siglos- luego revierte en varias
de las más creativas poéticas castellanas del siglo
veinte. Su caso, bien observado, puede ilustrar un desvalimento
general de la crítica hispana y exhibir, a la vez, los
infortunios del lenguaje
poético cuando no encuentra una fuerte contrapartida
que la territorialice.
Octavio
Paz (El laberinto de la soledad) culpa, ya clásicamente,
a la Contrarreforma -que activó, en buena medida, el barroco- por la carencia
en que se mueven los escritores hispanoamericanos del siglo XX.
Ese "laberinto de soledad" habría sido ocasionado,
según Paz, por
el anacronismo de la metrópolis española: a diferencia
de lo ocurrido con la contrapartida sajona del continente (que disfrutó de los "progresos"
del inglés y del francés, de Descartes
y Berkeley en adelante)
la Contrarreforma habría impedido la llegada a las colonias
del pensamiento racionalista. Esta declaración de orfandad
es sólo parcialmente válida y merece ser complementada.
Es posible afirmar que Góngora, como cumbre barroca, estiró
y retorció el lenguaje de tal modo que hubiera sido imprescindible,
para recuperar la lengua de ese punto de agotamiento temporal,
una reacción de vigor equiparable.
Si el francés
tuvo en la poética de Boileau un antídoto para
liberarse del rococó y para amoldarse a las exigencias
del pensamiento racionalista, las poéticas españolas
dieciochescas (como la de
Fajardo), si bien
consiguieron sepultar a Góngora y al barroco, no lograron
generar un lenguaje más o menos consistente, tal vez,
hasta Bécquer -lo que no es decir demasiado-. Sin embargo
ya que la relación implica diálogo y el lenguaje
requiere permanentes reformulaciones, el argumento puede ser
revertido y la gentileza devuelta. En la tradición francesa,
el enérgico Boileau y su poética didascálica
se construyeron en normativa despótica y la lírica
recién y parcialmente se libera del retórico con
la poesía de Baudelaire, convertido así en referencia
infaltable de una modernidad.
A partir de sus textos,
la repetitividad iluminada del neoclasicismo encuentra una formulación
replicante y son sus versos, sin duda, los que transforman la
dicción, que gana una nueva tersura y se aleja de la declamatoria
en que la había encallado Victor Hugo. De ahí,
es probable, que los pensadores del "discurso" francés
del siglo veinte, para escapar, a su turno, de la tradición
cartesiana, se alimenten una y otra vez de la tradición
simbolista o de los arrebatos de Sade.
En castellano, la orfandad
del poeta es más evidente porque la crítica no
ayuda mayormente. Huérfana a su vez, en la mayoría
de los casos, perdida en su obsesivo mirarse en modelos europeos,
acostumbra repetir el error de territorializar y periodizarse
al revés. José Martí, Julián del
Casal o, entre otros, Rubén Darío, resolvieron
sus urgencias de contemporaneidad en una producción poética
que dio en llamarse "modernismo". El término
tuvo fortuna en Europa y quedó a la cabeza de las vanguardias, surgiendo de ahí
el "modernism" con que se engloba, entre otros, a escritores
sajones como T.S. Eliot o James Joyce.
En Hispanoamérica, el rompimiento con la escuela dariana
se llamó, muy naturalmente, "postmodernismo",
motivando que escritores como John Barth adviertan en Borges
un escritor del agotamiento "postmoderno". En los últimos
años, paradojalmente, es furor en alguna crítica
hispanoamericana -y en alguna producción literaria- el
autroproclamarse "posmoderna", sin advertir que celebran
una práctica que, además de tener una denominación
por demás provisoria, confiesa más de setenta años
de antigüedad.
La contrapartida -no menos controvertible- es la de descartar
cimarronamente toda producción crítica más
o menos novedosa y aferrarse a una "modernidad" no
menos europea. Esta vocación de autonomía indiscriminada
tiene sus raíces en el romanticismo y ha provocado confusiones
memorables, como la de rescatar a lo indígena en honor
de Rousseau o Chateaubriand, o la de festejar lo criollo siguiendo
el modelo del folk-loor alemán.
