"Qué mujer", proclamaba un arrobado personaje
de Bioy Casares, "inteligente, culta
y con un corpacholi que bueno, bueno". Una de las armas de
la palabra escrita es su poder de sugestión, ya que en
el vacío que deja la descripción exclamativa de
ese personaje de Bioy podemos proyectar a nuestro antojo y
conveniencia
las medidas y volutas de mujer esa mujer cultivada y despierta.
Así, nos es dado adaptar los parámetros de belleza
del momento de la escritura
a los de la época en que la leemos.
Algo mucho más turbador sucede cuando nos enfrentamos
a la poesía de esa enorme dama del novecientos llamada
Delmira Agustini. Capturada en un lenguaje de hombres, fue capaz
de estampar versos rugientes como "fiera de amor, yo
sufro hambre de corazones/de palomos, de buitres, de corzos o
leones", que apenas pueden ser leídos sin erizamiento.
Sin embargo, ni bien se contempla una fotografía de esa
omnívora Delmira, llega inmediata y casi irresistible
la tentación de burlarse un poco de su lírica,
o al menos de adulterarla con nuestros códigos para mitigar
en algo el temblor. Para los criterios que ha impuesto una imaginación
anoréxica como la nuestra, los rollos de Delmira y su
abundosa papada, que la hacían atractiva en su época,
se han vuelto poco estimulantes, casi la medida misma de lo anafrodisíaco.
Después de un siglo de psicoanálisis, suena casi
natural leer el hambre desaforada de Agustini como mera insatisfacción
sexual, o como lesa angurria.
Algo semejante sucede con mucha de su tópica, con sus
estros, plintos, martirios, que eran los lugares comunes de una
heráldica modernista que ya estaba enmohecida cuando ella
empezó a escribir. Muchos de sus versos resultan anticuados,
mascarones de un mundo literario que ha prescrito. Y sin embargo,
detrás de esos cascajos, hay en la poesía de Delmira
un empuje ciego que no encuentra reposo, que el cinismo autoindulgente
de este magro fin de siglo no logra domesticar.
Es que Delmira, sin pedir permisos ni dar mayores explicaciones,
se arrogó el derecho de imaginar su voluptuosidad, de cincelarla
con palabras. Y esa era una tarea casi impensable, sobre todo
para alguien que reclamaba un cisne en su regazo o, entre sus
manos, "la cabeza de Dios". Agustini, sí,
se impuso el designio de dar cuenta de su cuerpazo y ponerlo al
servicio de un lenguaje intoxicado de romanticismo, tarea que
a priori resultaba frustrante. "Yo muero extrañamente
... no me mata la vida,/ no me mata la Muerte, no me mata el Amor/¿No
habéis sentido nunca el extraño
dolor/ de un pensamiento inmenso que se arraiga a la vida,/devorando
alma y carne, y no alcanza a dar flor?".
Los lugares comunes del espíritu romántico eran
el caparazón de la lírica y, digámoslo sin
mohínes, siguen configurando, todavía en nuestro
tiempo, las protocolos del amor, un erotismo que todavía
no sabe liberar al espíritu de su cárcel material.
"A veces ¡toda! soy cuerpo;/
y a veces ¡toda! soy alma", casi gritaba la indisoluble
y pesante Agustini exigiendo un lugar donde depositar sus ansias
y sus carnes. No era fácil encontrar ese lugar, porque
casi no podía ser enunciado, y por eso reclamó para
ella una musa "cambiante, misteriosa y compleja".
Y, como se sabe, lo
que su erotismo terminó encontrando fueron titulares de
crónica roja. Esos
titulares, siempre sensacionalistas, dijeron que su ex marido,
Enrique Job Reyes, -a quien había abandonado días
después de la boda por considerarlo "vulgar"-
la mató en una casa de citas. Pero la verdad fue otra.
Delmira fue víctima de la sugestión de sus propios
versos, que la proyectaron hacia un abismo, o le inyectaron una
negrura abisal en eso paquidérmico que ella denominó
el "vaso de su cuerpo". Una sugestión
contagiosa y un vértigo que se reabre cada vez que se
pasa mirada a su poesía. Una poesía, convengamos,
que más que inteligente, o culta, tiene una fiereza que
bueno, bueno.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 17
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