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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



GÓTICO - DEMONIO - SATÁN, RETIRADA DE - LEWIS, MATHEW GREGORY - EL MONJE - PERDICIÓN - ALBEDRÍO -

El albedrío del regreso*

Amir Hamed
Contamos con una postal inolvidable de los tiempos en que el Príncipe de lo oscuro no había confirmado su abstención. Se trata de la novela que Mathew Gregory Lewis, un jovencito británico mortalmente aburrido en Holanda, donde iniciaba su carrera de diplomático, publicó en 1796


Puertas falsas y goznes chirriantes, pasadizos invariablemente oscuros, mundos disimulados en las profundidades de castillos o monasterios, conjuros, maldiciones y contrahechizos; eso fue el escenario sulfuroso, risible y duradero que, a comienzos de la modernidad, edificaron los novelistas góticos.

Esa escenografía pervive, casi sin modificaciones, en la infaltable producción de películas de horror que, año tras año, oscuros y baratos productores nos obsequian para que temblemos de alegría. Es demasiado burdo lo que vemos, es inverosímil, por más que mejoren los efectos especiales, la historia que nos cuentan; las seguimos con placer, de todos modos, porque nos recuerdan el deleitoso espeluzno que vivíamos en la niñez, cuando los ogros del cuento de hadas pasaban a tener un rostro visible y timoneaban nuestros sueños.

Curiosamente, la saudade por ese sobrecogimiento ya era la de los góticos, que lamentaban la renuncia del Demonio a participar del certamen de este mundo. Se trata de una retirada minuciosamente documentada, y tal vez la redención del doctor Fausto
(que Goethe cronometró en dos partes, en 1808 y 1832), le dieran el boato al que era acreedor su abandono.

Sin embargo, la profusión de reapariciones (hace no mucho, Al Pacino fue digno avatar en El abogado del diablo) del Señor de lo profundo indica que, si bien se puede luchar contra él, poco se puede contra la melancolía que nos ha legado.

Tal vez, la dádiva más tangible del ausentismo luciferino haya sido el tedio, un presente asfixiante que se ha convertido en uno de los males más sonoros de la modernidad. Piénsese, por ejemplo, en Baudelaire, nostalgioso incorregible o adolescente, y tal vez la víctima más notoria del hastío, quien llegó a descubrir que todo era una triquiñuela y que la última movida del Diablo
(eficaz, sin duda, porque la superstición perdura) había sido proclamar su inexistencia.

De todos modos, hasta el día de hoy contamos con una postal inolvidable de los tiempos en que el Príncipe de lo oscuro no había confirmado su abstención. Se trata de la novela que Mathew Gregory Lewis, un jovencito británico mortalmente aburrido en Holanda, donde iniciaba su carrera de diplomático, publicó en 1796. Ya para entonces resultaba difícil hacer de Lucifer un contemporáneo, y para crear su atmósfera de horror, en El Monje, Lewis ideó un religioso anacrónico que es víctima de su petulancia, a la que confunde con virtud.

Como en toda fábula maniquea -y como tal, adolescente- el monje Ambrosio va cayendo del pedestal de la virtud a los escalones más abisales de la abyección, pero a esto no se llega con vértigo sino a través de una meticulosa estrategia de seducción y travestimientos.

Primero Ambrosio adora un retrato de la Madonna, después se conmueve con el novicio Rosario, quien a su turno se descubre como cierta espléndida Matilda, dama que arrebatada por la severidad y altura espiritual del monje ha ideado esa mascarada para disfrutar de su proximidad. De amante, Matilda habrá de pasar a asistente en los vejámenes que Ambrosio -quien de abstinente porfiado se ha convertido en habitué de las antecámaras de la lujuria- planea ejercer en una dama de la que es confesor.

Se trata de una fantochada, claro está, pero sabiamente administrada por Lewis. Ya Ambrosio es un criminal contumaz, pero antes de llegar a vender su alma, tropezará con los tormentos de la Inquisición, con nuevos travestidos y con revelaciones apabullantes.

Cuando se cierra el libro, queda todavía una enseñanza (de la que Lewis fue portavoz tal vez inocente) válida para este tiempo en que todo esta ahí, al alcance de la mano, y donde parece haberse llegado a la maximización del albedrío: si bien es fácil perderse, mucho más dificultoso es "terminar de estropearse". Dicho de otro modo, la aventura de Ambrosio está ahí para avisarnos que hay tantas posibilidades de olvidarse de uno mismo como de terminar recordándose.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 32

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