Tal vez esta dependencia sea una de las razones para que, en
general, no exista buena crítica de poesía. A la
inversa, hasta ahora los críticos y ensayistas decididamente
más creativos y menos dependientes de fórmulas
metropolitanas han sido, coincidentemente poetas; tal el caso
de Octavio Paz, de Lezama
Lima, de Borges y de
algún otro. Toda obra incluye una poética, que
muchas veces es implícita: para estos poetas, criticar
es explicitar sus necesidades.
Confrontados con las carencias del metatexto y la tarea de renovar
el lenguaje, estos escritores se desplazan hacia el lugar del
crítico y dialogan ellos mismos con los problemas que
deben resolver.
Dentro de este contexto,
el Uruguay presenta un
margen por demás peculiar. Siendo cuna de poetas como
Lautréamont, Herrera y Reissig
o Delmira Agustini, la crítica
ha tenido enormes dificultades para hacer con ellos la "composición
de lugar" imprescindible. De todos modos, el magnetismo
de los poetas fuertes ha generado últimamente, y de manera
casi automática, una nueva emergencia de textos que, como
en el caso de cierta prosa ensayística de Herrera
y Reissig, estaban inéditos (que
es el modo más contundente de no ser leído) o reclamaban una nueva mirada.
Es así que se compila un casi desconocido Herrera bajo
el título de El pudor y la cachondez, reaparece Jules
Supervielle en traducciones y en libro, o se reinscribe -aunque
tangencialmente- una figura como Susana Soca (que
parecía relegada a un limbo de la historia literaria uruguaya) en la Revista Iberoamericana.
Estado de emergencia que reclama un nuevo fichero crítico
o una recomposición de paradigmas.
Que un clásico
como Herrera y Reissig
no haya todavía visto del todo la luz parecería
sorprendente en un país que, desde mediados de siglo,
se jacta de tener una cultura literaria "crítica".
Lo cierto es que si Uruguay
ha dado críticos más que influyentes en el continente
cultural (como en el caso
de Angel Rama o el de Emir Rodríguez Monegal) no ha producido, sin embargo,
crítica afinada de poesía.
Al respecto, cabe remarcar
que desde Zum Felde hasta el día de hoy no se ha intentado
leer la poesía -ni la literatura en general- uruguaya
en sus rasgos familiares, es decir, no se ha leído el
cuepo poético como una tradición, como una discursividad
propia. Para explicar esta omisión es conveniente barajar
un par de hipótesis. La más obvia: mantiene aún
vigencia la inveterada costumbre de no discernir mayormente.
Es difícil establecer qué es bueno o malo en literatura;
sin embargo, es en poesía donde mejor se advierte la debilidad:
cuando carece de la solidez indispensable, la poesía se
transforma en una práctica bastante irrelevante y monótona,
se agota en el pleonasmo lírico y agoniza sin remedio.
En Uruguay, los pretendidos
oficiantes, a lo largo del siglo, se cuentan por centenas, y
el antipático y redituable arte de la discriminación
es técnicamente nulo. Ya en los sesenta, Rama y Monegal
denunciaban la carencia. El primero ("Ciento
ochenta años de literatura", 1969), definía los dos tomos de la
antología de Domingo Bordoli como "macarrónica"
y Monegal, por su parte (Literatura
de medio siglo, 1966),
se deleitaba en censurar las antologías previas por su
comprensividad. A todos lo que no lo hicieran, recordaba la práctica
desmedidamente eufórica e inclusiva de Julio J. Casal,
que diera lugar a cierto neologismo o novedad idiomática
: el "casalismo".
Es de lamentar que
tanto Rama como Monegal, cuando fueron llamados a escribir de
modo más o menos global sobre poesía uruguaya,
se dedicaron, mayormente, a periodizar. Por la época (1961)
un descorazonado maestro de críticos, José Bergamín,
al homenajear a Susana Soca establecía que Uruguay
generaba "los mejores y los peores poetas".
Demasiados pretendientes a lírico y excesiva irregularidad:
se podría sospechar que fue precisamente a partir de su
cotejo con semejante serie textual que Rama desarrolló
su inclusiva y casi omnívora técnica crítica
y que Monegal, a su turno, estilizó la ironía le
marcó la prosa.
