Emergente,
insurgente, divergente, para escasa o ninguna gente, ¿convergente?,
¿come-gente?, urgente, turgente, notable por lo pungente,
indulgente, por tangente, refractario al detergente. Mil maneras
de adjetivar en falso al arte, y en particular
a la literatura, ya que existe
la literatura a secas, que
es la buena, y el resto debería ser hamletiano silencio.
Lamentablemente, tanto el ser como el deber ser son a menudo
asordinados por eso llamado barullo, y que al parecer nos convoca.
Por tal motivo, debo confesar que de los tres términos
de la frase "literatura
(o narrativa)
emergente en Uruguay", sólo
acabo por entender el primero, así que, para continuar,
me parece imprescindible, aunque con algo de quimérico,
elucidar los otros dos. ¿Qué pretende decirse con
emergente?: ¿hablar de algo previamente sumergido, que
intenta boquear en la superficie? ¿Se trata de una neo
o pos vanguardia que, fervorosa del eufemismo, y aburrida del underground -o de las
profundidades del Lago Ness- quiere tomar por asalto lo plano
a fuerza de insistir en lo políticamente correcto?
De ser ése el caso, me apresuro a señalar que,
como toda vanguardia, y en especial
las literarias, ya tiene predecesores. Al menos conozco tres
títulos (dos
novelas y un cuento)
que, una vez que la narrativa
emergente se haga con el planeta, deberían ingresar a
todo canon: se trata de El príncipe con capacidad diferente,
de Fiodor Dostoievsky, El adulto mayor y el mar, de Ernest
Hemingway, y La solución habitacional de Asterión,
de Jorge
Luis Borges.
Este aporte filológico es sólo muestra de buena
voluntad, que se extiende hacia todos los que, a su modo, intentan
provocar cambios. Bajo esta misma consigna, quisiera advertir
a los secretos ideólogos de la literatura emergente
que no queda mundo por conquistar, o por lo menos Uruguay, a menos que
se empiece a convocar las cosas por nombres menos equívocos.
Bastaría recordar, al respecto, que en Uruguay, forma trisilábica
para denominar el imperio del malentendido, esa fuerza que, por no
encontrar mejor calificativo, algunos todavía llaman emergente,
el Frente Amplio, se hace llamar izquierda mientras su
candidato,
en las pasadas elecciones, se definió a sí mismo
como batllista, fórmula
providencial de fracaso ya que, así, es imposible vencer
a alguien que ya -es decir, por más de siete décadas-
se venía llamando Batlle.
Esta
acotación, de todos modos, no debería terminar
de alejarnos del terreno (o
pantano)
literario. De alguna forma, por lo que se ha planteado como proceso
de acercamiento al tema, lo emergente funcionaría por
defecto. Sería aquello no del todo asimilado por las instituciones
de lectura, aquello que
sigue siendo refractario o ilegible para éstas. En este
sentido, lo emergente como oposición a canónico
también sería categorización desfallecida.
Por ejemplo, en el paisaje literario uruguayo -ese conformado
por planes de enseñanza y publicaciones ad hoc-, Herrera
y Reissig
es canónico; sin embargo, en la medida en que, por más
de un siglo, nadie ha logrado articular que Herrera es, sencillamente,
uno de los diez mejores poetas de la lengua, desde Manrique hasta
acá (mientras
en buena medida la patria literaria lo hace todavía epígono
de Darío),
habría que considerarlo un emergente, porque todavía
no ha sido debidamente institucionalizado, es decir, ubicado
en el lugar que lo acomoda; por ahora, sigue recluido en su buhardilla,
sólo que a ese bulín se lo recita y monumentaliza
como Torre de los Panoramas.
Por otra parte, habría que retener que los mejores narradores
del pantano murieron en plena emergencia, Onetti rezongando
por lo bajo porque sistemáticamente, aquí, quedaba
relegado de las cocardas, Felisberto apagándose detrás
de sus mujeres, Armonía Sommers emocionada, en 1993, por
recibir su primera distinción, otorgada por lo que se
denominó, en el ambiente, la Academia Trucha. Habría,
entonces, que consignar que aquí no emerge nadie, ni nunca
lo hizo. En eso ignoto llamado Uruguay los escritores fuertes son
y han sido como boyas -en muchos casos, boyas un tanto autistas-
a los que, en ocasiones, se les arriman reseñas elogiosas.
