Cuando buscamos una respuesta rápida para dar, por ejemplo
cuando desapareció un diente de leche de bajo una almohada,
es lugar común recurrir a los duendes.
Cuando pensamos en nosotros, en aquello que nos hace, no solemos
apelar a duendes, pero sin embargo están insertos en el
corazón de nuestro saber. Infinidad de tradiciones de pensamiento
nos han hecho terminar con los duendes. El racionalismo, y también
la Iglesia, los han denunciado como superstición. Sin embargo,
no encuentro mejor ejemplo que un duende para explicar cierta
peculiaridad de la buena escritura,
que entiendo es beneficioso atender para escapara a la pesadilla
de clisés y lugares comunes, de respuestas reflejas para
dar cuenta del mundo.
En la tradición filosófica de occidente, el duende,
claro está, puede ser homologado al daimon que inspiraba
a Sócrates. También debemos entender que es ese
margen, eso ominoso que se trata de alejar de todo razonamiento,
pero que, como enseñara Descartes, es la alteridad
que está en el corazón del individuo y del razonamiento.
Es vieja como el siglo XVII la denuncia que hiciera el antijesuita
Arnauld del Círculo Cartesiano. Ahí se exponía
la circularidad inherente al razonamiento de Descartes. Si según
el autor de las Meditaciones, para conocer que Dios existe
debemos confiar en la idea clara y distinta de Dios pero para
saber que estas ideas (claras,
distintas) son verdaderas,
debemos confiar en que Dios existe y no engaña a los hombres,
entonces, afirma Arnauld, aunque Descartes rechazara la magia,
su prueba ontológica estaba basada en una palabra mágica
y en la superstición de que las cosas pueden ser determinadas
por ideas
y pensamientos.
El hecho de que el famoso sujeto cartesiano, padre del racionalismo
moderno, acuñado en latín para jesuitas, sea más
bien hijo de una fórmula mágica no estorba un par
de lecciones conmovedoras. Descartes es un escritor
formidable. Ahí está, casi hamletiano, dudando metódicamente,
del mundo, de sí mismo, titubeante, conjeturando posible
el hecho de que en ese momento,
como en el sueño, no se encontrara en realidad, a pesar
de las certezas de los sentidos, junto al fuego, cobijado por
su robe de chambre, escribiendo. Duda Descartes si ahí
mismo, sosteniendo la pluma, el secante, la tinta, rasgando el
papel, no estaría siendo embaucado. Dios (optimum Deum, fontem veritatis) no puede engañarlo, porque
es un buenazo, reñido con el timo. Queda entonces otro,
supongamos, notable por lo poderoso, dice Descartes, notable por
lo engañador, que me confunde. Porque ese me engaña,
insiste, porque soy objeto de su fraude, es que no es dable la
duda de que yo existo.
Dicho de otro modo, yo existo por ese otro, ese genio maligno,
ese duende poderoso (genium
aliquem malignum)
se toma la molestia de mentirme minuciosa, insistente, implacablemente,
ahora mismo, mientras escribo. Yo
soy, en última instancia, la intención ese otro
de engañarme -me estafa, ergo existo. Ego.
Yo soy, curiosamente, un individuo importante, porque ese ser
poderoso se toma enormes esfuerzos por ilusionarme.
Aliquem. Y quién me engaña; el Diablo (o diabolos, alevoso griego, el engañador), ningún otro. Y cuál
es la función del Diablo en este mundo, entonces: ficcionalizar.
Ese poderoso, que me da la existencia, ese fabulista enconado,
¿y si no existiera?, ¿y si no existiera la mentira,
la ficción? Mejor ni pensarlo; ni siquiera existiríamos.
Esto, claro está, es la versión de un megaduende,
con un poder explicativo tan fuerte que ha terminado desarrollando
un sistema de producción apabullante, incrustado en el
corazón binario, por ejemplo, de las computadoras con
que cada uno de nosotros ha producido sus ponencias para este
congreso.
El duende político
Pero lo que me interesa
reivindicar este trabajo no es la existencia o inexistencia de
los duendes sino, sobre todo, la capacidad política del
duende, con esto quiero decir, la capacidad política de
la literatura y de las artes.
Esto me llevará, por algún rato, a verificar lugares comunes, a repasar algo
que podremos denominar lo político mortuorio y a regresar,
sobre el final, a los duendes.
Como se recuerda, presionado por mareantes tiempos políticos,
Stendhal, con error, alguna vez señaló que lo político
en novelística era "un pistoletazo en un teatro".
Esto era su forma de decir que la novelística, que en aquel
su siglo XIX se centraba en la vida privada de los personajes,
necesitaba eventos sonoros de la esfera pública para dar
una dimensión política. Como se sabe también,
este pistoletazo sirvió de pie a cierto tartamudeo, llamado
The Political Unconscious, que en este país cuya
capital que nos ha convocado a este congreso, gozó de cierto
prestigio en esta misma institución que también
nos convoca: la Academia.
¿Qué es el inconsciente político? El inventor
de esta quimera, Fredric Jameson, lo barrunta durante cientos
de páginas y trata de convencernos de su necesidad: según
recuerdo, sería cierta armonía posplatónica,
en la que la literatura, o la ficción (ya
que también recurre al cine) podría convivir con ciertos
paradigmas neojungianos de Northrop Frye y la necesidad de leer
la "sociedad".
Lo suyo es reacción a lo que, según Hans Ulrïch
Gumbrecht, fuera el primer establecimiento de las Humanidades
(que a inicios del del siglo XIX, en la Europa posrevolucionaria
nacieran como tensión -señala Gumbrecht-
entre el nivel normativo de la sociedad (como "promesa"
de una sociedad futura, la sociedad ideal) por un lado, y la vida
cotidiana por otro): el New Criticism, que estableciera la enseñanza
y la práctica de una cierta cultura de la lectura. Esta
reacción queda en claro cuando, en El giro cultural
del capitalismo, volumen que ha gozado ya de triste celebridad
en el mundo hispánico, Jameson se dedica al abordaje de
eso que -traición nominal a un movimiento literario hispanoamericano-
Occidente ha denominado "posmodernismo".
Dice ahí Jameson que "parte
de la resistencia que suscita
[el concepto de posmodernismo] puede deberse a la poca familiaridad
con las obras que abarca, que pueden encontrarse en todas las
artes: la poesía
de John Ashbery, así como la poesía
conversacional que surgió de la reacción contra
la compleja poesía modernista
académica en los años 60; Andy Warhol, el arte pop
y el fotorrealismo; en música, la importancia de John Cage
pero también la síntesis posterior de estilos clásicos
y "populares" en compositores como Philip Glass y Terry
Riley, y también el rock
punk y new wave; en el cine, Godard -cine y videos contemporáneos
de vanguardia-, así como todo un nuevo estilo de filmes
comerciales o de ficción que tiene su equivalente en las
novelas contemporáneas, desde las obras de William
Burroughs o Thomas Pynchon a la nueva novela francesa".
En primer término, una precisión que creo a los
aquí presentes no escapa: la resistencia se da (a pesar del estilo impersonal que maneja) sólo en el oído
de Jameson, alguien que se pretende marxista pero se formó
y por décadas sólo entendió esa cultura de
élite (ese programa
de lecturas obligatorias que aprendió y reiteró
durante décadas y que ha perdido vigencia); más aún, lo que
también es una precisión obvia; si bien El giro
cultural del capitalismo tiene la intención loable
de recuperar una negatividad y capacidad crítica para el
arte -y la lectura-
resulta descorazonador que la mayoría que hacen a ese emporio
listado por Jameson -quien pretende hablar de un fenómeno
actual- en caso de no haber pasado a mejor vida se encuentren
a disposición de la chata geriátrica. Lo que era
el "inconsciente político", a nivel programático,
se revela como "político mortuorio".
Esto político mortuorio, a fin de cuentas, es el resultado
del procedimiento nada artístico de Jameson de pretender
escribir no "de", sino "sobre". No en atmósfera
sino "desde" la academia. No desde el mundo sino desde
la institución: el carácter de antemano mortecino
de cualquier emprendimiento de Jameson está en su voluntad
conciliatoria, en ese tratar de inscribir en su discurso un siglo
de psicoanálisis, en vez de dejarlo de lado. En querer
estar a la page, cuando acaso le fuera más favorable
el anacronismo, la crasa ignorancia, o enfrentarse al mundo tal
cual es.
Lo que resulta de aquí es el colmo del anacronismo. Si
Jameson desde un principio reivindica una inscripción marxista,
lo cierto es que procede a la inversa de lo que hiciera el maestro.
Si Carlos Marx anunciaba,
con entonación gótica,
el itinerario de un avasallante fantasma
por las callejuelas de Europa, él mismo era la urdimbre
ectoplasmática del espectro; si Jameson pretende hablar
de posmodernidad, la misma hace rato se disipó en las incertidumbres
del tercer milenio. Jameson (lo
mismo que la mayoría de sus colegas) puede hablar de esos objetos una vez convertidos,
como la poesía de Ashbery o las disonancias de Godard,
o de Cage, en canónicos, es decir, una vez ingresados a
la Academia como piezas de museo.
A diferencia de un hombre práctico al servicio de la revolución,
como Marx, Jameson no puede sino transmitir melancolía.
Por eso señala que "la desaparición de
algunos límites clave, sobre todo la erosión de
la antigua distinción entre la cultura superior y la así
llamada cultura de masas o popular" es "tal
vez lo más inquietante desde un punto académico,
que tradicionalmente tuvo interés en preservar un ámbito
de cultura superior contra el ambiente circundante de filisteísimo
y kitsch".
¿Qué puede decir Jameson, entonces, sobre estas
artes? Que van a "referirse de un nuevo modo al arte mismo;
más aun (...) uno de sus mensajes esenciales implicará
el necesario fracaso del arte y la estética, el fracaso
de lo nuevo, el encarcelamiento del pasado". La tardanza
parece ser la marca de las reflexiones del señor Fredric,
ya que fue como todos sabemos en los setenta que su colega John
Barth, al empujar el término "posmodernidad"
se fijó en la obra
de Borges, que había
sido compuesta en los cuarenta.
El "giro cultural" del que quiere alertar Jameson es
en rigor casi tan viejo como la rueda y el hipotético fracaso
de una modernidad y de cierto modernismo tal vez remita tan sólo
al anquilosamiento de una de sus instituciones, la estética
(disciplina de la que prescindieron,
afortunados, Sófocles, Quevedo,
Rabelais, Shakespeare o Cervantes,
porque ésta habría de llegar recién en el
siglo XVIII, para apuntalar buena parte de lo que serían
las Humanidades).
En definitiva, lo que no se resigna a conceder Jameson es que
una cosa es el arte, o la "obra", o la "voz",
y muy otra la institución que lee o, si se prefiere, escucha.
Hubiese sido más conveniente para Jameson que, en vez de
recurrir a un amontonamiento de aparato crítico con el
que quiere conciliar, hubiese alquilado un duende que lo engañara
o socráticamente le hablara al oído. Lo cierto es
que no hay forma de ser político si se está elucubrando
sobre objetos culturales a condición de que éstos
ya estén, al menos parcialmente, fenecidos. Esto es una
operación, nada más, de rejunte de clisés,
de lugares comunes. En oposición a este procedimiento,
toda la tradición que hereda Jameson la debe a pintores
de la vida moderna, como Baudelaire,
como Marx, periodistas si se quiere: individuos plantados frente
a su momento, en ambiente, incidiendo frente a los ruidos de la
ciudad, al murmullo del duende que ya se está transformando
en otra cosa. Dicho sea de paso, excelentes escritores.
Los malos poetas, decía Horacio, no son buenos para los
hombres, ni para
los dioses, ni para los libreros. Tampoco son buenos, quiero argumentar,
para la política, para las humanidades y menos aún
para la revolución. Los malos escritores (sean académicos o, aquí densas
comillas, "poéticos" o "ficcionales") sólo amontonan lugares comunes.
Hay un fiambre muy curtido en Brasil, llamado "presunto".
Es un rejunte de varios fiambres. El fiambre, según mi
entender, es análogo al clisé, al lugar común.
El presunto es lo que, hasta el presente, me ha resultado más
cercano a cualquier libro de Fredric
Jameson.
