Puertas falsas y goznes chirriantes, pasadizos invariablemente
oscuros, mundos disimulados en las profundidades de castillos
o monasterios, conjuros, maldiciones y contrahechizos; eso fue
el escenario sulfuroso, risible y duradero que, a comienzos de
la modernidad, edificaron los novelistas góticos.
Esa escenografía
pervive, casi sin modificaciones, en la infaltable producción
de películas de horror que, año tras año,
oscuros y baratos productores nos obsequian para que temblemos
de alegría. Es demasiado burdo lo que vemos, es inverosímil,
por más que mejoren los efectos especiales, la historia
que nos cuentan; las seguimos con placer,
de todos modos, porque nos recuerdan el deleitoso espeluzno que
vivíamos en la niñez, cuando los ogros del cuento
de hadas pasaban a tener un rostro visible y timoneaban nuestros
sueños.
Curiosamente, la saudade por ese sobrecogimiento ya era
la de los góticos, que lamentaban la renuncia del Demonio a participar
del certamen de este mundo. Se trata de una retirada
minuciosamente documentada, y tal vez la redención
del doctor Fausto (que Goethe
cronometró en dos partes, en 1808 y 1832), le dieran el boato al que
era acreedor su abandono.
Sin embargo, la profusión
de reapariciones (hace no
mucho, Al Pacino fue digno avatar en El abogado del diablo) del Señor de lo profundo
indica que, si bien se puede luchar contra él, poco se
puede contra la melancolía que nos ha legado.
Tal vez, la dádiva más tangible del ausentismo
luciferino haya sido el tedio, un presente asfixiante que se
ha convertido en uno de los males más sonoros de la modernidad.
Piénsese, por ejemplo, en Baudelaire,
nostalgioso incorregible o adolescente,
y tal vez la víctima más notoria del hastío,
quien llegó a descubrir que todo era una triquiñuela
y que la última movida del Diablo (eficaz,
sin duda, porque la superstición perdura) había sido proclamar
su inexistencia.
De todos modos, hasta el día de hoy contamos con una postal
inolvidable de los tiempos en que el Príncipe de lo oscuro
no había confirmado su abstención. Se trata de
la novela que Mathew Gregory Lewis, un jovencito británico
mortalmente aburrido en Holanda, donde iniciaba su carrera de
diplomático, publicó en 1796. Ya para entonces
resultaba difícil hacer de Lucifer un contemporáneo,
y para crear su atmósfera de horror, en El Monje,
Lewis ideó un religioso anacrónico que es víctima
de su petulancia, a la que confunde con virtud.
Como en toda fábula maniquea -y como tal, adolescente-
el monje Ambrosio va cayendo del pedestal de la virtud a los
escalones más abisales de la abyección, pero a
esto no se llega con vértigo sino a través de una
meticulosa estrategia de seducción y travestimientos.
Primero Ambrosio adora
un retrato de la Madonna, después se conmueve con el novicio
Rosario, quien a su turno se descubre como cierta espléndida
Matilda, dama que arrebatada por la severidad y altura espiritual
del monje ha ideado esa mascarada para disfrutar de su proximidad.
De amante, Matilda habrá de pasar a asistente en los vejámenes
que Ambrosio -quien de abstinente porfiado se ha convertido en
habitué de las antecámaras de la lujuria- planea
ejercer en una dama de la que es confesor.
Se trata de una fantochada, claro está, pero sabiamente
administrada por Lewis. Ya Ambrosio es un criminal contumaz,
pero antes de llegar a vender su alma, tropezará con los
tormentos de la Inquisición, con nuevos travestidos y
con revelaciones apabullantes.
Cuando se cierra el
libro, queda todavía una enseñanza
(de la que Lewis fue portavoz
tal vez inocente)
válida para este tiempo en que todo esta ahí, al
alcance de la mano, y donde parece haberse llegado a la maximización
del albedrío: si bien es fácil perderse, mucho
más dificultoso es "terminar de estropearse".
Dicho de otro modo, la aventura de Ambrosio está ahí
para avisarnos que hay tantas posibilidades de olvidarse de uno
mismo como de terminar recordándose.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 32
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