Refractarios
Por
supuesto, en los últimos tiempos, las narraciones fuertes
producidas por uruguayos distan de
llegar al centro de la institución lectora vernácula;
siguen siendo lecturas laterales también ahora, que
al parecer es hora emergente, -mientras lo único que flota
son los camalotes y las ofrendas a Iemanjá- y la institución
que lee se refugia
en alabanzas a un Cristo bastante pasado en su fecha de caducidad.
Estas obras que paso a
ver siguen siendo refractarias; resignémonos, de momento,
a consignarlas emergentes.
Para
abrir esta cuaterna es menester alertar que, incluso dejando
de lado la infrecuente tensión de la prosa, el vigor de
muchas de sus escenas y la geopolítica transoccidental
que impone, es casi imposible no observar que Ave Roc,
la novela de Roberto Echavarren, pulveriza
una etiqueta recurrente que, en Uruguay, se le ha pegoteado con
alevosía: la de novela homosexual. Para cualquier lector, Ave Roc
provoca un replanteo de la erótica: no es una narrativa gay, no se deja
apresar por esos gestos interpretativos reafirmantes. Por el
contrario, exige -sigue exigiendo en este milenio -perdónese
el adjetivo, emergente- la formulación de una nueva política
de lo
erótico,
reclamo que encontrará, eso es seguro, respuesta en algún
callejón del siglo XXI.
Si lo de Echavarren anula un formato interpretativo, los relatos
de Camino
de las pedererías, de Marosa di Giorgio, producen
una alarma que, para el gran público, ha permanecido insonora.
Di Giorgio es una mujer que escribe, pero no recurre a las tristes
muletas de la novela femenina, que han servido
para festejar narraciones tan ñoñas como las de
Gioconda Belli o Suzana Tammaro, amparadas en un aparato crítico
que recurre sin miramientos a lo políticamente correcto.
La lectura de Camino
de las pedrerías no tolera envíos a la reivindicación
de género: atraviesa las fronteras de lo humano. La voz
narrante es sencillamente mutante; en ocasiones mujer, otras bestia,
otras vegetal, muchas veces híbrida. Más aún,
debería tomarse como uno de los mejores antídotos
formulados, en los últimos años, a la pandemia
de la "escritura femenina".
Un caso por completo distinto es el de El discurso vacío,
probablemente la mejor novela de Mario Levrero hasta ahora,
que alcanza una levedad prodigiosa. A partir de unos supuestos
"ejercicios de caligrafía", Levrero termina exponiendo
cuán ominosa puede resultar la exigencia de ligereza que
han impuesto las editoriales grandes y chicas en los últimos
lustros. "Dejarse llevar es la forma de ser protagonista
de las propias acciones -cuando uno llega a cierta edad",
dice el texto en la última página. Terminada ésta,
el lector descubre que el relato se ha disuelto como si fuera
apenas polvillo. Levrero ha resumido la vacuidad de lectura y escritura: El discurso
vacío nos enseña que todos hemos llegado a
cierta edad -espero que no a cierta emergencia- en la que sólo
nos hemos dejado llevar. Es probable que, una vez superada esta
hora, podamos leer El discurso vacío bajo otra
clave, y pensar que el texto de Levrero ha cumplido con el deseo
de Hamlet de que la carne, demasiado sólida,
pudiera esfumarse en el rocío. En la obra de Levrero
las escenas eróticas
(es
en el erotismo donde se cuantifica de algún modo la colisión
de los cuerpos) son producto de sueños.
Como
contrapartida a este deseo vaporizante habría
que considerar al misterioso Ercole Lissardi, escritor
sin cuerpo visible ya que se trata de un seudónimo. En cinco
obras (Calientes,
Aurora Lunar, Ultimas conversaciones con el fauno,
Interludio, interlunio, Evangelio para el fin de los
tiempos), Lissardi ha planteado
un género anómalo. Se puede decir que administra
discursos que borbotean desde hace décadas, ya que a la
necesidad de proceder con el crescendo del registro erótico/pornográfico
-y la exigencia de excitar al lector- se le entremezclan un léxico
culto, buenas observaciones de escritor realista y un paquete
ideológico que es una especie de fiambre del Eros y
Civilización de Marcuse.
Estos requisitos, que en buena medida hacen a la rúbrica
llamada Ercole Lissardi, son a priori una sumatoria destinada
al fracaso. Sólo un narrador como éste, dotado
de un empuje colosal, es sin embargo capaz de cornear los obstáculos
y transformar la narración, si no en un gozo, en una experiencia
estallante. Los clisés y cursilerías son vapuleados
por la escritura, que termina
abismándose en su propio sinsentido: en buena medida,
en la obra de Lissardi
se pueden repasar muchas de las promesas que el siglo XX dejó
insatisfechas. Se trata de un quiste en el que, residualmente,
se puede leer un itinerario de ese siglo XX que ya dejó
de ser y que, acaso, algo venidero alcance a curar.
Por
más que los cuatro autores consignados boyan en la tradición
e incluso siguen compareciendo en vernáculos diccionarios
literarios, es imprescindible "desuruguayizarlos",
al menos cautelarmente, dado que lo que más se le pega
a Uruguay en este 2002 sean las palabras crisis, emergencia
(social), y el saludable
ya fue que entona cierta muchachada. He dicho antes que no entiendo
el término "uruguayo", pero esto se debe, precisamente,
a que tengo la convicción de que Uruguay es un malentendido
batllista que se renueva a cada hora, a cada minuto, casi en
cada diástole de sus ciudadanos. Este malentendido, me
parece, está vinculado a la necesidad de leer "emergentes",
"emergencias", o como se repite desde la época
de Ángel Rama, "raros".
Pericón
de cadáveres
En
cierto volumen consigné que la rareza es apenas falta
de explicación; de más está decir que esta
falta de explicación está detrás de la "extravagancia"
que suele adjudicarse a todo emergente, sean los que enumeré
arriba, sean otros. Pero probablemente lo imprescindible sea
plantear las cosas al revés. ¿No será que
lo que es una noción de emergencia es el Uruguay? Lo que hemos
heredado es, básicamente, la imposición batllista,
realizada por la fuerza de las armas en 1904 cuando Montevideo, y Batlle
y Ordóñez, vencieran al resto del territorio, entonces
en las manos blancas de Aparicio Saravia.
No repetiré a Benjamin y su aserto de que todo documento
de civilización lo es a la vez de barbarie; tampoco que
los habitantes del territorio prefirieron llamarse orientales durante el
siglo XIX y que el adjetivo "uruguayo" es más
bien creación y adoctrinamiento batllista; diré,
nada más, que Uruguay es, a nivel discursivo, el
fruto de las publicaciones del Centenario que lo proclamaban
de extracción europea, americano suizo, sin indios
(oportunamente extinguidos
por el primer caudillo colorado)
y donde el mestizaje, alguna
vez patrimonio del gaucho, quedaba en buena forma lívido
tras el disciplinamiento a la francesa del enconado aparato batllista
y su afán igualador, que borraba, a fuerza de detergente
ideológico, las diferencias. Cuando en la década
del 50 se hablaba de la "sociedad integradora" uruguaya,
poca era la maravilla, ya que es fácil componerse con
los de la misma etnia; los negros, de más está
decirlo, nunca han terminado de ser integrados; el interior saravista,
dígase Treinta y Tres o Melo, jamás conoció
la prosperidad de la capital. Ese interior es el que, por ejemplo,
proveía parte del humus en el que fecundó
la pasmosa milonga de Herrera y Reissig conocida como
Tertulia Lunática; ese interior fiero, ecuestre,
más bien pardo, está disimulado detrás del
rescate que hiciera Rodó de las figuras de Ariel y
Calibán.
Montevideo, incorpórea
y espiritada, domesticaría al resto; al cuerpo feroz
(feroz, raro o disforme
como las carnes devoradoras de Delmira Agustini, como la naturaleza hosca que se fue
a buscar Quiroga en la orilla de más
allá, como la fabla boscosa que era moneda en Javier de
Viana).
Todo aquel o aquella que retuviera, aunque fuera a lo travesti, en letras casi parisinas,
eso calibanesco de tierra adentro, sería también
radiado. Mientras, uno por uno desde Herrera hasta aquí,
éste ha sido el destino de los mejores escritores del
pantano: boyar en el lodazal o, si se quiere algo menos turbio,
parafraseando a Felisberto, en una casa inundada.
Susana
Draper,
quien está escribiendo una tesis doctoral sobre La
República de Platón
(semanario cultural de uno de los diarios
con más tiraje de Montevideo que, desde 1993 hasta 1995
sacó 82 números en el más espectacular de
los ninguneos),
me comentaba hace un año que, por lo que estaba estudiando,
se podía rastrear, claramente, la impronta rodoniana
(es decir, arielista, incorpórea,
casi invisible de tan sutil) en la obra de Carlos Quijano, quien
desde 1939 fue bastión, según se nos ha repetido,
del pensamiento independiente en Uruguay, al fundar y sostener durante
décadas el semanario Marcha, aleccionar a generaciones
hasta finalmente morir, por virtud de un premio literario, en
el exilio. No es de extrañar que los aparatos de lectura
que hemos heredado, todos retoños de Marcha
(se lo suele llamar el
magisterio de Marcha), hayan sistemáticamente arielizado
la literatura y la crítica
literaria
y digerido pésimo toda impronta calibánica, cualquier
salida de tono; aquí, baste recordar, no hubo un solo
movimiento de vanguardias; lo que llegó a darse fue vanguardias
de uno solo, porque todo lo que no caía dentro del protocolo
magisterial y afrancesante
(es
decir, que no caía dentro de lo anodino) era reducido a extravagancia.
Mientras,
en su dimensión social, el estado de la tabula rasa se
iba enfrentando al hecho de que su proyecto homogeneizador, igualitario
por identitario, básicamente
homeostático, se dedicó a la nostalgia por lo perdido;
hace ya setenta años había encontrado su culminación genocida, y nadie encontró
variantes. Cuanto más se desvaía el país
en fotocopia de sí mismo, que es el fruto natural de la
metástasis - además del avejentamiento y la falta
de crecimiento demográfico -, la autodenominada "generación
crítica", incubada en Marcha, buscaba respuestas
no menos identitarias, planteándose
que algo había salido mal
(que había algún problema
de funcionamiento, pero que el modelo era intocable; algo que,
como hemos visto, repite el Frente Amplio hasta el día
de hoy).
Si Amílcar Vasconcellos en 1959 escribía Un
país perdió el rumbo, aquello era dar por sentado
que existía un país, y no una quimera irrepetible
que había caducado en el momento mismo de su enunciación,
porque su propia enunciación implicaba su acabamiento.
Era pensar que el problema con la casa eran las cañerías,
en lugar de reparar que había sido construida sobre un
cementerio indio. Un organillo que insiste en amenizar un pericón
de cadáveres problematizando lo inexistente
(recuérdese, por
ejemplo, El Uruguay como problema, de Methol Ferré) en vez de
hacer con él una pelota de papel, como pretendía Eliot, y derivar
la conversación a otro lado.
Las
maestras de buenos modales
A qué
otra parte, podría preguntarse. Por lo visto, hacia el
gerundio del verbo "emerger", aquí, mientras
un poco más allá, se insiste en tantear clasificaciones
que higienicen el ambientún gótico, es decir, los poltersgeist
que abruman la casa edificada en falso. "¿Será
esto una novela histórica?, ¿es Echavarren
gay?, ¿es Hamed Lissardi?", cuando no le indican
a alguno (como
sucediera con cierta novela de Gabriel Peveroni) que, en vez de escribir sobre drogas y malucos,
se centre en los problemas del país, ya que, como
a nadie escapa, lo nuestro es la emergencia premium. Exigirle
a un escritor que haga lo
que no está haciendo es práctica magistral de los
herederos del profe Próspero, y basta recordar al respecto
a Rodríguez Monegal exigiéndole a Felisberto que leyera
a Faulkner y olvidara ciertas palabritas poco "literarias"
a las que Hernández recurría.
Confundir crítica con amonestación
o lecciones de urbanidad,
(por
ejemplo, ¿por qué no sale a la luz Lissardi en
vez de tenernos en vilo con la incógnita de su identidad?) es tan recurrente por estos
rumbos que incluso envilece los relativos aciertos de su crítica. Por ejemplo,
si uno de los mayores logros que a la luz de hoy pueden reivindicar
la crítica y paisajes
literarios nacidos con y tras el Centenario fue el de recibir
y festejar por décadas a Borges
(mientras
sus connacionales se burlaban de él y lo relegaban al
"Georgie" que les servía para evitar leerlo), quede establecido
que lo hacían sin entenderlo. Poco debería extrañar
que ese hiperletrado recocido en paradojas que, para describir
un coito, fraseara "secular en la sombra fluyó
el amor" despertase
simpatía, para no decir júbilo, en la tacita del
Plata reconvertida en frontón de Ariel; tampoco
alarme, ahora, la inintelección de sus festejantes.
