H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ESCRITURA - LECTURA - LUGARES COMUNES - DUENDE - DESCARTES - JAMESON, FREDRIC - EL GIRO CULTURAL DEL CAPITALISMO - POLÍTICO MORTUORIO - ARTISTA - ARTE - FUENTES, CARLOS - DANTE - DIVINA COMEDIA - HERNÁNDEZ, FELISBERTO - BORGES, JORGE LUIS - LITERATURA - THE POLITICAL UNCONSCIUS -

El duende y los lugares comunes: observaciones sobre las virtudes políticas de la escritura*

Amir Hamed
Los malos poetas, decía Horacio, no son buenos para los hombres, ni para los dioses, ni para los libreros. Tampoco son buenos, quiero argumentar, para la política, para las humanidades y menos aún para la revolución. Los malos escritores (sean académicos o, aquí densas comillas, "poéticos" o "ficcionales") sólo amontonan lugares comunes


Cuando buscamos una respuesta rápida para dar, por ejemplo cuando desapareció un diente de leche de bajo una almohada, es lugar común recurrir a los duendes. Cuando pensamos en nosotros, en aquello que nos hace, no solemos apelar a duendes, pero sin embargo están insertos en el corazón de nuestro saber. Infinidad de tradiciones de pensamiento nos han hecho terminar con los duendes. El racionalismo, y también la Iglesia, los han denunciado como superstición. Sin embargo, no encuentro mejor ejemplo que un duende para explicar cierta peculiaridad de la buena escritura, que entiendo es beneficioso atender para escapara a la pesadilla de clisés y lugares comunes, de respuestas reflejas para dar cuenta del mundo.

En la tradición filosófica de occidente, el duende, claro está, puede ser homologado al daimon que inspiraba a Sócrates. También debemos entender que es ese margen, eso ominoso que se trata de alejar de todo razonamiento, pero que, como enseñara Descartes, es la alteridad que está en el corazón del individuo y del razonamiento. Es vieja como el siglo XVII la denuncia que hiciera el antijesuita Arnauld del Círculo Cartesiano. Ahí se exponía la circularidad inherente al razonamiento de Descartes. Si según el autor de las Meditaciones, para conocer que Dios existe debemos confiar en la idea clara y distinta de Dios pero para saber que estas ideas
(claras, distintas) son verdaderas, debemos confiar en que Dios existe y no engaña a los hombres, entonces, afirma Arnauld, aunque Descartes rechazara la magia, su prueba ontológica estaba basada en una palabra mágica y en la superstición de que las cosas pueden ser determinadas por ideas y pensamientos.

El hecho de que el famoso sujeto cartesiano, padre del racionalismo moderno, acuñado en latín para jesuitas, sea más bien hijo de una fórmula mágica no estorba un par de lecciones conmovedoras. Descartes es un escritor formidable. Ahí está, casi hamletiano, dudando metódicamente, del mundo, de sí mismo, titubeante, conjeturando posible el hecho de que en ese momento, como en el sueño, no se encontrara en realidad, a pesar de las certezas de los sentidos, junto al fuego, cobijado por su robe de chambre, escribiendo. Duda Descartes si ahí mismo, sosteniendo la pluma, el secante, la tinta, rasgando el papel, no estaría siendo embaucado. Dios
(optimum Deum, fontem veritatis) no puede engañarlo, porque es un buenazo, reñido con el timo. Queda entonces otro, supongamos, notable por lo poderoso, dice Descartes, notable por lo engañador, que me confunde. Porque ese me engaña, insiste, porque soy objeto de su fraude, es que no es dable la duda de que yo existo.

Dicho de otro modo, yo existo por ese otro, ese genio maligno, ese duende poderoso
(genium aliquem malignum) se toma la molestia de mentirme minuciosa, insistente, implacablemente, ahora mismo, mientras escribo. Yo soy, en última instancia, la intención ese otro de engañarme -me estafa, ergo existo. Ego. Yo soy, curiosamente, un individuo importante, porque ese ser poderoso se toma enormes esfuerzos por ilusionarme.

