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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 




LITERATURA - ESE LIBRO - LECTURA/ESCRITURA - LECTURA PÚBLICA/LECTURA CLANDESTINA


Ese Libro*

Amir Hamed
Cuando crecemos, y la pasión nos desagua en las formas institucionales de la literatura (enseñanza, investigación, periodismo, autoría de ciertos títulos) nos vemos obligados a expedirnos sobre las letras que hemos absorbido. Accedemos al concubinato con la literatura, al matrimonio, a burocratizar de la pasión

Hay afirmaciones que reclaman ser condecoradas con el Premio Estupidez Global. Una de ellas es que la televisión idiotiza; la otra, vinculada a la primera, es que niños y mayores no leen desde que existe la televisión.

En el caso de la primera, sin duda tiene un grado de verdad ya que, desde la invención de esos cachivaches teletransmisores, los letrados del mundo sublunar se han sentido en la obligación de anatemizarlos de cualquier modo: en este sentido, la televisión los ha forzado a expedirse de manera estúpida, ya que responsabilizar a un aparato de unas cuantas pulgadas de ser responsable de la estolidez planetaria es olvidar que el mundo, desde que es mundo, ha repartido en la misma proporción dones y taras.

En cuanto a la segunda proclama, formulada tantas veces por escritores insatisfechos con el número de sus clientes, no sólo es necedad sino además embuste. Por un lado, jamás ha existido una edad de oro de la lectura; por otro, en términos absolutos y porcentuales, hoy día hay más individuos alfabetizados y se venden más libros que en cualquier otro tiempo. Esto es, jamás ha habido tantos lectores.

En infinidad de casos, se confunde al lector con el usuario de la literatura que a los escritores o profesionales de la literatura les gusta, siendo que, en rigor, aquel que lee tiene todo el derecho de interesarse tanto por Corin Tellado, una revista de deportes, de tornería, modas, sitios porno o Las bodas del cielo y del infierno, de Blake.

Por otra parte, si se repasan opiniones de todos los años del siglo XX, queda claro que siempre fue la generación anterior la letrada y que, desde 1905, por lo menos, "los jóvenes de hoy ya no leen". Por el contrario, como es de público conocimiento, lo único que se necesita para generar un lector compulsivo es una biblioteca en la casa. No hay infante que, si crece con ellos, deje de acostumbrarse a convivir con los libros y su misterio. La diferencia es que los niños tienen un contacto casi clandestino con lo que leen. Como comentara Inés Bortagaray de forma deslumbrante por lo sencilla, "lo que sucede es que cuando leemos de chicos no tenemos la obligación de decir qué nos pareció el libro".

De niños leemos y nos reservamos para nosotros la impresión. Alimentamos con los libros una pasión sigilosa. Cuando crecemos, y la pasión nos desagua en las formas institucionales de la literatura (enseñanza, investigación, periodismo, autoría de ciertos títulos) nos vemos obligados a expedirnos sobre las letras que hemos absorbido. Accedemos al concubinato con la literatura, al matrimonio, a burocratizar la pasión.

De todas formas, no habría que confundir estas formas administrativas con un romance agrietado ya que, precisamente, ha sido un ardor, un gran libro, lo que nos ha volcado hacia la institucionalización literaria. Cuando accedemos, a veces por mero azar, a Ese (os) Libro(s), se produce una catástrofe orgánica; el texto nos inocula su vigor, una sobrecarga que reclama metabolizarse por alguna vía. Viene una fiebre por compartir lo que hemos leído, por comentar o prestar ¡ay! el libro, resignándonos a que nunca vaya a regresar y muchas veces, a fin de retribuir mínimamente el regalo de haber leído, nos ponemos a escribir.

Sencillamente por esto, porque necesitan canalizar su energía a través de lectores, es que los grandes libros generan escritura. Es decir, van haciendo literatura.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 111

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