Si
se repara en una flamante publicación de Pablo Roca, Borges y los uruguayos,
y en cierta mesa redonda de 1959, en la que Ángel Rama,
Rodríguez Monegal y Carlos Real de Azúa se dedicaron
a escudriñar a Neruda y Borges, se puede apreciar que la ceguera no
era la del argentino, no sólo porque el tema era la dicotomía
"evasión o raigambre", sino por la vara rectificadora
y miope que, en medio de la celebración, pretendía
enmendar a un ciego. Por ejemplo, cuando Real de Azúa,
tras afirmar que Borges escapaba "del
abrazo de la realidad por medio del solipsismo", remata
ciertas críticas de su copanelistas diciendo que "lo
más imperdonable en Borges es cierto regodeo juguetón, como
de niño modelo que larga un día delante de sus
padres la primera mala palabra recién aprendida (...)
al barajar calidades tan estruendosamente heterogéneas
como las de Henry James y Carlos Gardel, Hilario Ascasubi y Thomas
de Quincey".
Es decir, lo más imperdonable de Borges era ser Borges, esto es,
el Borges que, con criolla
saña, le puso fin a lo moderno.
De
más está recordar que, en su vena de maestras hechas
polvo de tiza, ni ellos ni sus sucesores lograrían disfrutar
de una de las mejores versiones de Borges, la brindada por Alberto Olmedo,
ya que, hasta hoy, los aparatos de reproducción ideológica
de este estado de aquí insisten que el humor de la tevé
argentina es "grosero", a diferencia del "nuestro"
(cuya meta
pareciera consistir en evitar lo cómico). Pero fue Olmedo quien llegó
al final de sus días siendo el Otro de Borges en su sketch
con Álvarez, rescatando a ese mismo niño juguetón
que tanto altera por aquí. En tanto Borges, Olmedo era
la antítesis de don Jorge Luis en la versión reposada
e invidente que se festejaba por acá: el de Olmedo era
dionisíaco, restallante, ni siquiera demasiado heterosexual,
si bien no desconocía que, para sobrevivir en la pantalla
chica, era necesario impostar un mínimo de recato. Así,
cuando malentendía que su contraparte le estaba realizando
una propuesta amorosa, contestaba: "ahora no, Álvarez,
si usted me lo dijera a las dos de la mañana, con dos
litros de tinto entre pecho y espalda", para abrir esa
otra dimensión, bastante menos remilgada, que lo apabellonaba.
Un Borges casi iletrado, claro está, por completo ajeno
al libro en el empaque de un negrito rosarino, y todavía
del siglo vigésimo, que podría servir de pie para
mencionar cierta obra que se vuelve imprescindible para remate
porque, cuando deberíamos despertar del periconcete mesmérico
y entrar de una vez al tercer milenio, es lo más emergente
de lo que puedo dar testimonio, ya que se mantiene inédita.
Y su mención se hace casi inevitable, además, porque
-salvo que este territorio en el que se proclama que hay niños a ración
de pasto comience repentino a leer diferente- encontrará
a su paso, si alguna vez es publicada, enconado silencio. Viene
de Treinta y Tres y fue escrita por Gustavo Espinosa; los aparatos
de lectura no reconocerán, siquiera, que se trata de literatura; tampoco que
no está escrita en castellano estándar.
No podrán leerlo, debo advertir, porque se trata de la
presentación de aquello que por más de un siglo
ha quedado marginado del discurso del país, la sexualidad y cosmovisión
de marginales, incluso en tierras no del todo apacentadas por
el batllismo. Es una muy breve novela; su nombre es Anguilla
Recarey. Lo que nos cuenta es la contracara de lo que nos
ha sido repetido hasta el aniquilamiento. Entre otras cosas,
nos recuerda que ya hace mucho que pasó la inundación,
que no se puede vivir de mitologías afligentes, que son
las dos de la mañana, Álvarez, y que ahora sí
es hora de que nos penetre aquello que no nos es lícito
dejar de lado.
*Este texto fue originalmente
leído el 10 de diciembre de 2002, en el marco del LAB.
02 Arte emergente organizado por el ICI, en Montevideo, durante
un panel sobre Narrativa Emergente. Parte del mismo fue publicado
por el Semanario Brecha Nº 893
|
|