El ojo que, con distancia,
se asoma a la tradición uruguaya no puede evitar la sorpresa
ante el descuido crítico. Tal el caso de Silvia Molloy,
que hace relativamente poco se preguntaba: "¿Se
habrá pensado suficientemente en el Uruguay como tierra
privilegiada de raros y precursores de veras originales? Piénsese,
más allá de Lautréamont (...) en Herrera
y Reissig, en Felisberto Hernández,
en Onetti, nombres a los
que debe añadirse, por la ruptura que marca, Delmira Agustini".
Qué lugar es ése que produce "raros"
y precursores. La rareza es apenas un resultado de la falta de
explicación. Tratar de dar cuenta de ese lugar o "tierra",
por lo tanto, ayudará a restarle a los escritores ese
calificativo ominoso -en el sentido freudiano- y a acomodarlos
en un nuevo margen, desde el cual su obra adquiera una nueva
legibilidad. Suscribirlos a ese margen peculiar -que elimine
su rareza o anomalía- equivale a reconocerles una filiación
diferente y, al mismo tiempo, a reacomodar los mapas desde los
cuales tradicionalmente se los lee.
Por tanto un territorio
que esté en condiciones de leer a estos escritores sin
"rareza" se debe redefinir a sí mismo. La historiografía,
como recordaba Michel de Certeau, implica una composición
o construcción de lugar, y sin esta composición,
como se sabe, son imposibles lo estados modernos: un lugar que
asimile a estos poetas completamente, que les reste su plusvalía
significativa, que los "normalice", debe construirse
una geología diferente, debe leer su tradición
de modo distinto, debe, en definitiva y fatalmente, proponerse
como otro país.
Márgenes
En literatura
-y en poesía sobre
todo- se podría hablar de un "verosímil"
de la lengua. Cuando un escritor se
inicia, cuando "hace sus primeras armas", suele tener
como puntos de referencia modelos cercanos. Se puede admirar
a Dante, pero la distancia lingüística, geográfica
y cronológica (en
definitiva, la irreductible lejanía en los contextos)
lo vuelve un modelo
inimitable para un escritor hispánico. Se lo puede tomar
como guía o lejano punto de referencia, pero no como un
maestro sobre el cual ejercer la imitatio competitiva que los
renacentistas ejercían con sus clásicos.
Los modelos más
próximos producen, en general, lo que Harold
Bloom denomina la "angustia de la influencia":
un escritor fuerte, para no verse "influido", para
construirse un margen creativo, debe "leer mal" a su
modelo. Se establece así un vínculo productivo
por el cual maestro y discípulo, precursor y sucesor,
van construyendo una "obra"
que mantiene puntos en común: así van ensamblando
una familia discursiva. Este "romance familiar" -al
decir de Freud- comparte, dada su proximidad, análogas
tensiones con el contexto: se conforma así la peculiaridad
discursiva, se ensambla el territorio diferenciándose
de los restantes.
En el caso hispánico,
la inscripción filial se intensifica, dadas sus particularidades
y se desmarca de sus contrapartidas europeas ya en el siglo diecinueve.
En tanto los románticos de Europa (salvo
excepciones como la de Victor Hugo)
se enajenaban de la sociedad burguesa de su época, los
poetas hispanoamericanos como Andrés
Bello se vieron en la necesidad de actuar como "fundadores"
de patrias y sus obras forzosamente se inclinaron a diseñar
lo que Benedict Anderson llamara "comunidades imaginarias".
Recién con la modernización periférica aparecerán
los poetas "marginados" en sentido análogo al
caso europeo. Si esto vale para lo hispanoamericano en general,
el registro platense, por su parte, merece ser entendido a partir
de otras coordenadas.
Es inevitable subrayar
con respecto a la literatura de esta zona, que el río
de la Plata, a partir de géneros poéticos origina
dos lenguajes. El siglo diecinueve asistió, en el Plata,
y más particularmente, en esta Banda Oriental, al nacimiento
del primer género netamente "hispanoamericano":
la poesía gauchesca. Es decir, nace con la independencia
o, como prefieren algunos llamarlo ahora, con la descolonización.
