Hay afirmaciones que reclaman ser condecoradas con el Premio
Estupidez Global. Una de ellas es que la televisión
idiotiza; la otra, vinculada a la primera, es que niños
y mayores no leen desde que existe la televisión.
En el caso de la primera, sin duda tiene un grado de verdad ya
que, desde la invención de esos cachivaches teletransmisores,
los letrados del mundo sublunar se han sentido en la obligación
de anatemizarlos de cualquier modo: en este sentido, la televisión
los ha forzado a expedirse de manera estúpida, ya que
responsabilizar a un aparato de unas cuantas pulgadas de ser
responsable de la estolidez planetaria es olvidar que el mundo,
desde que es mundo, ha repartido en la misma proporción
dones y taras.
En cuanto a la segunda
proclama, formulada tantas veces por escritores
insatisfechos con el número de sus clientes, no sólo
es necedad sino además embuste. Por un lado, jamás
ha existido una edad de oro de la lectura;
por otro, en términos absolutos y porcentuales, hoy día
hay más individuos alfabetizados y se venden más
libros que en cualquier otro tiempo. Esto es, jamás ha
habido tantos lectores.
En infinidad de casos,
se confunde al lector
con el usuario de la literatura que a los escritores o profesionales
de la literatura les gusta, siendo que, en rigor, aquel que lee
tiene todo el derecho de interesarse tanto por Corin Tellado,
una revista de deportes, de tornería, modas, sitios porno
o Las bodas del cielo y del infierno,
de Blake.
Por otra parte, si se
repasan opiniones de todos los años del siglo XX, queda
claro que siempre fue la generación anterior la letrada
y que, desde 1905, por lo menos, "los jóvenes de hoy
ya no leen". Por el contrario, como es de público conocimiento,
lo único que se necesita para generar un lector
compulsivo es una biblioteca en la casa. No hay infante
que, si crece con ellos, deje de acostumbrarse a convivir con
los libros y su misterio. La diferencia es que los niños
tienen un contacto casi clandestino con lo que leen. Como comentara
Inés Bortagaray
de forma deslumbrante por lo sencilla, "lo que sucede es
que cuando leemos de chicos no tenemos la obligación de
decir qué nos pareció el libro".
De niños leemos
y nos reservamos para nosotros la impresión. Alimentamos
con los libros una pasión sigilosa. Cuando crecemos, y
la pasión nos desagua en las formas institucionales de
la literatura (enseñanza,
investigación, periodismo, autoría de ciertos títulos) nos vemos obligados a expedirnos
sobre las letras que hemos absorbido. Accedemos al concubinato
con la literatura, al matrimonio, a burocratizar la pasión.
De todas formas, no habría que confundir estas formas administrativas
con un romance agrietado ya que, precisamente, ha sido un ardor,
un gran libro, lo que nos ha volcado hacia la institucionalización
literaria. Cuando accedemos, a veces por mero azar,
a Ese (os) Libro(s), se produce una catástrofe orgánica;
el texto nos inocula su vigor, una sobrecarga que reclama metabolizarse
por alguna vía. Viene una fiebre por compartir lo que hemos
leído, por comentar o prestar ¡ay! el libro, resignándonos a
que nunca vaya a regresar y muchas veces, a fin de retribuir mínimamente
el regalo de haber leído, nos ponemos a escribir.
Sencillamente por esto,
porque necesitan canalizar su energía a través de
lectores, es que los grandes libros generan escritura.
Es decir, van haciendo literatura.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 111
|
|