Aliquem. Y quién me engaña; el Diablo
(o diabolos, alevoso griego, el engañador), ningún otro. Y cuál es la función del Diablo en este mundo, entonces: ficcionalizar. Ese poderoso, que me da la existencia, ese fabulista enconado, ¿y si no existiera?, ¿y si no existiera la mentira, la ficción? Mejor ni pensarlo; ni siquiera existiríamos. Esto, claro está, es la versión de un megaduende, con un poder explicativo tan fuerte que ha terminado desarrollando un sistema de producción apabullante, incrustado en el corazón binario, por ejemplo, de las computadoras con que cada uno de nosotros ha producido sus ponencias para este congreso.

El duende político

Pero lo que me interesa reivindicar este trabajo no es la existencia o inexistencia de los duendes sino, sobre todo, la capacidad política del duende, con esto quiero decir, la capacidad política de la literatura y de las artes. Esto me llevará, por algún rato, a verificar lugares comunes, a repasar algo que podremos denominar lo político mortuorio y a regresar, sobre el final, a los duendes.

Como se recuerda, presionado por mareantes tiempos políticos, Stendhal, con error, alguna vez señaló que lo político en novelística era "un pistoletazo en un teatro". Esto era su forma de decir que la novelística, que en aquel su siglo XIX se centraba en la vida privada de los personajes, necesitaba eventos sonoros de la esfera pública para dar una dimensión política. Como se sabe también, este pistoletazo sirvió de pie a cierto tartamudeo, llamado The Political Unconscious, que en este país cuya capital que nos ha convocado a este congreso, gozó de cierto prestigio en esta misma institución que también nos convoca: la Academia.

¿Qué es el inconsciente político? El inventor de esta quimera, Fredric Jameson, lo barrunta durante cientos de páginas y trata de convencernos de su necesidad: según recuerdo, sería cierta armonía posplatónica, en la que la literatura, o la ficción
(ya que también recurre al cine) podría convivir con ciertos paradigmas neojungianos de Northrop Frye y la necesidad de leer la "sociedad".

Lo suyo es reacción a lo que, según Hans Ulrïch Gumbrecht, fuera el primer establecimiento de las Humanidades (que a inicios del del siglo XIX, en la Europa posrevolucionaria nacieran como tensión -señala Gumbrecht- entre el nivel normativo de la sociedad (como "promesa" de una sociedad futura, la sociedad ideal) por un lado, y la vida cotidiana por otro): el New Criticism, que estableciera la enseñanza y la práctica de una cierta cultura de la lectura. Esta reacción queda en claro cuando, en El giro cultural del capitalismo, volumen que ha gozado ya de triste celebridad en el mundo hispánico, Jameson se dedica al abordaje de eso que -traición nominal a un movimiento literario hispanoamericano- Occidente ha denominado "posmodernismo".

Dice ahí Jameson que "
parte de la resistencia que suscita [el concepto de posmodernismo] puede deberse a la poca familiaridad con las obras que abarca, que pueden encontrarse en todas las artes: la poesía de John Ashbery, así como la poesía conversacional que surgió de la reacción contra la compleja poesía modernista académica en los años 60; Andy Warhol, el arte pop y el fotorrealismo; en música, la importancia de John Cage pero también la síntesis posterior de estilos clásicos y "populares" en compositores como Philip Glass y Terry Riley, y también el rock punk y new wave; en el cine, Godard -cine y videos contemporáneos de vanguardia-, así como todo un nuevo estilo de filmes comerciales o de ficción que tiene su equivalente en las novelas contemporáneas, desde las obras de William Burroughs o Thomas Pynchon a la nueva novela francesa".

En primer término, una precisión que creo a los aquí presentes no escapa: la resistencia se da
(a pesar del estilo impersonal que maneja) sólo en el oído de Jameson, alguien que se pretende marxista pero se formó y por décadas sólo entendió esa cultura de élite (ese programa de lecturas obligatorias que aprendió y reiteró durante décadas y que ha perdido vigencia); más aún, lo que también es una precisión obvia; si bien El giro cultural del capitalismo tiene la intención loable de recuperar una negatividad y capacidad crítica para el arte -y la lectura- resulta descorazonador que la mayoría que hacen a ese emporio listado por Jameson -quien pretende hablar de un fenómeno actual- en caso de no haber pasado a mejor vida se encuentren a disposición de la chata geriátrica. Lo que era el "inconsciente político", a nivel programático, se revela como "político mortuorio".