Ve la luz en el momento en que el territorio, en el orden temporal,
se delimita y separa con respecto al tiempo y al orden previos,
a la colonia. A comienzos del siglo veinte, cuando, en virtud
del interminable arribo de inmigrantes, el Río de la Plata
asistirá al nacimiento del tango. Estos dos lenguajes
hacen a una peculiaridad de la zona y se encuentran interrelacionados,
ya que, como ha mostrado Josefina Ludmer, el heteróclito
lenguaje tanguero hace eclosión en las orillas de
las ciudades, que son márgenes donde se conjugan la lengua
de los inmigrantes con el desafío heredado de la gauchesca.
El caso uruguayo, inclusive,
requiere un nuevo margen de distanciamiento, dado que, ya a mediados
del siglo pasado, se había consolidado una tradición
poética urufranca o franco-uruguaya, de la que ya participaban
Isidore Ducasse y Jules Laforgue, lo que equivale a decir que,
antes del modernismo, Montevideo había lanzado poesía
de ésa "cosmopolita" que Darío perseguía
(cuando tenga que encontrar
"raros" que lo legitimen, Darío rescatará
a Lautréamont).
Tres lenguajes, por lo tanto, son los que la escritura
genera y de los que se retroalimenta: desde aquí, por
tanto, podría comenzar a delimitarse la peculiaridad de
la literatura uruguaya. Sin embargo, ya cuando adjetivamos con
la palabra "uruguayo" nos toparnos con un problema
de compleja resolución. El territorio ensamblado por estos
lenguajes es por demás debatible: un clisé historiográfico
señala que Uruguay (producto
de un tratado de paz)
fue creado antes que los uruguayos. Territorio disputado por
brasileños y argentinos, en 1828 queda concertado como
independiente y en 1830 un texto, la Constitución de la
República Oriental del Uruguay, lo proclama soberano.
La adscripción de sus poetas a un territorio rotulable
como "uruguayo" es por demás complicada, dificultad
que se desprende de los siguientes dos ejemplos.
Pablo
Neruda señalaba
que "Montevideo, para recibir al Atlántico, junto
a sus inmensos malecones(...) ha levantado estatuas a sus grandes
poetas, los más graves, los más nocturnos y ciclónicos
de la poesía universal...: Lautréamont, Laforgue,
Herrera y Reissig, Agustini".
Si algo es discutible
en estos días es el carácter "universal"
de la Historia. Pero lo resaltable es que Neruda territorializa
a estos poetas a partir del gesto fundacional de Lautréamont,
que se definía como "montevideano". El otro
aspecto que conviene retener es que Montevideo es definida como
una playa u orilla, y que desde ahí se erigen estos poetas
a los que Neruda -como Molloy- no escatima "rareza".
Pero reducir el territorio a este exclusivo margen montevideano
tampoco es solución. Las apreciaciones, escritas desde
México, de un poeta "uruguayo" nacido en Tacuarembó
y criado en Rivera (esto
es, fuera de Montevideo)
como Eduardo Milán,
reclaman detenimiento. Estas consideraciones pertenecen a un
libro de 1989 (Una cierta
mirada) y repiten
desde otro ángulo el asombro de Molloy, con la ventaja
de aproximarnos a una conflictividad entre la producción
literaria y el territorio demarcado por la Constitución
de la República.
En primer término,
Milán se pregunta si existe en "América un
país especialmente poco poético, poco lírico"
y se responde afirmativamente que "lo hay: Uruguay.
¿Por qué un país tan hermoso, tan armónicamente
trazado, tan hecho a la medida humana, se niega a la poesía?".
Todas las preguntas,
todas las explicaciones posibles son insuficientes, pero a partir
del cuestionamiento Milán se va aproximando, por lo menos,
a una descripción, a declarar un estado de cosas. Partiendo
de una "carencia de origen", el argumento se sigue
de este modo: "La invención de un origen podría
pautarse por un llanto por lo que podría haber sido. Pero
para eso hay que transigir con la posibilidad del mito. Y el
pensamiento lógico cartesiano, tan afecto a la realidad
poética uruguaya, se niega a admitir mitos. A los verdaderos
escritores uruguayos les quedan dos salidas: el exilio interior
-Herrera y Reissig, Felisberto
Hernández- y el exilio exterior -Juan
Carlos Onetti-. En medio de la alternativa adentro-afuera
subsiste el pasmo, el insondable misterio, el asombro total de
que el Conde de Lautréamont y Jules Laforgue hayan nacido
precisamente allí, hayan abandonado el país adolescentes
y muerto muy jóvenes y prácticamente a la misma
edad en Francia. ¿Qué es esa extraña tierra
-llamada por el inglés William Hudson
"la tierra purpúrea"- que cuando no mata
a sus escritores adentro -matar es una metáfora de callar-
los persigue hasta matarlos fuera?"
