"Suicidios,
delincuencia, drogas, terrorismo son patologías alérgicas
que, en cierta forma, explican la fisiología social (...)
Para adaptarse al engranaje, para comprenderse como una máquina,
el individuo tiene que autovacunarse con dosis progresivamente
mayores de sus propios cuerpos alérgicos. Tarde o temprano
brotará la violencia, como un sarpullido inevitable de
los agentes morbosos de la atmósfera burocrática"
Carlos Eymar,
El funcionario Poeta
Si
a las Academias de Leyes y Medicina -de las que es miembro insigne-
correspondiesen propósitos de emancipación vanguardista
(no sería
raro),
Dr. Jekyll podría pasar por epítome de la modernidad,
con lo cual, gracias a la fatal autovacuna y a la ignorada asesoría
de Mr. Hyde, sería automáticamente autorizado para
dar digna expresión a todo un espectro de facilismos antiacadémicos
posmodernos.
Que
el ciudadano correcto a la luz del día, sea licántropo
after dark no repugna a las conveniencias del siglo: de
los múltiples indiferendos fronterizos entre candor y
tiniebla, "en esta negra claridad" de la guerra (Levinas IX - Trad. D.
Guillot, 47),
la sociedad tardocapitalista sacaría más bien provecho
de nítido y compacto tablero. Mucho menos conveniente
le resultaría si cada una de las casillas se enterara
de cada otra.
A la vez,
afirmar que la pedagogía imperialista dispone las piezas
de un ajedrez autodestructivamente rentable chantajeando
confrontaciones refractarias a los dobleces de la burocratización,
no es necesariamente equivalente a invertir el ángulo de
observación del esencialismo denunciado por Edward W. Said
con ocasión del irresponsable análisis que, en 1983,
Mario Vargas Llosa ralizara respecto a la masacre de un grupo
de periodistas peruanos, argumentando una "supuesta disposición
natural de los indios andinos hacia formas particularmente terribles
de asesinatos indiscriminados" (Said,
47). Un análisis
como el de Vargas Llosa estaría dando a entender que, por
estos lados, tanto estallido de agresividad coincidiría
con los sobresaltos de una joroba prefabricada y étnicamente
reacia a los arreos de la discriminación maquiniforme,
como negación del pacto social o pulsión contramoderna.
Se
tratará más bien aquí de prestar un poco
de atención a los procedimientos preventivos que facilitan
al académico un alto grado de adaptación al molde
cosmográfico, al momento en que el investigador se inclina
solícito sobre la superficie especular de esa vida violenta,
para hacer de ella su objeto de estudio; al pretendido
reparo de un marco teórico o al no menos pretendido desamparo
de la indisciplina estética; hacia la relativa conciencia
de una traición a la que el investigador no puede no exponerse.
El
supuesto y sobrepuesto agotamiento de los antagonismos coronado
por la pax cathodica, entre nosotros (un nosotros que
urgiría revisar a la luz de una desuniformización
de la idea de comunidad), en Colombia y en Nariño, asumiría
rasgos peculiares si no proclamase demasiado obviamente la vanidad
de la excepción, si no enarbolase la misma antifisonomía
universal en el acto de negar/se el/al rostro para imponer la
uniformidad, cuando lo peculiar se pierde cunto más terriblemente
se afirma. Es este el dispositivo llamado violencia que:
"no
consiste tento en herir y en aniquilar, cuanto en interrumpir
la continuidad de las personas, en hacerles asumir roles en que
ya no se hallan, en hacerles traicionar, no sólo empeños,
sino su propia sustancia, en hacerles cometer actos que llegan
a destruir cualquier posibilidad de acto" (Levinas IX - Cfr. trad.
D. Guillot, 47-48)
El
sociólogo Daniel Pécaut, cuyos criterios gozan
de la mayor estima en los más influyentes estratos académicos
de Colombia, en un capítulo de la colección de
ensayos publicada por el Institut des Hautes Études en
Amérique Latine, titulada Colombia al amanecer del
Tercer Milenio, despliega un panorama estadístico
que se autoproclama novedoso (no
lo es tanto, pues las cifras ya habían sido difundidas
por F. Gaitán Daza en una indagación editada dos
años antes por FONADE y el Departamento Nacional de Planeación) en razón
de su sesgo expositivo.
Desde
1980, en Colombia, la tasa de muertes violentas, 80 por cada
100.00 habitantes, puede ser sopesada y confrontada con otras
del hemisferio (tales
como 24.6 en Brasil, y 11.5 en Perú) sin ignorar que:
"Sólo
una fracción limitada de los homicidios reviste un carácter
explícito. Generalmente se estima que ella no pasa del
6 al 7%. Los enfrentamientos entre las fuerzas del orden y las
guerrillas no producen sino un número reducido de víctimas.
Otros actores organizados intervienen: paramilitares, narcotraficantes,
milicias urbanas, bandas ligadas a la gran delincuencia. Sin
embargo, la mayoría de los homicidios corren por cuenta
de fenómenos de violencia desorganizada: arreglos de cuentas,
delincuncia común, riñas, etc., que representan
alrededor del 85% del total." (Pécaut, 1997, 3)
Pécaut
manifiesta el propósito de adelantarse autocríticamente
a objeciones derivadas tanto de la segmentación mayor
(fragilidad
de la proporción empotrada sobre la oposición incuestionada
organizado/desorganizado), cuanto de la menor (a la escasa determinabilidad
del primer segmento se añade la vulnerabilidad de las
cuantificaciones correspondientes al renglón violencia
explícitamente política, enfrentado al renglón
violencia implícitamente política, cuya
pertinencia depende de la inestabilidad de categorías
inherentes al intacto contraste explícito/implícito).
Sometiéndose
a las normas internacionales de buena conducta universitaria
(siempre
propensas a alguna fórmula de acatamiento a la justa proporción
de las ambiciones investigativas, máxime al tratarse de
un ensayo titulado Presente, pasado y futuro de la violencia), apura Pécaut
una comedida demostración de modestia:
"Si
estas distinciones tienen un sentido, no tienen sino un alcance
limitado. En este momento la violencia es una situación
generalizada. Todos los fenómenos están en resonancia
unos con otros. Se puede estimar, como es nuestro caso, que la
violencia puesta en obra por los protagonistas organizados, constituye
el marco en el que se desarrolla la violencia. No obstante, no
se puede ignorar que la violencia desorganizada contribuye a
ampliar el campo de la violencia organizada. Una y otra se refuerzan
mutuamente. Habría que ser muy presuntuoso para pretender
trazar, todavía, líneas claras entre la violencia
política y aquella que no lo es." (Ib.)
Según
la morfología de "nuestro caso" (el así planteado
por Pécaut, o sea el de todo investigador convencional), asentar que
"la violencia es una situación generalizada"
no sólo no ahorra la tarea de la estructuración
de un espacio descriptivo (en
el que le desorden de los violentos coincidiría con la
extensión contenida en un perímetro susceptible
de expandirse o de modificar su territorio) sino que, en razón
de la presión ejercida desde un contenido magmático
- desde la interioridad de la violencia - implica el reconocimiento
de un proceso que ha dejado de serlo. Y esta tarea exige, como
condición de lo investigable, un chantaje de pensabilidad.
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Derrida, Jacques, De l'espirit,
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Monde 92, parís, 1994, Pp 91-110 - Trad. B. Mazzoldi en:
J.D., El tiempo de una tesis -Desconstrucción
e implicaciones conceptuales, Proyecto A, Barcelona, 1997,
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aux limites de la simple raison", en Mauricio Ferraris,
Hans-Georg Gadamer et al., La religion Seminaire de Capri sous
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