Esto político mortuorio, a fin de cuentas, es el resultado del procedimiento nada artístico de Jameson de pretender escribir no "de", sino "sobre". No en atmósfera sino "desde" la academia. No desde el mundo sino desde la institución: el carácter de antemano mortecino de cualquier emprendimiento de Jameson está en su voluntad conciliatoria, en ese tratar de inscribir en su discurso un siglo de psicoanálisis, en vez de dejarlo de lado. En querer estar a la page, cuando acaso le fuera más favorable el anacronismo, la crasa ignorancia, o enfrentarse al mundo tal cual es.

Lo que resulta de aquí es el colmo del anacronismo. Si Jameson desde un principio reivindica una inscripción marxista, lo cierto es que procede a la inversa de lo que hiciera el maestro. Si Carlos Marx anunciaba, con entonación gótica, el itinerario de un avasallante fantasma por las callejuelas de Europa, él mismo era la urdimbre ectoplasmática del espectro; si Jameson pretende hablar de posmodernidad, la misma hace rato se disipó en las incertidumbres del tercer milenio. Jameson
(lo mismo que la mayoría de sus colegas) puede hablar de esos objetos una vez convertidos, como la poesía de Ashbery o las disonancias de Godard, o de Cage, en canónicos, es decir, una vez ingresados a la Academia como piezas de museo.

A diferencia de un hombre práctico al servicio de la revolución, como Marx, Jameson no puede sino transmitir melancolía. Por eso señala que "la desaparición de algunos límites clave, sobre todo la erosión de la antigua distinción entre la cultura superior y la así llamada cultura de masas o popular" es "tal vez lo más inquietante desde un punto académico, que tradicionalmente tuvo interés en preservar un ámbito de cultura superior contra el ambiente circundante de filisteísimo y kitsch".

¿Qué puede decir Jameson, entonces, sobre estas artes? Que van a "referirse de un nuevo modo al arte mismo; más aun (...) uno de sus mensajes esenciales implicará el necesario fracaso del arte y la estética, el fracaso de lo nuevo, el encarcelamiento del pasado". La tardanza parece ser la marca de las reflexiones del señor Fredric, ya que fue como todos sabemos en los setenta que su colega John Barth, al empujar el término "posmodernidad" se fijó en la obra de Borges, que había sido compuesta en los cuarenta.

El "giro cultural" del que quiere alertar Jameson es en rigor casi tan viejo como la rueda y el hipotético fracaso de una modernidad y de cierto modernismo tal vez remita tan sólo al anquilosamiento de una de sus instituciones, la estética
(disciplina de la que prescindieron, afortunados, Sófocles, Quevedo, Rabelais, Shakespeare o Cervantes, porque ésta habría de llegar recién en el siglo XVIII, para apuntalar buena parte de lo que serían las Humanidades). En definitiva, lo que no se resigna a conceder Jameson es que una cosa es el arte, o la "obra", o la "voz", y muy otra la institución que lee o, si se prefiere, escucha.

Hubiese sido más conveniente para Jameson que, en vez de recurrir a un amontonamiento de aparato crítico con el que quiere conciliar, hubiese alquilado un duende que lo engañara o socráticamente le hablara al oído. Lo cierto es que no hay forma de ser político si se está elucubrando sobre objetos culturales a condición de que éstos ya estén, al menos parcialmente, fenecidos. Esto es una operación, nada más, de rejunte de clisés, de lugares comunes. En oposición a este procedimiento, toda la tradición que hereda Jameson la debe a pintores de la vida moderna, como Baudelaire, como Marx, periodistas si se quiere: individuos plantados frente a su momento, en ambiente, incidiendo frente a los ruidos de la ciudad, al murmullo del duende que ya se está transformando en otra cosa. Dicho sea de paso, excelentes escritores.

Los malos poetas, decía Horacio, no son buenos para los hombres, ni para los dioses, ni para los libreros. Tampoco son buenos, quiero argumentar, para la política, para las humanidades y menos aún para la revolución. Los malos escritores
(sean académicos o, aquí densas comillas, "poéticos" o "ficcionales") sólo amontonan lugares comunes. Hay un fiambre muy curtido en Brasil, llamado "presunto". Es un rejunte de varios fiambres. El fiambre, según mi entender, es análogo al clisé, al lugar común. El presunto es lo que, hasta el presente, me ha resultado más cercano a cualquier libro de Fredric Jameson.