El duende de la
revolución
Más allá
de los pormenores de esta Academia que nos convoca, como todos
sabemos, hay un punto en que fue interés de las Humanidades,
en el mundo latino, y también latinoamericano, como Ciencias
Sociales. Eso ocurrió hará unos cuarenta años,
cuando "revolución"
era la palabra ubicua y grandilocuente, que recorría desde
las guaridas procomunistas y procubanas, hasta los recitales de
rock en los que se repetía a John Lennon. Se pretendía
mediante esta incripción -como recuerda también
Gumbrecht- recuperar funciones sociales concretas. Un emprendimiento
faraónico cuya consecuencia ha sido del gran decretazo
de la muerte. Uno tras otro
se han ido muriendo entre nuestros brazos el sujeto,
las macronarrativas, el socialismo real, la teleología
de la historia,
las artes, los teóricos posmodernos que, en su mayoría,
tuvieron muertes sórdidas o violentas.
Lo que quiero mostrar, a partir de aquí, es que en esta
cámara mortuoria lo que convendría es respetar lo
que desde siempre nos ha enseñado la buena escritura,
y el buen arte.
Que es hora de "oír" lo que el entorno "dice"
y no lo que le queremos "hacer decir" y que todo lo
que tiene de político un hecho artístico o literario,
lo que tiene de revolucionario es decir la verdad. No estoy hablando,
por supuesto, de la verdad absoluta sino, sencillamente, de "esa"
verdad que han defendido los grandes escritores
(se llamen Lenin, San Agustín, Foucault, Nietzsche
o Dante): esa, que
es su verdad reactiva (la
verdad que dicta el duende).
El problema es que algunos de estos "grandes", si se
los repasa, han estado enfrentados. Unos trazan un Macrodiscurso,
para rechazar otro Macrodiscurso. Otros, menos pretensiosos, solamente
consignan el murmullo del duende. Unos cuentan con un duende revolucionario,
otros, como espero se vea, con un duende lumpen. De alguna forma,
el duende comparece como respuesta a una disonancia. A algo que
el buen artista acaso no pueda
expresar de otra forma que bajo una representación artística.
Pero que es su forma de reaccionar y, en muchos casos, de revolucionar.
A la hora de impulsar revoluciones, hay algunos que son tan lúcidos
como Marx y Engels y descubren que lo que es de utilidad es verdaderamente
el buen artista, aunque fuera del arte, éste se manifieste
reaccionario. Por eso, sabían que Balzac, un legitimista,
era más provechoso para la revolución sencillamente
porque era mejor escritor y que, por lo tanto, no podían
dejar de dar cuenta de la "verdad": la crisis y decadencia
de la burguesía. Siguiendo a Marx, la virtud del intelectual
revolucionario (su duende,
digamos, lo que los distingue y hace de éste o ésta
lo que es y no otra cosa).
Pero el fervor maniqueo de las revoluciones (y
de sus cronistas, en general predicadores tajantes como todo
avatar de Savoranola o tan anacrónicos como Jameson) suele atender solamente a
la "figura de la hora". Se puede decir que las revoluciones
son el gran teatro, que se construye para que la figura, en su
instante, comparezca para proclamar su voz llena de furia y de
sonido, justo antes de incendiarse. Las revoluciones pueden ser
básicamente políticas, o culturales, o crasamente
artísticas. Pueden ser, también, intencionales.
La hora puede capturar a su agente casi por error, y dejarlo
de lado.
Por ejemplo John Lennon, cuando estipuló que previo a Elvis
(quien ya estaba perdido en
Las Vegas) nada
había, estaba él mismo a punto de desvanecerse entre
los repliegues japoneses de Yoko Ono (habría
de emerger, tenuemente, un tris antes
de que una bala lo transformara en una cacerola de sangre). Y en cuanto a Elvis, hasta el
agotamiento se ha repetido que el chico de Memphis se perdió,
que abandonó su gran revolución pelviana por películas
baladíes y baladas edulcoradas. Que Elvis fue el de los
cincuenta, el adelantado del rock and roll previo al gorro militar
y que el resto -es decir, su resto- poco importa.
Lo que sucede es que, como rescate a la fugacidad de los que alzan
la voz justo antes de que les bajen el telón, las revoluciones
genealogizan sus precursores, figuras a menudo pulverizadas por
esa misma fuerza que han desencadenado
y que quedan reducidas a esa otra exigencia de los revolucionados:
el martirologio. Así se buscó hacer de Elvis -quien
cuando la gran explosión del rock and roll estaba exiliado
en Las Vegas, cantando como un canario obeso y patilludo- un mártir
de su manager, el Coronel Parker. Pero como ni los martirologios
ni las revoluciones son el arte, lo cierto es que, como artista,
Elvis nunca fue más grande que allí, cuando hinchaba
los flecos del pecho para delicia de señoras platinadas
y se retiraba, embalsamado en su propia leyenda, sin gritar Revolution
sino Glory, glory aleluya.
