La errancia, el vértigo de lo inesperado, la escritura.
Los tibetanos definen al ser humano como a-Gro ba, expresión
que equivale a "el que marcha", "el que realiza
migraciones". Este concepto se ajusta con bastante exactitud
a la necesidad humana por romper con las cadenas que lo sujetan
a su propia condición y buscar en la distancia la mayor
aventura.
La historia escrita del mundo nos deja elocuentes testimonios
de ello -basta pensar en Herodoto, Plinio, Jenofonte-, y la idea
del viaje, con todas sus variables, terminó por imponerse
como una extensión de la vida en contraposición
a las limitaciones del cuerpo.
Partir implica atravesar confines, sucumbir al poder fascinador
de lo exótico, de la otredad:
superar la inmediata sensatez de lo doméstico para encontrar
en lo desconocido un modo de lucha pertinaz contra la nostalgia
y el olvido.
Kipling argumentaba
que sólo existen dos tipos de hombres: los que se quedan
en casa y los que no. Pascal, a su vez, proclamaba que "nuestra
naturaleza reside en el movimiento; la calma absoluta es la muerte".
Curiosa expresión para quien vivía postrado por
enfermedades estomacales y jaquecas, aunque se ha comprobado
que muchos de aquellos que mejor testimoniaron el desasosiego
sedentario fueron a menudo hombres que, por una u otra razón,
estaban inmovilizados: Baudelaire por las drogas, San Juan de
la Cruz por los barrotes de su celda, Pessoa por las imposiciones
de sus heterónimos.
El viaje, en consecuencia,
no implica solamente un voluntarismo pedestre de traslación,
sino también un anhelo por la liberación de lo cotidiano,
una ruptura con el aquí y ahora.
Desde esta perspectiva, la naturaleza aventurera del viaje admite
múltiples facetas. Los hay científicos, exploratorios,
interiores, místicos, etc. En el Islam -en particular
en las órdenes sufís- la siyahat o "deambulación"
(acto o ritmo del caminar) se utilizaba como una técnica
apropiada para disolver los vínculos con el mundo y permitir
que el hombre se perdiera en Dios. Un manual sufí, el
Kash-al-Majuh, afirma que el derviche, al aproximarse
el final de su viaje, se convierte en camino y no en caminante,
es decir, un lugar sobre el cual transita alguien, no un viajero
que sigue su libre albedrío. En el mismo sentido, Gautama
Buda advertía a sus discípulos que "No
podéis discurrir por el camino antes de haberos convertido
en el camino mismo".
En la Iglesia cristiana primitiva había dos categorías
de peregrinaje. La primera era el ambulare pro Deo, el "deambular
por Dios", imitando a Cristo o al padre Abraham, que abandonó
la ciudad de Ur y se fue a vivir en una tienda. La segunda era
la peregrinación penitencial, por la cual los culpables
de peccata enormia ("crímenes
enormes")
tenían la obligación de convertirse, de acuerdo
a una tabla estipulada de tarifas, en mendigos ambulantes para
ganarse la salvación del camino.
La estirpe de las amazonas
En las raíces míticas del viaje, ya es fácil
advertir un principio que se mantuvo durante mucho tiempo: el
mundo avanzó con la errónea idea de que la aventura
era territorio exclusivo de la audacia masculina. A los hombres
les estaba dado el vigor de las grandes distancias, el desafío
de lo desconocido, los secretos de ocultas civilizaciones. Ellos
no sólo contaban con el privilegio de la vivencia, sino
que además estaban llamados a nombrar lo exótico,
a dar cuenta del "descubrimiento". Aún en las
agonías del siglo, cuando ya prácticamente no quedan
demasiadas fronteras por superar y muchos tabúes han caído,
lo incógnito continúa siendo por lo general una
materia reservada al género de los descendientes de Adán.
La mujer parecía quedar relegada a un involuntario sedentarismo
más impuesto que deseado. Su habitat natural no reconocía
más fronteras que las del lar, forjando el temple en la
paciencia de la espera, como forzadas Penélopes que tejían
las horas mientras sus hombres se ganaban la salvación
del camino. Sin embargo, haciendo un rápido repaso a épocas
en que la aventura todavía contaba con un certificado
de autenticidad mucho más puro que en la actualidad -entre
finales del siglo pasado y mediados del presente-, podemos encontrar
toda una genealogía de mujeres indómitas que desafiaron
y vencieron con holgura los límites de la osadía,
arriesgándose a espacios por donde ningún hombre
había transitado con comodidad.
Esta suerte de dinastía de Indiana Jones con faldas supo
romper no solamente con el desconcierto de una geografía
virgen para los ojos occidentales en muchos casos, sino también
con acendrados prejuicios sociales. El desafío que estas
mujeres planteaban no se detenía tanto en los espacios
a conquistar como en la actitud con que asumían sus empresas.
En ese sentido, no se demoraban ni frente a las formas de la
moral dominante de su tiempo ni ante las dificultades objetivas
que se desprendían de sus propósitos.
Caminar bajo un sol calcinante, enfrentar animales, enfermedades
u otros peligros conocidos o por conocer, superar inclemencias
térmicas, alternar con pueblos para quienes una mujer
blanca sólo podía leerse como un riesgo poco aconsejable,
en fin, internarse en lo más profundo de selvas, desiertos
u océanos, no significaba para ellas más que un
gesto inevitable de su condición humana. Dominadas por
una convicción inquebrantable únicamente traducida
bajo el signo de la pasión, se hacían al camino
con la misma naturalidad con la que otras mujeres asumían
su destino de madres dedicadas y amantes esposas.
Además (y aquí
su gesto adquiere un grado notable de singularidad), en la mayoría de los casos
dejaron un valioso testimonio de su destino. A veces, bajo la
forma de escritos autobiográficos, diarios personales o
de viaje, artículos periodísticos o documentos de
otra especie; otras, combinando la ficción con las potencialidades
de su experiencia personal, inscribiéndose a sí
mismas como una suerte de género literario viviente. El
papel sobre el que "se escribían", adoptaba matices
particulares: la obsesión del paisaje. Algunas encontraron
en la blanca aridez de los desiertos la lengua oculta que le negaba
la civilización occidental. Otras prefirieron los
jeroglíficos de la selva, los secretos líquidos
de los océanos o bien las alturas de montañas sagradas.
Casi todas ellas provenían de hogares cultos, familias
de buena posición, futuros previsibles, seguros y, tal
vez, algo aburridos. Otro fuego las quemaba.
Isabelle, la Novia del Sahara
Algo por completo inesperado
ocurrió el otoño de 1904 junto al Djebel Mekter,
en el sur de Orán. El 21 de octubre de aquel año,
la ciudad de Ain-Sefra (Fuente
Amarilla), rodeada
de altas montañas a casi 1200 metros de altitud, se vio
superada por la crecida de los ríos Sefra y Mulen. En
su furia, un limo ocre sepultó a la ciudad que vigilaba
el desierto. Algunos días más tarde, el Akhbar
(periódico bilingüe
publicado en Argel, arabófilo y crítico de la intocable
administración colonial)
da cuenta de la anómala tragedia que se llevó árboles
de cuajo, la mayor parte de las casas de la ribera baja (los gurbís), buena parte de los rebaños y
veintiséis personas. El dolor de toda pérdida humana
se vio potenciado porque entre ellas figuraba Isabelle Eberhardt
o, si se prefiere, Mahmoud Saadi, Nadia, Mariam, Nicolai Padolonski...
El nombre, en definitiva, sólo enmascaraba la cualidad
con que esa muchacha de apenas 27 años concibió
la vida: la pasión. Morir sepultada por las aguas en las
puertas del desierto no hizo más que cerrar el círculo
de un destino literario, expresado tanto en las letras como en
la encarnadura de sus días.
Isabelle Eberhardt nació en Ginebra en 1877, hija ilegítima
de Alexander Trophimowsky, descripto como un sacerdote de la
iglesia ortodoxa rusa que profesaba un nihilismo extremo y cultivó
la amistad del anarquista Mikhail Bakunin. Su madre, Nathalie
de Morder, fue una aristócrata alemana, cuyo primer marido
murió al intentar huir de Rusia dejándole una frondosa
renta. Isabelle se educó en la estricta disciplina libertaria
de su preceptor Trophimowsky (a
quien llamará "Vava", pero sin aceptar nunca
su paternidad).
Con él, aprende griego, latin, turco, ruso, árabe,
alemán e italiano, además de filosofía,
literatura, geografía y nociones de química y medicina.
Su casa de Meyrin es un hervidero de conspiradores rusos y turcos,
además de exiliados de toda calaña. Además
de la enciclópedica ilustración dotada por Vava,
la educación de Isabelle se verá completada por
las discusiones -a veces violentas- de los visitantes que llegaban
a su hogar y los relatos de experiencias de remotos y exóticos
confines.
Con su hermano Agustin mantendrá una íntima complicidad,
idealizando un mundo a través de la férrea disciplina
moral e intelectual. En una ocasión, siendo adolescentes,
participan en alguna intriga pergeñada por los exiliados
rusos y Agustin debe enrolarse en la Legión Extranjera
para salvar su vida.
El enclaustramiento, el desorden afectivo, sentimental y estético
de Isabelle amenaza con explotar. El mundo exterior la atrae
como un fruto salvaje. Como modo de exorcisar sus demonios, comienza
a escribir. Entabla relación con intelectuales árabes
(en particular con Abou Nadara,
quien dirige una revista en París) y traduce los versos del poeta ruso Nadson.
En una carta enviada desde Annada años después
a un amigo, Isabelle descubre sus motivos: "Escribo porque
me gusta el proceso de creación literaria. Escribo como
amo, porque probablemente ese sea mi destino. Y es mi verdadero
consuelo".
Su gran proyecto, frustrado por su temprana muerte, era una novela
autobiográfica que tenía un nombre provisorio:
Trimardeur (Vagabundo).
En realidad, su vagabundaje comienza junto a su madre, en mayo
de 1897, cuando se dirigen a Bone, en el norte de Argelia. Allí
se abre una nueva y dramática etapa de su vida. Nathalie
e Isabelle viven en una casa modesta del barrio árabe
y se convierten al Islam. A los seis meses la madre muere de
un ataque al corazón y casi de inmediato se suicida su
hermanastro Wladimir. Las tendencias depresivas de Isabelle la
impulsan a una huida hacia adelante.
Se traslada a Argel, donde se esfuerza por captar el alma de cosas
y personas, empapándose de ellas, buscando confundirse
camaleónicamente con la gente y el paisaje. Y lo hace de
modo literal. Mientras bajo la luz del sol sumerje su condición
femenina en el fervor religioso, por las noches se traviste
y se funde en la barahúnda de los cafés de la casbah.
Ebria de kif, licor
o palabras, seduce a los hombres mediante su androginia.
En sus diarios dejará testimonio de aquellos días:
"¡Qué borracheras de amor
bajo aquel sol ardiente! Mi naturaleza también era ardiente
y la sangre me fluía con una rapidez febril por mis venas
infladas de pasión".
Isabelle viaja por los desiertos de Túnez deteniéndose
en Biskna, Touggourt, El Oued, Batna y los oasis del Suf. El
paisaje yermo actúa como bálsamo para su desasosiego.
Cuando cree alcanzar la calma, vuelve a Marsella para reunirse
con su hermano, ahora casado con Hélène (a quien Isabelle llama despectivamente
Jenny la obrerita).
El casamiento de Agustin será otro duro golpe para ella.
"Estoy solo", escribe, en masculino, por aquellos
días. "Estoy solo, como siempre he estado en todas
partes, como lo estaré siempre en el gran universo, maravilloso
y decepcionante". Ese "je suis seul"
con que inicia sus diarios íntimos, no es fruto de un error
gramatical sino de una elección premeditada. El uso frecuente
de distintos seudónimos,
así como la alteración de sus referentes biográficos,
termina por convertirse en su verdadera personalidad. Durante
una breve estancia en Ginebra, vuelve a encontrarse con un joven
diplomático turco-armenio, Archivir, por quien siente una
fuerte atracción.
También conoce a Vera Popova, y los tres viven una deliciosa
amistad. Con Archivir vivirá su romance más puro,
pero él está demasiado interesado en los jóvenes
turcos como para comprometerse con Isabelle.
Aprovechando el encargo de la marquesa Medora Mendes para que
investigue la extraña muerte de su marido en Túnez,
Isabelle siente la oportunidad de volver a reencontrarse con
su múltiple y auténtico yo. "Revestir lo
antes posible la personalidad amada que, en realidad es la `verdadera',
y volver allá, a Africa, para reemprender mi vida...",
escribe entonces. Fruto de esa elección es
la creación de su personaje masculino, Mahmud Saadi. Montado
en su caballo Suf, recorrerá el país de arena suplantando
para siempre a Isabelle Eberhardt. Podemos imaginar la sorpresa
de aquellos que descubren que ese joven imberbe, alto, de aspecto
hermafrodita, intensamente perfumado al gusto árabe, en
realidad es una mujer europea. Y no menos, la sorpresa del espahí
Ehuni Slimène, con quien habrá de convivir por
el resto de sus cortos días. "Slimène es
el esposo ideal para mí, que estoy fatigado, cansado y
harto de la soledad que me rodea", le escribe en una
carta a Agustin.
Por supuesto, la unión con Slimène, sus hábitos
masculinos y su congénito anticonvencionalismo provocarán
escándalos tanto en la comunidad árabe como en
la europea. Sin embargo, Isabelle /Mahmud busca refugio en el
Islam y el convulsivo amor por Slimène viajando por las
rutas de los oasis. En enero de 1901, durante una reunión
de notables en Behima, es atacada logrando salvar de milagro
su vida. El oscuro atentado (aparentemente
a causa de la rivalidad de dos cofradías religiosas y
sus inconvenientes preguntas por la muerte del marqués), le sirven de excusa a las
autoridades coloniales para expulsarla del territorio.
El breve exilio en Marsella es doloroso,
pero le sirve para retomar sus incursiones literarias marcada
por el estilo de Pierre Loti y los hermanos Gouncourt. Si bien
sus escritos no alcanzan un gran nivel, la escritura
la transforma en una suerte de medium con el mundo exterior. En
octubre, cuando Slimène llega a Marsella, se casan. De
ese modo, Isabelle se convierte en súbdita francesa y ya
no hay motivos que le impidan retornar a Argel. En 1902, nuevamente
en el Mahgreb, toma contacto con Victor Barrucand, editor del
Akhbar, donde habrá de publicar buena parte de su producción.
La pareja se radica en Tanas, a 200 kilómetros de la capital
argelina. La intención de llevar una vida recatada dura
poco: Isabelle vuelve a sus ropajes masculinos, se mezcla en
peleas y borracheras, fuma kif, mantiene numerosos amoríos.
Como años antes, durante el día cultiva su espiritualidad
visitando la eremita Zella Zeynet.
Por si algo faltaba a su vida, a comienzos de 1904, el general
reformista francés Lyautey le pide su colaboración
en la "colonización pacífica" del sur
oranés. Isabelle, fiel a su eclecticismo ideológico,
acepta. Tiene como misión mediar un estatuto de paz con
las aguerridas tribus de la frontera marroquí en Kenadsa,
una zona que es una suerte de estado teocrático. Al cabo
de seis meses de infructuosa espera en la región, enferma
de gravedad: la malaria, el tifus, el paludismo y la sífilis
la envejecieron prematuramente. De modo profético, escribe:
"Dentro de un año, por estas fechas, ¿viviré
todavía?... He llegado a la conclusión de que no
hay que buscar la felicidad. Se la encuentra por el camino, aunque
siempre en sentido contrario... La he reconocido muchas veces..."
De vuelta a Ain Sefra debe ingresar al hospital. Sin estar del
todo restablecida, lo abandona para guardar reposo en su gurbí
de la parte baja de la ciudad. Pocos días más tarde,
la noche de lodo será su refugio definitivo. Los soldados
de Lyautey rescatarán los manuscritos dispersos y cubiertos
de barro de Isabelle, su alma en pena. Barrucand trabajará
en ellos y dará a conocer algunas colecciones de relatos.
Su vida fue su mejor novela, aunque paradójicamente, ésta
alimentara su vida. "Escribir es algo precioso y espero
que con el tiempo, cuando vaya adquiriendo la sincera convicción
de que la vida real es hostil e inextricable, sabré resignarme
a vivir esa otra vida, tan dulce y placentera". Lyautey
dijo no saber si amar en Isabelle a la mujer de letras, al caballero
intrépido o al nómade endurecido. Su Oriente no
era imaginario, y sin serlo, creó con su vida una fantástica
ilusión, un paisaje virulento y sereno a la vez, un relato
tan refrescante como el oasis de "El Oued". No es mal
sitio para detenerse a beber.
Mary, la Reina Africana
Cuando Africa no era otra cosa que una amenaza oscura o un apetitoso
plato para los intereses coloniales, Mary Kingsley se animó
a consumir la fascinación de lo desconocido. El camino,
sin embargo, no fue sencillo. "El soplo del viento es
tan poco humano como yo. Siempre he debido preocuparme por las
necesidades de los otros. He visitado sus alegrías y sus
tormentos. Siempre he debido luchar para sentarme a su lado y
aprovechar un poco del calor humano. Los amo mucho, pero no espero
reciprocidad".
Esta confesión no proviene de una mujer resignada, sino
de alguien que luchó con toda su alma por sostener su lugar
en el mundo. En esta confidencia se encierra la marca que persiguió
por siempre la condición femenina
de Mary. Esta "extranjeridad" que la acompañó
durante toda su vida tiene origen en la fatalidad de su origen
social, como hija bastarda de un médico y una cocinera.
George, su padre, pertenecía a la burguesía intelectual,
y su hermano, Charles Kingsley, amigo de Dickens, había
logrado cierta reputación como escritor, ensayista y novelista.
Mary crecerá entre esos dos polos: por un lado, una educación
marcada por su madre, de la que heredará para el resto
de sus días un fuerte acento cockney; por otro, el pequeño
mundo bienpensante, con toda una corte de periodistas y escritores
que hablan de otra vida posible. Entre las tareas domésticas
y la chatura que domina la existencia de las mujeres de fines
de siglo pasado, Mary encontrará geografías mágicas
sobre las que se apura por adivinar la realidad.
Las lecturas le proporcionarán una materia prima que alimentará
su imaginación, en tanto que las aventuras de los nuevos
expedicionarios (Livingstone,
Brazza, Stanley)
la animan a enfrentarse a la naturaleza sedentaria que se correspondía
con el alma femenina.
El viaje que realiza a las Canarias en 1892 es una suerte de
punto de partida hacia objetivos mayores: la costa occidental
de Africa. Cuando cruza al continente negro, Mary explora puntos
poco visitados hasta entonces por el hombre blanco. Se adentra
en las selvas de Sierra Leona y Angola, recorre los ríos
salvajes que nadie se había animado a remontar, convive
con los Fang del Gabón, a quienes se tenía en aquel
tiempo por caníbales. En 1895 realiza su verdadera expedición
por los territorios del Congo francés, una zona no cartografiada
y del todo desconocida para el hombre occidental. Los peligros,
lejos de amedrentarla, la estimulan.
Infatigable, acompañada por algunos nativos recorre kilómetros
de cerrada jungla ecuatorial, cruza las marismas a nado y remonta
los rápidos de Camerún con una primitiva piragua.
Sus estudios y observaciones varían por diversos campos
del saber con aportes inigualables. Sus dominios son la naturaleza,
la ictiología, las formas sociales, las religiones tribales
y sus secretos. Con cierta audacia para una época en que
la supremacía de Occidente estaba fuera de cuestión,
Mary se anima a describir una cultura en pleno ejercicio, con
una coherencia interna que supera su propio modelo. Incluso llega
más lejos: alaba sin recelo la poligamia.
El estilo de su obra, publicada en 1897, termina por conquistar
a sus contemporáneos, y no por su exotismo o la pertinencia
de sus puntos de vista. Las anécdotas narradas tienen
una fuerza que rompe con el acartonado aire de las publicaciones
científicas de la época. Chamberlain, ministro
de las colonias, la llama como consejera, pero Mary rechaza la
oferta: no soporta la vida mundana. Pide viajar a Africa del
Sur en un intento por mediar en la guerra de los Boers. Sin embargo,
no llega muy lejos: la disentería determina su muerte
el 3 de junio de 1900.
Gertrude, la Dama
del Desierto
El 14 de agosto de 1868,
en las páginas del diario londinense The Times,
aparecía una noticia que, en principio, parecía
no tener más destinatarios que los ojos de los aristócratas
victorianos que visitaban las noticias sociales para encontrar
un dato que comentar en el próximo party. Ese día,
consignaba el periódico, llegó al mundo Gertrude
Margaret Lowthian Bell, fruto del matrimonio formado por Hugh
y Mary Shield Bell. La niña
tenía el cabello rojo y penetrantes ojos de un verde azulado.
Además de un ilustre linaje, había heredado de los
Bell la energía, la inteligencia y la determinación
que hicieron famosos a varios representantes de la rama paterna.
Como de otras jóvenes de su clase, de Gertrude se esperaba
que se quedara en casa -a diferencia de su hermano, que sería
enviado a Eton- y adquiriese ciertas habilidades: el manejo de
al menos dos idiomas, labores con la aguja, algo de pintura,
y quizás tocar algún instrumento. Pero por sobre
todo, debía aspirar a ser una buena esposa y madre.
Sin embargo, el destino le tenía preparada otra suerte.
Al igual que su padre y abuelo, asistiría a la universidad,
terminaría con éxito más de una carrera,
se adentaría en mundos desconocidos y exploraría
sus dudosas fronteras. Su universo estaba en otro lado: Arabia,
Egipto, Siria y, en particular, Irak, en cuya historia dejaría
huellas.
Gertrude Bell vivió siempre rodeada de hombres. Ricos,
poderosos, diplomáticos, jeques, amantes y mentores. Su
figura frágil en apariencia era el epicentro de un círculo
masculino, ya se encontrara éste en Londres, El Cairo,
Bagdad o el desierto. Por eso, cuando la Real Sociedad Geográfica
se reunió en la capital del Imperio la lluviosa tarde
del 4 de abril de 1927 para rendirle tributo casi un año
después de su muerte, los hombres presentes no dudaron
en considerarla "la mujer más poderosa del Imperio
Británico después de la Primera Guerra Mundial".
Los rumores la señalaban (con
razón) como
"el cerebro oculto de Lawrence de Arabia" y unos
cuantos enterados sugirieron que "había marcado los
límites del desierto para Winston Churchill".
Los miembros de la Sociedad rememoraron la vida de la homenajeada
antes de la Gran Guerra: una hermosa muchacha solitaria en el
poco delicado mundo musulmán de Medio Oriente; una autora
famosa que escribía sobre los árabes con más
autoridad que muchos eruditos; una arqueóloga reconocida,
una viajera infatigable que cenaba en un campamento beduino con
vajilla de plata y cristal, que montaba habilidosamente a caballo
o a camello ataviada con finas sedas y se internaba en las zonas
más peligrosas de Arabia.
Estos caballeros también habían escuchado decir
que era una espía y que, durante la Primera Guerra Mundial,
se infiltró en las filas enemigas a fin de conseguir información
para los británicos. Recordaban cómo la había
descripto su amiga, Vita Sackville-West, fascinada por su "incontenible
vitalidad" y su capacidad "para hacer sentir a la
gente que su vida era algo pleno, precioso y apasionante".
No obstante, durante esa visita a Irak en 1926, Vita advirtió
la fragilidad que estaba quebrantando la salud de su admirada
amiga. La vida de Gertrude Bell llegaría a su fin dos
días antes de cumplir los 58 años. Las arenas del
desierto, desde hacía tiempo, la habían proclamado
como su más hermosa reina.
Karen, Mina, Anemmarie, Ella: las otras, las únicas
Ya entrados en el siglo,
no fueron pocas las herederas de este legado que combinaba la
distancia a la creatividad. Tal vez quien más notoriedad
consiguiera en cuanto a resonancia literaria se refiere (aunque tarde, por supuesto), fue la baronesa Karen von
Blixen-Finecke, quien transformó su existencia como noble
danesa en una granjera de Kenia, recorrió el Africa oriental
y tradujo esas vivencias en una sólida obra narrativa
bajo el seudónimo de Isaak Dinesen (en
realidad, el apellido es un homenaje a su padre, el navegante
y también escritor Wilhelm Dinesen).
Otras dignas representantes escribieron con sus vidas obras de
enorme originalidad. La cautivante Mina Loy fue una de las más
fuertes impulsoras del dadaísmo y el surrealismo de comienzos
de siglo. Unida sentimentalmente al poeta y boxeador Arthur Cravan,
la existencia de Mina fue una especie de huracán que arrasó
con cuanto se le ponía en el camino. Ezra
Pound quedó fascinado con su poesía, antes de
que desapareciera junto a Cravan en los Estados Unidos, para volver
a reaparecer en el México revolucionario.