El duende de la revolución

Más allá de los pormenores de esta Academia que nos convoca, como todos sabemos, hay un punto en que fue interés de las Humanidades, en el mundo latino, y también latinoamericano, como Ciencias Sociales. Eso ocurrió hará unos cuarenta años, cuando "revolución" era la palabra ubicua y grandilocuente, que recorría desde las guaridas procomunistas y procubanas, hasta los recitales de rock en los que se repetía a John Lennon. Se pretendía mediante esta incripción -como recuerda también Gumbrecht- recuperar funciones sociales concretas. Un emprendimiento faraónico cuya consecuencia ha sido del gran decretazo de la muerte. Uno tras otro se han ido muriendo entre nuestros brazos el sujeto, las macronarrativas, el socialismo real, la teleología de la historia, las artes, los teóricos posmodernos que, en su mayoría, tuvieron muertes sórdidas o violentas.

Lo que quiero mostrar, a partir de aquí, es que en esta cámara mortuoria lo que convendría es respetar lo que desde siempre nos ha enseñado la buena escritura, y el buen arte.
Que es hora de "oír" lo que el entorno "dice" y no lo que le queremos "hacer decir" y que todo lo que tiene de político un hecho artístico o literario, lo que tiene de revolucionario es decir la verdad. No estoy hablando, por supuesto, de la verdad absoluta sino, sencillamente, de "esa" verdad que han defendido los grandes escritores
(se llamen Lenin, San Agustín, Foucault, Nietzsche o Dante): esa, que es su verdad reactiva (la verdad que dicta el duende).

El problema es que algunos de estos "grandes", si se los repasa, han estado enfrentados. Unos trazan un Macrodiscurso, para rechazar otro Macrodiscurso. Otros, menos pretensiosos, solamente consignan el murmullo del duende. Unos cuentan con un duende revolucionario, otros, como espero se vea, con un duende lumpen. De alguna forma, el duende comparece como respuesta a una disonancia. A algo que el buen artista acaso no pueda expresar de otra forma que bajo una representación artística. Pero que es su forma de reaccionar y, en muchos casos, de revolucionar.

A la hora de impulsar revoluciones, hay algunos que son tan lúcidos como Marx y Engels y descubren que lo que es de utilidad es verdaderamente el buen artista, aunque fuera del arte, éste se manifieste reaccionario. Por eso, sabían que Balzac, un legitimista, era más provechoso para la revolución sencillamente porque era mejor escritor y que, por lo tanto, no podían dejar de dar cuenta de la "verdad": la crisis y decadencia de la burguesía. Siguiendo a Marx, la virtud del intelectual revolucionario
(su duende, digamos, lo que los distingue y hace de éste o ésta lo que es y no otra cosa).

Pero el fervor maniqueo de las revoluciones
(y de sus cronistas, en general predicadores tajantes como todo avatar de Savoranola o tan anacrónicos como Jameson) suele atender solamente a la "figura de la hora". Se puede decir que las revoluciones son el gran teatro, que se construye para que la figura, en su instante, comparezca para proclamar su voz llena de furia y de sonido, justo antes de incendiarse. Las revoluciones pueden ser básicamente políticas, o culturales, o crasamente artísticas. Pueden ser, también, intencionales. La hora puede capturar a su agente casi por error, y dejarlo de lado.

Por ejemplo John Lennon, cuando estipuló que previo a Elvis
(quien ya estaba perdido en Las Vegas) nada había, estaba él mismo a punto de desvanecerse entre los repliegues japoneses de Yoko Ono (habría de emerger, tenuemente, un tris antes de que una bala lo transformara en una cacerola de sangre). Y en cuanto a Elvis, hasta el agotamiento se ha repetido que el chico de Memphis se perdió, que abandonó su gran revolución pelviana por películas baladíes y baladas edulcoradas. Que Elvis fue el de los cincuenta, el adelantado del rock and roll previo al gorro militar y que el resto -es decir, su resto- poco importa.