La virtud del argumento
de Milán reside en que amarra la famosa rareza de sus
poetas: los pone en perpetuo conflicto con su "país".
Estos "nocturnos y ciclónicos" se confrontarían
con un discurso hegemónico, racionalista, y de ahí,
tal vez, su "gravedad". Esto no haría más
que trasponer al contexto de los "uruguayos" el argumento
de Theodor W. Adorno por
el que los poetas funcionan por rechazo o negatividad. Sin embargo,
una negatividad tan enfática con respecto al diseño
iluminista necesita alimentarse, también, de un fuerte
sustrato irracionalista.
Cuando se niega, también se afirma: las vanguardias,
salvo el dadaísmo que no logró escribir nada, propusieron
modelos alternativos: el superrealismo se alimentó en
Freud, en las culturas indígenas, en Lautréamont.
El gesto denegador de Nietzsche proponía
la doble afirmación: más allá del rechazo,
debería existir un suelo discursivo, un humus en el que
se "afirmen" las obras de Lautréamont, de Herrera
y Reissig o de Delmira Agustini. La hipotética rareza
de los escritores debe desplazarse, por consiguiente, al país,
al territorio, a los socavones mismos de la lengua que construye
al país y a estos "nocturnísimos" poetas
.
En este suelo heteróclito
es donde se recorta la capital Montevideo como una mampara o
muralla en combate permanente con discursos que le resultan bárbaros
o ajenos. El país "armónicamente dibujado"
que recuerda Milán es apenas un fruto de este siglo veinte
que entra en exacto desacuerdo con los sedimentos que fortalecen
a la poesía, que a su turno se enajena con respecto al
diseño capitalino. Montevideo levanta estatuas donde ya
no están -y no pueden estar- los negrísimos poetas
que asombran a Neruda.
La tragedia es la narrativa del
apartamiento: los cuatro poetas "ciclónicos"
mueren alejados del centro, a veces más que olvidados,
siempre jóvenes. Dentro de este desacuerdo entre el país
-historizado, reducido y compuesto desde la metrópolis-
y sus lenguajes más fuertes y negros, Montevideo conforma
el primer margen porque es el punto de inflexión para
una modernidad periférica muy singular. La capital, menos
que un lugar, ha sido el articulador traumático del pasaje
a la modernización. Un gozne chirriante que es el eje
fundante de la poesía uruguaya del siglo y, como se verá,
el margen en el cual, desde el inicio de la República,
refractan los ideologemas más fuertes, que han construido
el territorio y la cultura.
En 1920 Alberto Zum
Felde (Proceso histórico
del Uruguay) señalaba
que los intelectuales, radicados en Montevideo, tenían
una producción que entraba en abierto conflicto con el
territorio. De estas observaciones se puede derivar sin dificultad
la influyente formulación de Angel Rama en La
ciudad letrada (1985)
que para toda Hispanoamérica
traza un itinerario por el cual la escritura
letrada, diseñadora de ciudades, coloniza, más
allá de la urbanización, el territorio. Si bien
este argumento es difíclimente discutible en su sentido
general y comprensivo, otra cosa sucede en el caso particular:
arduamente ingresa la poesía uruguaya dentro de este marco
porque, para sus escritores, Montevideo parece funcionar, no
como un lugar continentador, sino como una barra separante, como
un margen o línea que, de por sí, los exilia. Y
este exilio parte del lenguaje
mismo con que los escritores se advierten a sí mismos.
Para Lautréamont, Montevideo era un significante de anclaje;
para Herrera y Reissig, a inicios de siglo, la palabra "uruguayos"
funcionaba como una interdicción, como una palabra que
lo volvía extranjero. En su famosa e hiperbólica
"Torre de los
panoramas", que era una buhardilla, Herrera se construía
un lugar con una advertencia: "Prohibida la entrada a
los uruguayos".
La fuga se da con respecto
al lenguaje y es ahí que Montevideo funciona como barra
excluyente y no como hogar. La
denominación "uruguayo" remite a una formación
exclusiva de este siglo -es decir, moderna- y se realiza en oposición
a otras como "oriental" o "cisplatino".
El término "uruguayo" constituye la marca en
el orillo del Estado moderno, batllista e independiente, que
se inicia con la centuria y que propone una delimitación
con respecto a las pretensiones que el Brasil o las Provincias
Argentinas tenían con respecto al territorio. El "uruguayo"
resultaría, de este modo, aquel continentado por el discurso
del Estado definitivamente dibujado desde Montevideo. A esta
palabra continentadora le correspondería el trazado armónico
que señalaba Milán, del que los escritores escapan.
Pero es imprescindible subrayar que es precisamente desde sus
significantes que el territorio delimitado por la Constitución
en 1830 inicia sus puntos de huida: la palabra "orientales",
con que se territorializaba durante el siglo pasado, deriva hacia
las provincias argentinas, y ahí el río Uruguay,
que saja el suelo, delimita una geología lingüística
de exilio: el margen oriental, el suelo escindido. A su turno,
como señala Gerardo Caetano, la palabra "uruguayos"
escapa hacia un afuera cosmopolita y europeizante. Estas contradicciones
encuentran su nutriente precisamente en el lenguaje y explican
de modo definitivo el anotado clisé historiográfico:
hubo "orientales" antes de que se inventaran los "uruguayos":
lo nacional aparece como un re-signarse.
En 1900, fecha que
se podría tomar como emblemática para la sobreimpresión
de un término sobre el otro, sugestivamente, Jules Supervielle
publica su adolescente poemario Brumes du Passé y Roberto
de las Carreras su escandalosa crónica erótica
"Sueño de Oriente". Ambos son libros de nostalgia,
que se desescriben uno al otro: remontan hacia un pasado en el
cual "orientales" remitía a otra discursividad.
En este sentido, ambas obras son lingüísticamente
titulares de un exilio con respecto al brumoso "oriental",
perdido en la modernización irremediable. La contrapartida
"uruguaya" y paradojal habría que encontrarla
en el Ariel, publicado ese mismo año por José
Enrique Rodó: la obra que habría de torcer el rumbo
modernista de Darío seguía un trazado francés
(formante de la lengua cultural) y recluía el erotismo
dentro de una espiritualidad dibujada hacia el afuera mediterráneo.
Si el novecientos uruguayo habría de producir una literatura
singular, en la que encalla el modernismo (ya
por la reformulación de Rodó, ya por Herrera, ya
por Delmira) que
ramificará, por ejemplo, en una lírica femenina
profusa y fuerte, es necesario discriminar la manera en que el
lenguaje se relaciona con el cuerpo. Es decir, si los escritores
se exilian o recluyen -como verfifica Milán- esto equivale
a proponer al propio cuerpo como instancia de afirmación
o de negativa: el lenguaje que los territorializa es el que se
propone como casa o como hogar donde para el cuerpo del escritor
que define si se aloja o se fuga.
El cuerpo
del Estado, el del territorio y el del escritor son lo que, a
través del un nuevo cuerpo, el del
lenguaje, entran en acuerdo o en disputa.
En su Historia de
la sensibilidad en el Uruguay, José Pedro Barrán
delimita dos sensibilidades: una pre-moderna, a la que denomina,
con alguna ironía, la "cultura bárbara",
imperante como modelo hasta 1860, y una sensibilidad posterior,
modificada por los aparatos de instrucción del Estado,
a la que identifica en la instancia modernizadora del "disciplinamiento".
El cuerpo se expresa con soltura y ludismo durante la época
"bárbara" y es víctima de constricciones
durante la modernización disciplinadora. Las obras del
novecientos, por lo tanto, se vertebran en una doble fuga o nostalgia:
por un lado, el consabido ensueño europeizante; por el
otro, dado el carácter de corte o barra separante que
tiene el Montevideo modernizador, hacia el pasado, hacia una
especie de subsuelo cultural en el que se inscribe la erótica
del "oriental".