En algunos de esos viejos recitales se puede percibir que estaba
tocado por el duende -del arte-: en ellos se hace visible que
Elvis cantará un poco más pero que, fatalmente,
habrá de aniquilarse. No en vano -a despecho de cualquier
periodización historiográfica- la imagen de Elvis
que perduró y que reiteran como apóstoles vencidos
miríadas de imitadores fue la de su ocaso público
(la de su esplendor artístico).
De todos modos, es preciso consignar que la del mártir
es una figura benévola ya que, como se sabe, los revolucionarios
modernos acuñaron otra moneda para aquellos que carecen
de conciencia revolucionaria: el lumpen,
aquel por definición traidor a las expectativas de los
que revolucionan. Pero, por el contrario, se podría pensar
que se necesita una buena dosis de lumpenaje -o de falta de conciencia
ortodoxamente revolucionaria- para desencadenar grandes fenómenos
culturales.
Se podría balbucear aquí un ocasional elogio de
la traición: el artista, por devoradora fidelidad hacia
su propio arte, suele ser traidor hacia su entorno, hacia lo
que esperan de él, hacia lo que otros le exigen. Es revolucionario
a pesar de sí, sencillamente porque escribió, cantó,
compuso o pintó lo que debía escribir, cantar componer
o pintar. Porque se salió de ciertos lugares comunes.
Quisiera poner ahora un par de ejemplos literarios. Por un lado,
el de un narrador en términos generales políticamente
correcto: por el otro, el de uno que podríamos llamar
políticamente "impresentable". Me interesan
aquí porque podrían verificar una hipótesis:
que el artista bueno suele distinguirse del mediocre por cómo
maneja los lugares comunes.
Carlos Fuentes y Felisberto Hernández (un militante de la derecha extrema) lidiaron a través a través
del relato breve con la sociedad de consumo: el mexicano cuenta
una pantagruelada en la que la fascinación por los productos
descartables y el hiperconsumo lleva a las grandes ciudades a
quedar sitiadas desde dentro por montañas de sus propios
desechos. Léase: las ciudades y las sociedades del siglo
XX, de más está decirlo, alienadas por el consumo
(si se quiere ser más
específico, Ciudad de México y su nube tóxica).
Por su parte, al protagonista recurrente de Hernández -el
que deambula por pequeñas ciudades del interior uruguayo-,
por medio de una jeringa, le inoculan una fórmula para
que repita como un loro "Muebles El Canario, Muebles El
Canario".
Tenemos, en el primer caso, una alegoría que, de tan ostensible,
no es más que una perogrullada; en el segundo, el resplandor
del talento. Si Fuentes -incluso en este siglo XXI- hubiera llegado
a la anécdota que narra Felisberto, la jeringa hubiera
implicado recitales de Coca Cola, nicotinas de Marlboro, manguerazos
de Texaco, microchips de Microsoft, dudosos pollos KFC o la especie
más bullanguera que se le antoje al lector.
En tanto Fuentes relata una hipérbole facilonga de lo que
el bípedo más distraído ya conoce, el talento
de Felisberto consiste, por oposición, en retorcer el clisé
para volverlo alarmante. Que se realice un operativo comando para
secuestrar y torturar a un ciudadano con el mero fin de que repita
semejante banalidad comercial nos hace reír, por un lado,
pero también nos desencaja.
Fuentes, que como se habrá observado, es el que da la
respuesta mediocre, es típicamente el enceguecido por
este mundo sociologizado en el que vivimos, apabullado por estadísticas,
por ablaciones transversales, por números como bultos
y por cortes, en último término, muy gruesos. Pero
el verdadero artista es que el suele percibir lo que todavía
no es, lo que recién germina, lo que apenas está
proyectando su sombra pero que ya amenaza crecer furibundo. En
principio no revela la mole: por contrario, suele dar con lo
que todavía no es más que un matiz, un aspecto
ni siquiera retenible en estadísticas.