Luego, se sabe de un viaje por América Latina y, ya sola,
de vuelta a los Estados Unidos y travesías por Inglaterra,
Alemania, Italia y Europa oriental. Entre sus amigos y admiradores
se contaron Man Ray, Djuna
Barnes, James Joyce, Marcel Duchamp y el teórico Filippo
Marinetti, sobre quien se dice influyó de modo notorio
en la concepción del futurismo.
Recogiendo de algun modo la herencia de Isabelle Eberhardt, las
vidas de Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart dibujaron una
nueva fábula que bien pudo tener por título La
Saga de las suizas intrépidas. Las dos apostaron a
desafiar no sólo los límites geográficos,
sino también los humanos de sus respectivas travesías.
Aunque con una diferencia: mientras el viaje de Schwarzenbach
fue una dolorosa experiencia interior que buscó trascender
por medio de una poesía tan vital como negra y amarga,
donde la distancia se mezclaba con las drogas más duras,
Maillart hizo de su existencia un canto a la aventura.
La extraña y revulsiva belleza de Annemarie fue un tifón
que conmovió a la Europa intelectual de entreguerras. Fascinó
a Erika y Klaus Mann, quienes la adopataron como protegida; menos
suerte tuvieron Blaise Cendrars y Carson
McCullers (a quien le dedicó
su segundo libro, Reflejos en un ojo dorado)
al convertirse en su amor imposible. Anais Nin, quien la conoció
en Nueva York, quedó tan maravillada con "esta muchacha
alta, delgada y sombría", que imaginó que era
su alma en pena que la visitaba.
Su extraña y desgarradora belleza hizo que Thomas Mann
la bautizara para siempre como "el ángel devastado",
aunque su fuerza también demostró ser devastadora.
Andrógina, historiadora, autora de novelas y relatos,
fotografías y reportajes, corresponsal de guerra, viajó
por Africa y Asia buscando con una sed inagotable algo que se
le escapaba.
Abrumada por el avance de un mundo absurdo representado por el
ascenso del nazismo -contra el que luchó con todas sus
fuerzas-, su existencia se verá sesgada por continuas
depresiones que las drogas no consiguen mitigar. Su vida se agotará
(con el mismo trágico
y ridículo de Isabelle)
a la edad de 34 años: cayó de una bicicleta a un
precipicio en Afganistán en 1942. Es la metáfora
final a una época sin sentido.
El recorrido de Ella Maillart no deja de ser menos espectacular:
fue la primer mujer en participar en los Juegos Olímpicos
(los de París) en disciplinas náuticas,
lo que adquiere un significado curioso pensando que su país
de origen no tiene salida al mar. Fue navegante a vela solitaria
por el golfo de Gascogne y los mares del Sur, lo cual le valió
el seudónimo de "vagabunda de los mares".
Asimismo, participó activamente en cine como guionista
y asistente de dirección, pero se destacó por las
descripciones de periplos absolutamente insólitos que
también realizó por tierra. A la edad de 30 años,
junto a una enferma Annemarie Schwarzenbach, escapó al
terror hitleriano en un viejo Ford recorriendo Italia, Yugoslavia,
Bulgaria, Turquía, Tukestán, Irán y Afganistán,
en lo que después resultaría una de las más
fascinantes obras de viaje, La ruta cruel.
En la obra, Maillart no sólo describe el insólito
paisaje que encuentra, sino el doloroso camino que va dejando
atrás: la destrucción paralela de Europa y Annemarie
(quien en la obra es rebautizada
como Christina),
dos de sus mayores amores. Ella nunca detuvo su andar ni su literatura.
Siguió por caminos inexplorados a través de China
y Cachemira, e incluso le quedó tiempo para, en 1986 -cuando
ya contaba 83- llegar hasta el Tibet. Una hazaña que se
equipara a la de su coétanea (y
en muchos aspectos alma gemela)
Freya Stark, quien a los 88 años fue capaz de partipar
en una última expedición al Nepal.
Estas mujeres, definitivamente, resignificaron al mundo y la literatura
como un lugar algo mejor donde buscar, explorar y vivir, que las
estrechas fronteras de nuestros días.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 13
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