En ambos pliegues de
la huida lo que se verifica es un alejamiento, por parte del
cuerpo, de la inscripición montevideana; en este sentido,
Montevideo, la capital, funciona malamente como "casa del
ser" (siquiera como
"hospedaje")
para el escritor uruguayo. A la inversa, configura un margen
desde el cual el escritor se evade, un punto de referencia del
que se aleja para construirse su propia y portátil "escena
de escritura". La erótica
es una inscripción del cuerpo
en la escritura: en el caso "uruguayo" el cuerpo
que escribe se evade de Montevideo. Si el novecientos destacó
por el erotismo de escritores como de las Carreras, Agustini
o Herrera y Reissig (entre
los más notorios),
los autores, por una u otra razón, debieron retraer el
cuerpo propio del comercio discursivo con la sociedad de su época:
la obra quedaría, entonces, como las "estatuas"
que refiere Neruda, como su efigie; el cuerpo se aparta hacia
otro, distante, escenario.
Esta disyunción
parte del conflicto de dos
cuerpos: el propio y el textual. Herrera proclamaba que iba
a "escribir para París", es decir que, si sustraía
su persona del funcionamiento más o menos cívico
de la ciudad, proponía el viaje compensatorio de la obra;
se enviaba en ella. Aquellos escritores cuya obra es fundacional
parecen no encontrar una continentación posible en el
dibujo del país: Eduardo
Acevedo Díaz, quien ayudó a territorializar
el Estado independiente con su ciclo de novelas históricas,
murió en Argentina, reclamando que su cuerpo no fuera
repatriado. Este tipo de sustracción de la anatomía
propia se mantiene en otro narrador que funda un espacio textual alternativo (Santa María) como es el caso de Onetti, quien mantuvo una tenaz resistencia
a regresar a Montevideo y muere finalmente en Madrid, en 1994.
Una vez más,
economía de la estatua: donde ingresa la obra como monumento,
se retira el escritor.
Este designio, por el cual el cuerpo se exilia de las coordenadas
del discurso dominante, podría, con matices, rastrearse
también en el caso de críticos como Rama y Rodríguez
Monegal. Algunos son escritores eróticos y otros dejan
de serlo, pero habría que precisar que las coordenadas
ya estaban debidamente ensambladas para 1900.
El cuerpo es una matriz
conflictiva que contrapone discursos. El clásico ideologema
civilización versus barbarie opera, precisamente,
sobre el cuerpo, pero eso no explica de por sí una literatura erótica.
Del mismo modo que es necesario entender las primeras e inocentes
provocaciones de Juana de Ibarbourou, y la afirmación
erótica de Idea Vilariño a partir del precedente
de Delmira Agustini, es preciso recorrer el trayecto que subyace
a un erotismo tan desbordante como el de esta revolucionaria
poeta. Es imprescindible, por lo tanto, abordar el subsuelo por
el que se resquebraja el disciplinamiento modernizador y por
el cual este erotismo se alimenta. Habrá que rastrear,
por lo tanto, el sustrato "bárbaro" que produce
tan desbordante literatura: al hacerlo, estaremos en condiciones
de comprender varias cosas. Por un lado, será advertible
que ya en el siglo pasado, fundantes discursos poético
construyeron a Montevideo como barra separante, y que es en esta
barra donde hace cuerpo o se materializa el conflicto entre lo
uruguayo y lo oriental, entre el residuo feroz que alimentará
los desafueros de Herrera y Agustini (como
en su momento lo hizo con Lautréamont).
Será entonces
claro que es a partir de la plusvalía que brinda el sustrato
"oriental" que podremos entender lo que para muchos
es perplejidad. Se podrá apreciar, en definitiva, que
la argumentada rareza o anomalía de la literatura de este
territorio es solamente el olvido de ese formante del "oriental"
del pasado, que generó y que es a la vez generado por
la literatura gauchesca, y que nuestro "uruguayo" comienzo
de siglo apenas logró reformular. La búsqueda o
nostalgia de la escritura
poética del siglo veinte será por tanto, menos
una búsqueda de orígenes existentes -como propone
Milán- que un reacomodo a la fundante tradición
de escribir en los márgenes de esos muros de Montevideo
que partieron, desde su fundación, el territorio en dos.
(sigue)
* Publicado originalmente en Orientales:
Uruguay a través de su poesía (Montevideo:
Graffiti, 1996)
|
|