La
misma escritura nos habla de un
ángel de la muerte.
¿Y qué artista no va a preferir dibujar un ángel
en vez de un esqueleto?
Sólo una religión mal entendida puede alejarnos
de lo bello.
Lessing
Los pintores representan todo lo que ven, que es casi todo. Algunos
artistas, como Picasso, que historiadores
como Richardson han calificado de "ojos", "toman
posesión de las cosas y la gente con el ojo, piensan con
el ojo, hacen el amor con
el ojo, manipulan la humanidad
con el ojo [...], el poder de sus ojos mágicos". ¡Ah
de "la víctima apuntada por sus inmensas pupilas"!
(Richardson).
Como se muestra en algunos grabados renacentistas, el artista
mira y representa o recompone el mundo a través de una
placa de vidrio cuadriculada por una red de inquietantes finas
líneas negras, que más se parece a una red o una
jaula (una
parrilla, decía Alberti) en la que apresa y fija lo que ve, esto es,
el cambiante mundo exterior. El mundo se cuadra y se somete ante
su punto de vista desde el cual organiza el encuadre. Como señala
Eugenio Trías, el pintor es un
"mirón" que observa en secreto por el rabillo
del ojo lo que se ofrece y se muestra a sus ojos, encantado y
poseído por los ojos del artista, y lo encierra en el marco
del cuadro para su único solaz. [...]
El artista necesita recurrir
a la mediación del espejo plano a la hora de pintar su efigie,
como lo muestra una estampa -un dibujo iluminado- medieval de
un cuento de Bocaccio, en la que se ve
a una mujer, Marcia, que pinta su autorretrato, quizás
el primero de la historia moderna: Marcia sostiene ante sí
un espejito oval con un cristal ligeramente convexo, al tiempo
que se inclina sobre la tabla para colorear aplicadamente los
labios de la dama del cuadro. Ésta, la doble pensativa
del artista, muda, perdida en tristes reflexiones, se destaca,
con una mirada melancólica y gacha, aprisionada en la oscuridad
del fondo del lienzo (se
diría que detrás de la ventana sellada del cuadro), como si personificara
el alma de Marcia que la pintura, como un espejo temible, le habría
robado.
Un autorretrato no puede dejar
de ser una imagen o copia de una imagen espejeada,
es decir desdibujada, inconsistente como un sue-ño o una
pesadilla. El cuadro no reproduce directamente los rasgos del
modelo, como si éste los hubiese impreso directamente en
el lienzo -así pasa en un fiel y aplicado retrato convencional-,
sino que, necesariamente, imita el reflejo del pintor en el espejo.
El anciano Bonnard insistía en mostrar, en los últimos
autorretratos a partir de 1939 -año del inicio de la destrucción
del mundo-, la luna del baño que utilizaba para estudiar
sus rasgos, la cual le devolvía la imagen de sus ojos vidriosos
presos tras el cristal de las gafas ("ay esos ojos: ayer pozos con un
millón de lágrimas, hoy, crisoles que un metal ya
frío guarneció con lentejuelas...", escribió
Baudelaire acerca de los ojos de los
ancianos).
De este modo, la imagen expresaba que Bonnard ya no se consideraba
de este mundo, o que estaba a punto de cruzar el umbral del país
de las sombras. Imagen de imagen, copia de copia, el autorretrato
es una imagen secundaria, a triple distancia del rostro real,
de su verdad. Dos velos o planos, el espejo y la tela, se interponen entre
el artista y él mismo -o su doble espejado- o entre el
artista y el espectador.
[...]
Sólo
grandes artistas como Tiziano, Rembrandt, Goya o Picasso, se
han atrevido a retratarse en la ancianidad, enfrentándose
a un rostro ajado y cansado, a una mirada que vislumbra que el
fin está próximo. Se ha hecho notar alguna vez
que pintores relativamente importantes como Chagall, que, de
jóvenes, practicaron asiduamente el arte del autorretrato,
dejaron de mirarse a sí mismos cuando el ánimo
se debilitó, como si hubieran temido enfrentarse al espejo
del alma.
A la hora de retratarse, ¿qué descubren los pintores
en el espejo, y qué reflejan en el lienzo? Contemplan
un rostro que les mira, a menudo de lado y de reojo -los artistas
tienen un ojo en la luna y otro en la tela- desde el otro lado
del espejo. No se ven de la manera como los vemos, mirando o
no hacia cualquier lado, sino que se ven mirándose, se
descubren en el acto de descubrirse y de afirmarse como personas,
y su mirada en el espejo es la que les garantiza que existen
como seres de carne y hueso. La imagen -el autorretrato, en este
caso- funda la realidad del modelo. [...]