No se trata de una mirada microscópica, sino de una capaz
de percibir eso oculto, aún innombrable: eso que aquí
estamos llamando duende. Un ejemplo sería la enciclopedia
china inventada por Borges
y festejada por Foucault, que parecería proceder como la
enumeración caótica en poesía, que en su
item (m) incluye a esos animales "que acaban
de romper el jarrón": un escritor mediocre hubiera
percibido sólo un jarrón roto -lo mismo, digamos,
que consignaría un dependiente de tienda, o un sociólogo-;
uno más avispado hubiera logrado cargar sobre el pretérito
del verbo -lo "roto"- o incluso con su no-ser-más-jarrón;
uno bueno da con el tris ("acaban"), da con el duende, justo antes
de que el duende termine de esfumarse.
El duende narrativo
Esto, finalmente, esta
percepción de lo que todavía es abyecto
o innombrable creo que es lo que ha caracterizado al gran
arte, o al menos a la gran
literatura. En buena medida, para capturar al duende es imprescindible
acatar lo que el duende, como veía Descartes, nos exige:
que nos extraviemos. Ése extravío, acaso, sea el
principio de toda narración. Todos sabemos de una obra
monumental catalogada como "largo poema narrativo" -conocido
como Divina Comedia, obra de un toscano revoltoso y exiliado,
insatisfecho con la omnipresente Iglesia y su Dios que lo obligaba
a escribir en latín, decidió ponerse a escribir
en toscano. Cantará el mundo subterráneo, el sublunar,
el celestial; compondrá una enciclopedia en endecasílabos
que será conocida como summa del saber de su edad.
Como la tarea era irrealizable para cualquiera que quisiera partir
desde el conocimiento, las gateras de Dante fueron la ignorancia
y, en el primer terceto, nos advierte que ha perdido la "recta
via" y de ahí parte esa descomunal heterodoxia a la
que apellidaron divina.
Se trata de una formulación marginal. Para escribir, casi
como ese último Elvis alucinado en su pajarera de Las Vegas,
Dante había perdido el latín y toda ortodoxia. Comenzó
por donde el Duende le reclamaba, por el Infierno, por el extravío,
y pasó a escribir algo nunca jamás escrito. Estaba
en la posición exacta para erigir uno de los más
deslumbrantes mundos de occidente: perdido de antemano. Pero este
itinerario de duendes probablemente revele algo más: la
belleza para esos hijos de Dante, aquellos que se declararon románticos
y luego simbolistas, era la de Satanás, el Gran Duende.
Sin embargo, fueron todos líricos. Un repaso de la Comedia
dantesca nos muestra una pequeña regla más. A medida
que Dante asciende la narración se detiene y comienza a
ganar el éxtasis, la contemplación.
Ese éxtasis contemplativo, fundamentalmente lírico,
es lo que los platones de todas las horas han pedido a los artistas.
La contemplación hímnica de la Gran Ciudad que habrá
de traer la revolución. Esa, reclaman, será su participación
política. Pero el buen artista nunca podría acomodarse,
porque, atento al murmullo del duende, sospecha que, en ocasiones,
Dios, bastante aburrido de sí mismo y de sus adoradores
monocordes, delira (delirar, como
sabemos es más que "apartarse del camino") y muta
o se traviste en toro, en demonio, en alpargata, en Stalin, en
pajarito, en anfetamina, en travesti.
A fin de cuentas, narrar no es otra cosa: testimoniar el olvido
de sí, la perdición, el cambio, un murmullo desviante.
Este testimonio, finalmente, esta reacción contra el lugar
común, es el acto verdaderamente político de la
escritura. Todas las obras que se han ganado el mote de clásicos
(es decir, dignas de ser imitadas)
son las que han roto con la tradición, siguiendo los reclamos
del presente que, sigiloso, deviene y pide que lo cuenten o lo
formateen. Lo supo Marx, Dante o Shakepeare, también Ovidio o Nabokov: la
mejor manera de que un libro participe políticamente (es
decir, que pueda alterar la comunidad a la que se pertenezca)
no es consignando un pistoletazo obvio en los gallineros de la
ópera, ni limitándose a reiterar mecánicamente
las injusticias que sigue propinando mundo; sólo será
realmente político el que al escribir
se anime a extraviarse, a consignar esa verdad, muchas veces aterradora,
que sólo puede estar dictando un duende.
*Esta ponencia fue leída
en el congreso de la Latin American Studies Associaton (LASA),
en Washington, setimbre de 2001, en el panel "Narrativas
de Amir Hamed".
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