1.
Toda la poesía lírica,
decía un señor francés llamado Ruwet, puede
ser interpretada como una vasta perífrasis sobre un solo
enunciado: Yo te amo. Y éste, a su vez, puede ser
entendido como una paráfrasis de otro: yo sufro.
El enamorado
es siempre extemporáneo -o mejor, inactual. Es un
loco, un monstruo, un enfermo,
un alienado (el amor
es un síntoma). Es un subversivo en estado puro, es la
forma misma del nomadismo y la errancia. Pero, por el contrario,
también es la forma más complaciente del asentamiento,
recitador hueco del guión
de la mitología social: me enamoro, me caso, soy fiel,
le doy hijos a mi patria. A un lado o a otro, a derecha o a izquierda,
a liberales o conservadores, a revolucionarios o reformistas,
el enamorado es completamente inútil.
Hace un tiempo, el corto
publicitario de un antigripal mostraba a un enamorado. Aunque
el tiempo del corto fuera una cita o un simulacro (el retro,
y el retro romántico, bastante al uso en ese momento: la
canción de Favio, la flor en la mano, la cita en la esquina,
la lluvia, la espera de la amada que nunca llegó) él
era la forma de lo inactual. Era el fantasma de un enamorado
(todo enamorado, en realidad, es un fantasma).
Ese espectro (lo inactual)
es siempre tierno: no se puede dejar de mirar a ese enamorado
como si fuera un hijo, o una foto de cuando éramos chicos
("pobrecito, qué cómico estaba con ese pelo").
Pero este espectro también es siempre solitario, valiente
y solemne, lleno de anacrónica grandeza: no se puede dejar
de mirar a ese enamorado como si fuera un padre (o mejor, un abuelo),
el Quijote, el héroe, el último
romántico del mundo.
En la unión
de estos dos rasgos descansa la melancolía del enamorado,
su patético. Solo en la esquina, empapado por la
lluvia, con una rosa en la mano derecha y la ingrata que no aparece,
expuesto a la gripe y a las miradas curiosas, a los comentarios
y a las burlas, el enamorado es, en suma, vulnerable. Él
está en medio de una catástrofe. Sin embargo, no
piensa sino en acomodar, obsesivamente, un mechón de pelo
fuera de lugar, una arruga en el saco. (Alternativa, casi compulsivamente,
mira la hora y se alisa el peinado lamido, mira la hora y se
arregla el saco, etc.) "La ciudad se derrumba y yo cantando",
cantaba el cubano Silvio Rodríguez.
El mundo se desmorona
y él está afligido por la rebeldía de un
mechón de pelo que lo afea. He ahí al enamorado,
crecimiento mórbido de lo privado, de lo no generalizable,
especie de militante del anticompromiso, figura antipolítica
(por eso, entre otras cosas, me referí, más arriba,
al enamorado como un "subversivo en estado puro").
Los hilos de tintura
negra para el pelo empiezan a surcar el cuello del cadáver
de Dirk Bogarde en Muerte en Venecia. Mientras, el amado,
pequeña travesura mortal de Narciso, juega a adoptar un
aire ausente, huidizo, inapresable. Aquello con lo que el vejete
solitario se emperifollaba, aquella prótesis con la que
pretendía gustar y quitarse años, es ahora un empecinamiento
grotesco, monstruoso e inútil, como el crecimiento póstumo
de las uñas y el pelo.
El mal de amores es wertheriano.
Es una máquina narrativa
dolorosa, con final infeliz, entre un narcisista y un obsesivo.
El objeto amado se escabulle, se esconde, juega a la indiferencia,
aparece y desaparece en un horizonte imposible. Es impenetrable
y hermoso. Irreal, como la ruina tibetana. Mientras, del
otro lado, la otra pieza de esa máquina asfixiante, yo
sufro, yo lloro, yo me afeo, yo me muero.
Esta máquina es animofágica.
La belleza del otro, mágica crueldad, parece alimentarse
y crecer de mi propia energía, de mi espíritu. Mientras
el otro embellece yo voy perdiendo compostura. Las lágrimas
se van llevando mi maquillaje (incluyendo cualquier postura muscular
facial, cualquier pose). Finalmente, pierdo, real y definitivamente,
todo maquillaje, todo tono muscular, toda compostura -me muero.
Mi afeamiento, así, parece ser una especie de desnudamiento,
grotesco strip tease, pérdida de maquillajes y prótesis.
2.
Ni bien el amor (o
el mal de amor) me altera, también me abisma, me ensimisma,
me inventa un alma. Me hace escritor, onanista, me aburguesa.
Cuando me enamoro, también, en algún momento, necesito
espacio. Quiero estar solo, reflexionar, escribir, decir Yo.
Un poco más
arriba escribí: "El objeto amado se escabulle, se
esconde, juega a la indiferencia (...). Mientras, del otro lado
(...) yo sufro, yo lloro,
yo me afeo, yo me muero."
Esto quiere decir que puedo simular la voz reflexiva del enamorado
neurótico y sufriente, hacerme cargo de su interioridad,
jugar su propio juego imaginario, ser su Yo -pero no puedo ser
su otro, ese alien impenetrable que con cierta sabiduría
se bautiza con el nombre de "objeto amado".
Esta voz primordial, la
primera persona lírica, se me antoja precisamente como
el contrapeso de la tragedia, de la catástrofe de estar
sumergido en situación amorosa, de estar "metido como
sombrero de bobo", de verme arrastrado, y, en suma, resignado,
a la deriva del juego patológico del amor.
Pues a veces el amor parece doler, precisamente, por la proximidad,
porque me involucra y me enchufa, porque desdibuja mis límites
y me lanza, alocadamente, sin calcular costos ni consecuencias,
a la busca de ese Otro.
Decir "yo sufro"
me hace sufrir menos. O pone a mi sufrimiento, por lo menos,
al alcance de una cultura, de sus juegos y sus negociaciones,
de sus protocolos discursivos. Decir "Yo te amo" hace,
automáticamente, que la locura peligrosa y voluble del
amor, adopte las formas religiosas de la confesión, o,
lo que es más o menos lo mismo, las formas estéticas
de la poesía.
3.
"Ah, pero no
escaparás de mis yambos"
Este caligrama, escrito
por Gaius Valerius Catullus (Catulo) hace un par de miles de
años, es, sin dudas, uno de los momentos más dramáticos
de la escritura amorosa. Concentra el sufrimiento pero también
la resignación de la escritura -la escritura como amor
onanista (¿Rousseau?).
Lo amado puede escurrirse
del amante, de la posesión o de la fusión final,
de los abrazos y de los besos, pero no de la escritura, de la
magia polaroid que finalmente lo congelará y lo
atravesará con un alfiler para inmovilizarlo y terminar,
de una vez por todas, con su insoportable mariposeo.
"Cómo
quisiera decirte
algo que llevo aquí dentro
clavado como una espina"
Este viejo hit suburbano
de Los Angeles Negros muestra al enamorado como lo que es: un
mutante. Algo hay de conmovedor en este intento ingenuo de apropiarse
de una escritura culta, de ser culto, pero sin saber que el precio
que pago por esa investidura es el de ser (digamos) marcadamente
demodé, inactual.
En el suburbio, en el arrabal
de una civilización, de una educación y de un gusto
(periferias de periferias:
el barrio de un pueblo del interior de un país subdesarrollado)
aparece un impensado barroco: sin más educación
estética que la memoria vaga de las lecturas de la primaria
(imposible no pensar en maestras romanticonas y cursis), la escritura
crece, se hace solemne y también se hace falsa. Pero, paradójicamente,
obtiene, por la misma razón, un efecto desconcertante:
el texto de Los Angeles Negros exhibe, trágicamente, en
esos pliegues barrocos, la desesperación de la propia escritura,
y el esfuerzo doloroso de escribir el amor.
De la misma manera, se exhibe
la tragedia en la voz aguda
y vacilante del cantante, como en una opereta: prendido del micrófono,
canto, recito, lloro, murmuro, me quejo. Ay amor, lo que me
haces hacer es aquello que no puedo decir ("cómo
quisiera decirte", cómo quisiera escribir el amor).
El cantante de los Angeles Negros desborda la capacidad afectiva
del lenguaje en un torrente de escritura y gestualidad retórica.
El órgano eléctrico, en un continuo de acordes,
parece encontrar una voz musical para la obsesión, para
el clima incesante y opresivo del amor injusto, irresuelto. Todo
está sobreindicado, sobreactuado. Es menos una tematización
que una somatización del amor.
"La noche se
perdió en tu pelo,
la luna se perdió en tu piel.
Y el mar se puso celoso
y quiso en tus ojos
estar él también."
Roberto Sánchez,
Sandro, el zingaro, le pone una voz, un gesto y el tono
mismo del Sturm und Drang a este texto de Anderle. Todo
en esta canción es excesivo. Aquí también
aparecen los problemas de los dialectos del amor (la voz quebrada
por la estratificación social, por la historia). Allí
donde una sensibilidad más educada, más civil,
vería una saturación, formas superlativas e infantiles
de la retórica, o un simple procedimiento ornamental,
histérico y falso, de gusto dudoso, Sandro sabe quizá
que ésa es la única verdad posible sobre lo amado
o sobre lo bello.
No hay modalidad más
trágica de mostrar el sadismo del objeto amado y su lejanía
imposible (el pelo, la piel y los ojos), que mostrar lo inútil,
y por tanto lo patético, de una escritura sobre él
(la noche, la luna y el mar son como hipérboles desesperadas,
pura mampostería y decorado como paisaje de almanaque,
un efecto casi hiperrealista de tan enfático, allí
donde la realidad fracasa).
La escritura
no puede representar o significar el amor, pero puede simularlo.
Catulo no puede atrapar a Lesbia y se resigna a congelarla en
el verso. Sandro no puede atrapar la belleza de la amada y eso
desata el solemne enloquecimiento del lenguaje y el cuerpo. Al
igual que en Los Angeles Negros, la escritura amorosa opera no
una tematización sino una somatización del amor.
4.
El enamorado nunca
duerme, nunca descansa. La posesión del objeto amado puede
no ser solamente la clausura de un drama (el del amor no correspondido,
el de la soledad barullenta y tormentosa, el de la búsqueda),
sino que puede ser, y con frecuencia lo es, el comienzo de una
tragedia: la de los celos, la de la paranoia, la de la obsesión.
"Para que sepan
todos a quién tú perteneces
con sangre de mis venas te marcaré la frente,
para que te respeten aún con la mirada
y sepan que tú eres mi propiedad privada.
Que no se atreva
nadie a mirarte con ansias
y que conserven todos respetable distancia,
porque siendo tu dueño no me importa más nada
que verte sólo mía, mi propiedad privada."
Estos exquisitos alejandrinos,
inmortalizados por Rosamel Araya, hablan de un nuevo enloquecimiento
allí donde podría pensarse que el enamorado iba,
por fin, a descansar. El celoso, el paranoico, descentrado, volcado
masivamente hacia la exterioridad, incesantemente atento a las
tormentas cotidianas de la distracción, las negligencias,
los descuidos, las torpezas, o, a veces, las crueldades de lo
amado (en realidad, para él, todo, en el objeto amado,
son crueldades), no dice Yo, no puede decir Yo, a no ser desplazado
en formas dativas, acusativas o posesivas (a mí,
de mí, mío, mi amor).
El enloquecimiento
celoso es, verdaderamente, el gran sufrimiento del amor, pues
se trata de un dolor desprovisto absolutamente de grandeza, de
profundidad psicológica, de coartadas literarias, de lirismo.
El dolor de los celos no es dramático, es una tragedia
en estado puro. Es la novela rosa que se precipita hacia la crónica
roja -y lo sabe, pero no puede parar.
5.
Pasados el drama de la soledad
y la no correspondencia (Werther), con su escritura tormentosa
y somática de la simulación,
o la tragedia de los celos y la paranoia (Otelo), con su vacío
de escritura, los tormentos del enamorado no se detienen. Le espera
lo peor.
El asunto puede resumirse
así. Tan grande es el gasto energético del enamorado,
tan explosivo y brillante su fuego, tanta la histeria, tan intensos
la gimnasia y la locura y las tensiones, que con frecuencia el
objeto amado lo decepciona o lo deja insatisfecho. Ahora el héroe
va a dejar de ser el objeto amado o el titular del sentimiento
amoroso, y va a pasar a ser el propio amor.
Este amor sin objeto,
o con un objeto exaltado al rango de lo sobrenatural o lo divino,
tema del romanticismo alemán, los lieder de Schubert y
Schumann, es también, innegablemente, el tema del bolero
(un amor que "nació de Dios / para los dos / nació
del alma", o "Mujer, si puedes tú con
Dios hablar", o "Espérame en el Cielo,
corazón" o "que el Cielo dé explicación
/ pues si es pecado el amor / es un pecado Divino" -pienso
que todo este gigantismo abstracto, este kitsch, esta
grandilocuencia de decorado y mampostería ya están
en el romanticismo alemán; o mejor, yo los veo retrospectivamente
en los lieder, especie de inevitable aberración
del tiempo de todo acto interpretativo, como residuos visuales
del bolero).
Su tema es el carácter
sagrado no de lo amado sino del amor. En todo caso lo amado,
en la medida en que, de alguna manera inexplicable o injustificable,
es merecedor de ese amor, es también tocado por lo sacro,
contagiado, milagroseado.
El paradigma es, ciertamente,
el amor de Dante por Beatrice:
"Dal primo
giorno ch'io vidi il suo viso
in questa vita, infino a questa vista,
non m'e il seguire al mio cantar preciso;
ma or convien che
mio seguir desista
pin dietro a sua bellezza, poetando,
come all'ultimo suo ciascuno artista."
(Paraíso,
XXX, 28-33)
("Desde el primer
día que vi su cara / en esta vida, hasta esto que estoy
viendo ahora, / no he dejado de cantarle; // pero ahora es conveniente
que desista / de seguirle cantando a su belleza, / como al final
le ocurre a todo artista").
Eso que estaba viendo
Dante cuando escribía estos versos ("infino a
questa vista"), es Dios. Recién entonces, habiendo
visto a Dios cara a cara, el enamorado decide no seguirle cantando
a Beatrice: tanto la ha amado, tanto le ha cantado, tan largo
ha sido el itinerario (noventa y tres cantos: todo el Infierno
y el Purgatorio, la mayor parte del Paraíso), tan desproporcionado
el gasto, que sólo Dios puede ser el objeto o el destino
de esa desmesura. La redención está en el amor,
y no en lo amado.
Pienso, inevitablemente,
que la expresión popular "haberle visto la cara a
Dios" remite al debut sexual, y esta derivación es
consecuente con el carácter básicamente asexuado
del amor beatífico.
Se trata de un amor
desmesurado pero también un poco tonto y simple, inofensivo
por lo beatífico, por lo religioso (y también,
seguramente, por su propio tamaño). Es menos amor que
adoración, forma ritualizada o secularizada del amor,
que no excluye (o que, inquietantemente, se apoya en) el miedo,
la obediencia o la fidelidad a un objeto amado despótico,
que no es sino un ídolo (eidolon), un fetiche,
un fantasma. Es un amor perfeccionista, que busca reconquistar
una especie de plenitud perdida, y cuyo objeto modelo (sacer,
lo sagrado) es la Madre: la forma misma de un regreso, de un
origen perdido que se recupera, de un descanso final después
del tiempo y de la peripecia, que sería también
el recuerdo de una plenitud de antes del tiempo, que en algún
momento se perdió.
Es eso lo que desata
la tragedia melancólica de Manuel Acuña:
"tú
siempre enamorada,
yo siempre satisfecho,
los dos una sola alma,
los dos un solo pecho,
y en medio de nosotros
mi madre, como un Dios."
Esta presencia intrusiva
y apabullante de la madre no fue tolerada por Rosario, la amada
de Acuña. Ella, razonablemente, lo abandona. Él,
razonablemente, se mata ("¡Adiós por la
vez última, / amor de mis amores; / la luz de mis tinieblas
/ la esencia de mis flores, / mi lira de poeta, / mi juventud,
adiós!").
Nada, lo que se dice
nada, podrá satisfacer al enamorado. Él es su sufrimiento.
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