Lo que sucede es que, como rescate a la fugacidad de los que alzan la voz justo antes de que les bajen el telón, las revoluciones genealogizan sus precursores, figuras a menudo pulverizadas por esa misma fuerza que han desencadenado y que quedan reducidas a esa otra exigencia de los revolucionados: el martirologio. Así se buscó hacer de Elvis -quien cuando la gran explosión del rock and roll estaba exiliado en Las Vegas, cantando como un canario obeso y patilludo- un mártir de su manager, el Coronel Parker. Pero como ni los martirologios ni las revoluciones son el arte, lo cierto es que, como artista, Elvis nunca fue más grande que allí, cuando hinchaba los flecos del pecho para delicia de señoras platinadas y se retiraba, embalsamado en su propia leyenda, sin gritar Revolution sino Glory, glory aleluya.

En algunos de esos viejos recitales se puede percibir que estaba tocado por el duende -del arte-: en ellos se hace visible que Elvis cantará un poco más pero que, fatalmente, habrá de aniquilarse. No en vano -a despecho de cualquier periodización historiográfica- la imagen de Elvis que perduró y que reiteran como apóstoles vencidos miríadas de imitadores fue la de su ocaso público
(la de su esplendor artístico).

De todos modos, es preciso consignar que la del mártir es una figura benévola ya que, como se sabe, los revolucionarios modernos acuñaron otra moneda para aquellos que carecen de conciencia revolucionaria: el lumpen, aquel por definición traidor a las expectativas de los que revolucionan. Pero, por el contrario, se podría pensar que se necesita una buena dosis de lumpenaje -o de falta de conciencia ortodoxamente revolucionaria- para desencadenar grandes fenómenos culturales.

Se podría balbucear aquí un ocasional elogio de la traición: el artista, por devoradora fidelidad hacia su propio arte, suele ser traidor hacia su entorno, hacia lo que esperan de él, hacia lo que otros le exigen. Es revolucionario a pesar de sí, sencillamente porque escribió, cantó, compuso o pintó lo que debía escribir, cantar componer o pintar. Porque se salió de ciertos lugares comunes. Quisiera poner ahora un par de ejemplos literarios. Por un lado, el de un narrador en términos generales políticamente correcto: por el otro, el de uno que podríamos llamar políticamente "impresentable". Me interesan aquí porque podrían verificar una hipótesis: que el artista bueno suele distinguirse del mediocre por cómo maneja los lugares comunes.

Carlos Fuentes y Felisberto Hernández
(un militante de la derecha extrema) lidiaron a través a través del relato breve con la sociedad de consumo: el mexicano cuenta una pantagruelada en la que la fascinación por los productos descartables y el hiperconsumo lleva a las grandes ciudades a quedar sitiadas desde dentro por montañas de sus propios desechos. Léase: las ciudades y las sociedades del siglo XX, de más está decirlo, alienadas por el consumo (si se quiere ser más específico, Ciudad de México y su nube tóxica). Por su parte, al protagonista recurrente de Hernández -el que deambula por pequeñas ciudades del interior uruguayo-, por medio de una jeringa, le inoculan una fórmula para que repita como un loro "Muebles El Canario, Muebles El Canario".

Tenemos, en el primer caso, una alegoría que, de tan ostensible, no es más que una perogrullada; en el segundo, el resplandor del talento. Si Fuentes -incluso en este siglo XXI- hubiera llegado a la anécdota que narra Felisberto, la jeringa hubiera implicado recitales de Coca Cola, nicotinas de Marlboro, manguerazos de Texaco, microchips de Microsoft, dudosos pollos KFC o la especie más bullanguera que se le antoje al lector. En tanto Fuentes relata una hipérbole facilonga de lo que el bípedo más distraído ya conoce, el talento de Felisberto consiste, por oposición, en retorcer el clisé para volverlo alarmante. Que se realice un operativo comando para secuestrar y torturar a un ciudadano con el mero fin de que repita semejante banalidad comercial nos hace reír, por un lado, pero también nos desencaja.

Fuentes, que como se habrá observado, es el que da la respuesta mediocre, es típicamente el enceguecido por este mundo sociologizado en el que vivimos, apabullado por estadísticas, por ablaciones transversales, por números como bultos y por cortes, en último término, muy gruesos. Pero el verdadero artista es que el suele percibir lo que todavía no es, lo que recién germina, lo que apenas está proyectando su sombra pero que ya amenaza crecer furibundo. En principio no revela la mole: por contrario, suele dar con lo que todavía no es más que un matiz, un aspecto ni siquiera retenible en estadísticas.