A menudo
el rostro, desgajado del cuerpo, como las efigies
de Artaud, Schönberg,
González o Picasso, se inscribe nítidamente en el
lienzo ya sea como un pellejo o una cabeza decapitada (como la de Juan Bautista,
posada sobre la bandeja que forman los hombros -así es
como un crítico ha descrito el último autorretrato
de Picasso-),
ya sea como una Santa Faz -que también es el rostro de
una víctima sacrificada-, que aparece como por arte de
magia. A través de la cabeza enjuta y de unas órbitas
hundidas se intuye la forma lívida y huesuda de una calavera,
cuya mueca terrorífica parte la cara como una herida abierta
e incurable, como si la muerte ya estuviera presente en el interior
del cuerpo, y la piel del rostro no fuera
más que una máscara amarillenta, llena de jirones,
que todavía cubre y esconde, por poco tiempo, una realidad
siniestra.
Esto se percibe en los autorretratos de Schönberg, Bonnard,
Kollwitz, Bacon, Beckmann (el
sobrecogedor y descarnado autorretrato del artista que ilustra
el segundo Fausto de Goethe), Picasso o Munch -así
pasa en algunos autorretratos fantasmales postreros que muestran
al anciano Munch, tieso y demacrado, firme ante un callado reloj
de pared, o incapaz, reducido a una forma translúcida
y espectral, de levantarse de la silla-.
La presencia de chirlos o de enfermizas manchas violetas que rayan
o cubren intencionadamente el rostro amoratado del nonagenario
Picasso o del septuagenario Bacon, el funebre color de los paños
que enlutan las imágenes sagradas durante la Pascua cristiana
e impiden que el hombre las contemple -como si la divinidad se
cubriera el rostro, a fin de que los hombres, durante los tres
días de ceniza, no vean su desesperación, la soledad
y el miedo que les embarga
en el instante del tránsito, aumenta el lúgubre
efecto que estos gélidos autorretratos provocan en el ánimo
del espectador.
Sin embargo, estos rostros espiritados, como los de Munch o de
Torres
García,
semejantes a las caras flamencas de los eremitas, en cuyo seno
ya sólo brillan unos ojos, como de
poseso, de mirada intensa y severa, porque recuerdan el fin,
[...] al tiempo
que evocan la próxima agonía paradójicamente
también cabe interpretarlos como el anuncio de una próxima
transfiguración, una nueva venida.
Torres García pintó su último autorretrato
inspirado sin duda por los de Tiziano y los de El Greco (que Torres García
copió unos años antes), rostros afilados de hidalgo bondadoso,
que ya no son de este mundo y cuyos cuerpos, cuya carne, que la gravedad
terrenal no retiene, se estiran, aspirados por lo alto, aspirando
llegar a él, como la llama de una vela: la efigie de Torres
García que muestra a un anciano venerable y frágil,
de rasgos bizantinos, con el pelo largo y canoso, la boca desdentada
y los ojos entornados hacia lo alto, recuerda a las de un santo
-o de un apóstol o un profeta, que sostiene el firmamento
y, sin duda, porque irradia claridad, lo ilumina, según
Sergio de Castro- o a las de Cristo, la última imagen de
un
hombre, herido y dolido, que asumió la muerte que precede la
luz. [...]
Por
su parte, el anciano Matisse se recuperó, milagrosamente,
según algunos, de dos gravísimas operaciones en
1943, pero quedó paralítico, y cuando dibuja, tres
años antes de morir, su último, patético
y torpe autorretrato de mirada borrosa, cuyos ojos, antes tan
inquisitivos, se han convertido en dos borrones informes, hace
tiempo que no puede salir de la cama.
Debido a la edad que tienen, estos artistas son conscientes que
el fin está próximo: Kokoschka vuelve a retratarse
a los 84 años, dos años antes de quedar casi ciego;
De Chirico ronda los 90 años cuando pinta su último
autorretrato en el que se sincera al fin y, despojándose
de las
máscaras y los disfraces con los que se revistió
a lo largo de su vida, aparece como un anciano de hombros apesadumbrados
y mirada caída y cansada; Picasso, a los 92 años,
dibuja dos imágenes cadavéricas que son algunas
de las efigies más duras de la historia y las únicas
que muestran qué ve y cómo se ve un artista en esta
edad tardía, según un reciente comentario de Varnedoe.
Algunos de los autorretratos seleccionados (Giacometti, González,
Munch, Picasso),
fueron dibujados un año o incluso menos, unos meses tan
solo, antes de morir.
La
expresión se ha concentrado en unos ojos, todavía
vivos y profundos, que se agrandan como si asistieran a la llegada
de un fenómeno sobrecogedor (y que nosotros sólo podemos intuir
indirectamente a través de la mirada del artista), o que, por
el contrario, se nublan, como en un autorretrato de Matisse de
1951, se desvían (Beckmann), se inclinan
(Beckmann,
De Chirico)
o se cierran (así
pasa con Bacon, cuyo rostro de frente, siempre convulso y torturado,
se ha serenado por un momento, como si estuviera en paz consigo
mismo, y reflejara anticipadamente la expresión, apaciguada
y hermosa, que adoptará cuando la muerte lo cubra).
Se diría que el artista cierra los ojos al exterior y
se vuelve o los vuelve hacia su mundo interior, o que, a través
de la imagen de una figura que duerme o sueña, representa
simbólicamente el tránsito hacia otra vida, o bien,
la muerte.
Kollwitz nos mira de frente, y acerca tanto el noble rostro ajado
al espejo que éste sólo le devuelve la imagen de
sus ojos, que miran con la misma intensidad que un pantocrátor.
Cuatro años antes de morir, Giacometti -que, al igual que
Bonnard o Leonardo, no dudaba en envejecer sus rasgos,
como si quisiera dar la impresión de que había alcanzado
la edad inmemorial de los sabios, de la esfinge, según
un comentario de Trías, o de los hieráticos ídolos
primitivos- dibujó unos ojos desorbitados, Les yeux
(Los ojos),
de 1962.
Dicha obra nos muestra unos
ojos con la pupila dilatada -cuyas contracciones se expanden por
el rostro como ondas en un estanque de aguas glaucas-, que desbordan
el marco del dibujo y que, a modo de metonimia, podrían
ser, aunque el título de la obra no lo indique, un verdadero
autorretrato tardío, una última mirada. Giacometti,
fascinado por los hieráticos pantocrátores bizantinos
y las antiguas efigies funerarias de El Fayum, de mirada
fija y distante, opinaba que "los ojos son el ser mismo".
[...]
Los
ojos en los autorretratos tardíos contemplan fijamente
al espectador o al artista que se mira en ellos (el verbo francés
dévisager, que se traduce por "mirar de hito
en hito", describe con precisión la acción
del retrato encarándose con el otro, blanco de sus miradas) o, por el
contrario, bajan púdicamente la mirada.
Quizás sea porque la figura del cuadro no aguanta la visión
de su rostro herido de muerte o no quiere captar la expresión,
sorprendida, compasiva y condescendiente del espectador; porque,
inmersa en su mundo interior, sólo mira con los ojos del
alma -los cuales se abren cuando los ojos fi-sicos se cierran
o están, por el contrario, desorbitados, con la mirada
perdida, errática o enloquecida, como ante una visión
que no es de este mundo (tal
como sucede en el angustioso autorretrato de Artaud, semejante
al de un decapitado)-;
o, simplemente, porque aquella imagen es el símbolo de
una vida que se apaga.
La expresión suele ser grave, cansada o triste, aunque
una tímida y melancólica sonrisa anima los autorretratos
finales de Kollwitz y de Matisse. En un comentario al último
auto-rretrato de cuerpo entero de Beckmann, de 1950 -y que se
puede aplicar a Day and Dream (Día y sueño) el hermoso
grabado del rostro del artista, de 1946, al igual que a la mayoría
de los autorretratos seleccionados-, Eikemeier señala
con justicia que dicho cuadro es la imagen de "un hombre
acabado, exhausto, a la vez que escéptico [...], de rostro abotargado, labios
blandos y ojos apagados que, cansados de mirar el mundo, prefieren
apuntar hacia el interior de si mismos". [...]
Como
ha destacado Simmel, Rembrandt fue quizás el primer pintor
de la historia que fue consciente de que la muerte forma cuerpo
con la vida, y que la vida se completa cuando se cierra con la
muerte.
Simmel explica que, hasta entonces, los escultores griegos y los
pintores renacentistas habían retratado a seres inmunes
al tiempo. Valoraban la armoniosa, aunque impersonal, estructura
del cuerpo, compuesta según el mismo canon imperecedero
e inmutable que regía, tanto en el cielo como en la tierra,
para la formación de los astros -estrellas y planetas-,
los dioses y todos los seres
vivos. Los artistas mostraban a seres humanos que cumplían
un papel, una función, que actuaban en nombre de alguien
o de un ideal (la
guerra o el arte, la espada o la pluma). En si, en tanto que individuos,
no contaban. [...]
La
pintura de Rembrandt -especiaimente los autorretratos tardíos-
ha obsesionado a algunos de los grandes pintores del siglo xx,
como Picasso, Beckmann, Kokoschka, Matisse o Giacometti. Según
explica Françoise Gilot, Picasso opinaba que todos los
artistas querían ser Rembrandt. En los años cincuenta,
Olga, la primera esposa de Picasso, lo atormentaba enviándole
de vez en cuando postales con un autorretrato de Rembrandt y
escribiéndole que si hubiera sido como el pintor holandés
hubiera sido un gran artista.
Gran parte de los motivos que pueblan la obra tardía de
Picasso -mosqueteros en traje de época falsamente joviales,
nostálgicos retratos de jóvenes pintores, desnudos
femeninos recostados inspirados en Dánae- están
tomados de las pinturas, incluso religiosas, de Rembrandt. Para
Janie Cohen, Picasso llegó a comparar su envejecimiento
con el de Rembrandt, y no dejó de analizar la manera como
Rembrandt retrató lúcidamente el avance de la vejez
en su propia carne.
Fue Kokoschka, sin embargo, quien mejor describió, en
su hermosa autobiografia, el impacto que le produjo el último
autorretrato de Rembrandt, indicando todo lo que aprendió
de él:
Quisiera hacer
mención aquí de un autorretrato de Rembrandt, que
se conserva en la National Gallery de Londres y está datado
en 1669. Es el último autorretrato. Lo descubrí
por primera vez un día de invierno en Londres, en el que
me encontraba al borde de la existencia. El cuadro me devolvió
el valor necesario para enfrentarme de nuevo a la vida. Rembrandt
padecía hidropesía, los ojos le lloraban y le fallaban
con frecuencia. Pero, ¡cómo supo observar en el
espejo el fin de su vda! En un caso así la objetividad
intelectual de un artista plástico capaz de sacar el cociente
final de una gran vida y plasmado en un cuadro, se transfiere
al espectador.
Esa capacidad de contemplar la propia descomposición,
de verse a sí mismo como un ser vivo que se transforma
en cadáver, como un ave desplumada en una na-turaleza
muerta, va aún más lejos que El pavo desplumado del revolucionario
Goya. Pues existe una diferencia entre ser uno mismo el sujeto
del proceso o que lo sea otro. Un espíritu se extingue,
y el pintor cuenta lo que ve.
Pensemos otra vez en el cadáver del Salvador sobre el regazo
de la Virgen vestida de azul de Tiziano; pansemos en la
estatua de El Día de Miguel
Ángel,
que se endereza esperanzado y tensa los músculos paro no
logra desprenderse de la piedra inerte. La única misión
de las artes plásticas es representar lo humano.
Los autorretratos
tardíos de Rembrandt -que infundieron valor a Kokoschka,
Picasso o Giacometti, para afrontar la visión de su propia
decrepitud-, las faces lívidas e ingrávidas de El
Greco, los severos e hipnóticos ojos de los iconos bizantinos
(el modelo
de los cuales era la imagen frontal del rostro dolorido de Cristo,
mágicamente impresa en el paño con el que Verónica
le enjugó la cara cubierta de sangre, camino del calvario)
y
los tristes y sobrios retratos funerarios de El Fayum -cuyos
rostros alargados, representados de frente, junto con los de los
retratos de El Greco, influenciaron el arte de Giacometti-, símbolos
del fin de la época clásica, cuyos ojos no eran
las inexpresivas esferas de ágata o vidrio de colores incrustadas
de la estatuaria antigua, sino que eran manchas áureas
perfectamente silueteadas que devolvían la mirada a los
espectadores: según las declaraciones o los dibujos de
los propios artistas, éstas han sido las obras antiguas
que sirvieron a los artistas modernos ancianos para interpretar
el fin en sus últimos autorretratos.
En estas imágenes, el artista se muestra en el límite
entre dos mundos y la gravedad e intensidad de la mirada del
cuadro revela que ésta se halla fija o perdida en el más
allá o en su interioridad, desde donde nos mira y se abre
a fin de que nos miremos en ella. Los autorretratos tardíos
no nos hablan de la muerte, sino de la vida, una vida colmada,
y no se refieren más a la muerte que a la vida, la cual
ya engloba a la muerte en su seno. De algún modo, son
paradójicas mostraciones de vitalidad y sabiduría.
[...]
* Publicado
en Insomnia
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