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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



AGUSTINI, DELMIRA - POESÍA Y CUERPO


La fiera del amor*

Amir Hamed
Para los criterios que ha impuesto una imaginación anoréxica como la nuestra, los rollos de Delmira y su abundosa papada, que la hacían atractiva en su época, se han vuelto poco estimulantes, casi la medida misma de lo anafrodisíaco


"Qué mujer", proclamaba un arrobado personaje de Bioy Casares, "inteligente, culta y con un corpacholi que bueno, bueno". Una de las armas de la palabra escrita es su poder de sugestión, ya que en el vacío que deja la descripción exclamativa de ese personaje de Bioy podemos proyectar a nuestro antojo y conveniencia las medidas y volutas de mujer esa mujer cultivada y despierta. Así, nos es dado adaptar los parámetros de belleza del momento de la escritura a los de la época en que la leemos.

Algo mucho más turbador sucede cuando nos enfrentamos a la poesía de esa enorme dama del novecientos llamada Delmira Agustini. Capturada en un lenguaje de hombres, fue capaz de estampar versos rugientes como "fiera de amor, yo sufro hambre de corazones/de palomos, de buitres, de corzos o leones", que apenas pueden ser leídos sin erizamiento.

Sin embargo, ni bien se contempla una fotografía de esa omnívora Delmira, llega inmediata y casi irresistible la tentación de burlarse un poco de su lírica, o al menos de adulterarla con nuestros códigos para mitigar en algo el temblor. Para los criterios que ha impuesto una imaginación anoréxica como la nuestra, los rollos de Delmira y su abundosa papada, que la hacían atractiva en su época, se han vuelto poco estimulantes, casi la medida misma de lo anafrodisíaco. Después de un siglo de psicoanálisis, suena casi natural leer el hambre desaforada de Agustini como mera insatisfacción sexual, o como lesa angurria.

Algo semejante sucede con mucha de su tópica, con sus estros, plintos, martirios, que eran los lugares comunes de una heráldica modernista que ya estaba enmohecida cuando ella empezó a escribir. Muchos de sus versos resultan anticuados, mascarones de un mundo literario que ha prescrito. Y sin embargo, detrás de esos cascajos, hay en la poesía de Delmira un empuje ciego que no encuentra reposo, que el cinismo autoindulgente de este magro fin de siglo no logra domesticar. Es que Delmira, sin pedir permisos ni dar mayores explicaciones, se arrogó el derecho de imaginar su voluptuosidad, de cincelarla con palabras. Y esa era una tarea casi impensable, sobre todo para alguien que reclamaba un cisne en su regazo o, entre sus manos, "la cabeza de Dios". Agustini, sí, se impuso el designio de dar cuenta de su cuerpazo y ponerlo al servicio de un lenguaje intoxicado de romanticismo, tarea que a priori resultaba frustrante. "Yo muero extrañamente ... no me mata la vida,/ no me mata la Muerte, no me mata el Amor/¿No habéis sentido nunca el extraño dolor/ de un pensamiento inmenso que se arraiga a la vida,/devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?".

Los lugares comunes del espíritu romántico eran el caparazón de la lírica y, digámoslo sin mohínes, siguen configurando, todavía en nuestro tiempo, las protocolos del amor, un erotismo que todavía no sabe liberar al espíritu de su cárcel material. "A veces ¡toda! soy cuerpo;/ y a veces ¡toda! soy alma", casi gritaba la indisoluble y pesante Agustini exigiendo un lugar donde depositar sus ansias y sus carnes. No era fácil encontrar ese lugar, porque casi no podía ser enunciado, y por eso reclamó para ella una musa "cambiante, misteriosa y compleja".

Y, como se sabe, lo que su erotismo terminó encontrando fueron titulares de crónica roja. Esos titulares, siempre sensacionalistas, dijeron que su ex marido, Enrique Job Reyes, -a quien había abandonado días después de la boda por considerarlo "vulgar"- la mató en una casa de citas. Pero la verdad fue otra. Delmira fue víctima de la sugestión de sus propios versos, que la proyectaron hacia un abismo, o le inyectaron una negrura abisal en eso paquidérmico que ella denominó el "vaso de su cuerpo". Una sugestión contagiosa y un vértigo que se reabre cada vez que se pasa mirada a su poesía. Una poesía, convengamos, que más que inteligente, o culta, tiene una fiereza que bueno, bueno.
 

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 17

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