No se trata de una mirada microscópica, sino de una capaz de percibir eso oculto, aún innombrable: eso que aquí estamos llamando duende. Un ejemplo sería la enciclopedia china inventada por Borges y festejada por Foucault, que parecería proceder como la enumeración caótica en poesía, que en su item
(m) incluye a esos animales "que acaban de romper el jarrón": un escritor mediocre hubiera percibido sólo un jarrón roto -lo mismo, digamos, que consignaría un dependiente de tienda, o un sociólogo-; uno más avispado hubiera logrado cargar sobre el pretérito del verbo -lo "roto"- o incluso con su no-ser-más-jarrón; uno bueno da con el tris ("acaban"), da con el duende, justo antes de que el duende termine de esfumarse.

El duende narrativo

Esto, finalmente, esta percepción de lo que todavía es abyecto o innombrable creo que es lo que ha caracterizado al gran arte, o al menos a la gran literatura. En buena medida, para capturar al duende es imprescindible acatar lo que el duende, como veía Descartes, nos exige: que nos extraviemos. Ése extravío, acaso, sea el principio de toda narración. Todos sabemos de una obra monumental catalogada como "largo poema narrativo" -conocido como Divina Comedia, obra de un toscano revoltoso y exiliado, insatisfecho con la omnipresente Iglesia y su Dios que lo obligaba a escribir en latín, decidió ponerse a escribir en toscano. Cantará el mundo subterráneo, el sublunar, el celestial; compondrá una enciclopedia en endecasílabos que será conocida como summa del saber de su edad. Como la tarea era irrealizable para cualquiera que quisiera partir desde el conocimiento, las gateras de Dante fueron la ignorancia y, en el primer terceto, nos advierte que ha perdido la "recta via" y de ahí parte esa descomunal heterodoxia a la que apellidaron divina.

Se trata de una formulación marginal. Para escribir, casi como ese último Elvis alucinado en su pajarera de Las Vegas, Dante había perdido el latín y toda ortodoxia. Comenzó por donde el Duende le reclamaba, por el Infierno, por el extravío, y pasó a escribir algo nunca jamás escrito. Estaba en la posición exacta para erigir uno de los más deslumbrantes mundos de occidente: perdido de antemano. Pero este itinerario de duendes probablemente revele algo más: la belleza para esos hijos de Dante, aquellos que se declararon románticos y luego simbolistas, era la de Satanás, el Gran Duende. Sin embargo, fueron todos líricos. Un repaso de la Comedia dantesca nos muestra una pequeña regla más. A medida que Dante asciende la narración se detiene y comienza a ganar el éxtasis, la contemplación.

Ese éxtasis contemplativo, fundamentalmente lírico, es lo que los platones de todas las horas han pedido a los artistas. La contemplación hímnica de la Gran Ciudad que habrá de traer la revolución. Esa, reclaman, será su participación política. Pero el buen artista nunca podría acomodarse, porque, atento al murmullo del duende, sospecha que, en ocasiones, Dios, bastante aburrido de sí mismo y de sus adoradores monocordes, delira
(delirar, como sabemos es más que "apartarse del camino") y muta o se traviste en toro, en demonio, en alpargata, en Stalin, en pajarito, en anfetamina, en travesti. A fin de cuentas, narrar no es otra cosa: testimoniar el olvido de sí, la perdición, el cambio, un murmullo desviante.

Este testimonio, finalmente, esta reacción contra el lugar común, es el acto verdaderamente político de la escritura. Todas las obras que se han ganado el mote de clásicos
(es decir, dignas de ser imitadas) son las que han roto con la tradición, siguiendo los reclamos del presente que, sigiloso, deviene y pide que lo cuenten o lo formateen. Lo supo Marx, Dante o Shakepeare, también Ovidio o Nabokov: la mejor manera de que un libro participe políticamente (es decir, que pueda alterar la comunidad a la que se pertenezca) no es consignando un pistoletazo obvio en los gallineros de la ópera, ni limitándose a reiterar mecánicamente las injusticias que sigue propinando mundo; sólo será realmente político el que al escribir se anime a extraviarse, a consignar esa verdad, muchas veces aterradora, que sólo puede estar dictando un duende.

*Esta ponencia fue leída en el congreso de la Latin American Studies Associaton (LASA), en Washington, setimbre de 2001, en el panel "Narrativas de Amir Hamed".

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia