Lo que está
en el aire
Una obra
no tiene valor, sino poder. No necesita llamar con mucho ruido.
La escuchan los que tienen oído
para ella.
Trotsko, anarquista, militante del movimiento de liberación
homosexual argentino, de otros grupos paulistas, de cultos asociados
a una droga, estos compromisos,
sucesivos y a veces simultáneos, pudieron resultar contradictorios,
pero fueron consecuentes en tanto experiencia (experimento y crítica) de las alternativas radicales de
una generación.
En los poemas culmina
la serie quizá contradictoria de las plataformas de cada
"movimiento", se reconcilia, o coexiste, un conjunto
de prácticas. En los poemas se ejercita una torsión
y mezcla de lo separado.
"Yo soy el
cisne errante de los sangrientos rastros,
voy manchando los lagos y remontando el vuelo", escribió
la uruguaya Delmira Agustini.
Esa poética del enchastre, ese mezclar, no es sólo
función de una metáfora: se trata de devenir cisne,
una implicación pragmática que pone en claro estratégicamente
la intensidad carnal del cisne modernista, no sólo decorativo,
no meramente "bello".
En Néstor Perlongher,
se trata de un cisne deformado, plomizo, que se hunde: el sesgo
neobarroco da una vuelta de tuerca a las purificaciones del gusto
de cierta vanguardia y recupera el gusto de principios de siglo
para experimentar una intensidad ahora nueva.
Hay devenires
mujer de los hombres, de los niños, pero también
devenires mujer de las mujeres: devenires minoritarios, ejercicio
del cuerpo que no se da por sentado a partir de una identidad.
Sólo por esas líneas de fuga capta el cuerpo su
impacto, la gloria y el desfallecimiento, una realización.
No se trata de encontrar la identidad sexual del que escribe,
porque la escritura, nómade,
singulariza devenires transversales a cualquier identidad.
El atractivo, el poder de
una escritura no
concierne ni a un grupo ni a un individuo. Siempre hay algo más
que un individuo, y menos que un grupo: contamina una zona de
pasaje, un corredor, desterritorializa el afecto en transformaciones
precarias.
Cuando un poema deja
de atenerse a la descripción, cuando raudo causa el vértigo,
alcanza un ascendiente. Pero esa posibilidad depende de las velocidades.
Los gestos, los pedacitos, las caídas, algo de ejercicio
corporal es trasuntado. El animal vestido se sacude, se empantana,
respinga, babea, el sonido se aleja, tobogán o balcón
largo, pecera estirada, palabreo que no vive salvo por salitre
y sudor, choque de olor. Queda en la página un fundido
de ventisca, confundido y desviante, despegado de la impronta;
se rehace o se deshace una vida, una edad, una tierra de nadie,
unos años resumen el habla con el bric -à -brac.
Cada gesto repercute en un comentario descifrador que lo prolonga
sin llegar a disciplinar el sentido, sin olvidar el impacto.
El criterio de selección
de términos o giros está justificado por demandas
de peso, por trozos en movimiento. Ser preciso es ser extravagante.
La extravagancia convence si abre una expectativa. La imagen
y la semejanza son los términos lezamescos puestos en
juego por la torsión palatal cuando lo imprecisable encuentra
su "definición mejor".
Destilan las palabras
retazos de referente, aislaciones y roturas de material. Respiran,
se esponjan, se responden unas a otras en eco deforme y ritmado
con asombrosa soltura y libertad. Viajan, nadan, derivan, o se
asustan por la banda de sonido. ¿Por qué cesan?
No escenifican su propia salida: el resto es silencio. Pero su
reto enarca la salida. El letrero, cualquier prohibición
o asignación de identidades, retiene valor normativo aunque
no controla la transgresión:
¿quiénes son esos pingüinos sino el devenir
marsopas de una banda de delfines? En un país ajeno rebota
un secreto nombre propio:
El Uruguayo título de una novela del argentino Copi,
o Austria- Hungría, de Néstor Perlongher.
No hay identidad,
sí un precario cerco de alambres
que son escrituras que son países que son campos cercados:
un guiñapo desgarrado, el que huye. En la desterritorialización
de escribir se juega un terreno perdido de antemano, aunque mantenido
como un saquito lleno, trapo agujereado, o marco visto a contraluz
del cielo. Una guillotina, una máquina de coser, la máquina
de En la colonia penal de Kafka
corta y distancia, mantiene y entrechoca, cuela, eleva un ascensor
al altiplano cuyo smog exige polvos de Abisinia o guaraná,
una transa acuosa del sol de verde luminar.
Transplatino
Transplatino: no en el sentido
de que queda del lado de allá, sino transiberiano,
transatlántico, que atraviesa: el primer
título de Perlongher, Austria- Hungría, certifica
un recorrido transnacional. El segundo poema de ese volumen se
llama Los Orientales. El primer poema del libro siguiente,
Alambres, se ocupa
del héroe oriental Rivera cuando Montevideo es sitiada
por Juan Manuel de Rosas.
Por un acto de justicia
poética, Perlongher reconsidera la geopolítica.
Alude a episodios históricos que desbordan el mapa de
la Argentina, entrega una plusvalía que rebasa las fronteras.
Aunque los funerales de Eva Perón son referidos en dos
poemas largos de libros diferentes, y Cadáveres se
llama un poema cuyo punto de partida son los desaparecidos a
través de la "Guerra Sucia" argentina de los
setentas.
Entre los muertos hay,
por lo menos, una mujer:
¿pero cuál? No la madre,
sino Eva Perón, la diosa-prostituta. Un verso de José
Lezama Lima, deseoso es el que huye de su madre, sirve
de epígrafe a un poema de Perlongher: ¿Huyo de
la madre de Lezama Lima?, se pregunta el yo
lírico, con la ironía
que no entendió Hegel en los románticos. Ironía
equivale aquí a política de estilo, que ficcionaliza
cualquier asunción en apariencia inconmovible.
La ironía enmarca
como ficción lo que se consideraba verdad, o necesidad,
o naturaleza. Si el arte, más
que retratar la realidad, la pone en movimiento, al cambiar el
criterio con que se la juzga, la política, a través
del arte, se manifiesta
como estilo. Ya no consiste sólo en el combate por tomar
el poder de un gobierno central según la estrategia marxista
que definía y guiaba la lucha de clases. La noción
califica cualquier conflicto, reconocido como singular. El poema
no se ocupa de política. La política, reinventada,
emigra al poema.
El yo lírico huye
de la madre viva y evoca a la prostituta muerta. O la resucita,
o agrega al féretro el rodete, para que ni siquiera cadáver
desmerezca la seductora. El último poema de Hule,
El cadáver de la nación, insiste en Evita,
en el manoseo, en maquillar y enjoyar a la muerta. Eva Perón,
en Perlongher, es una bandera efectiva y grotesca que enarbolan
las minorías que devienen
mujer. Devenir, según lo entienden Deleuze y Guattari
en Mil planicies, no una hembra real, o biológica,
sino intensidades-mujer, contaminaciones,
pastiches-mujer, no menos reales.
Macabro, el estilo aquí
decora a la muerta, o a la muerte,
como si el silencio fuera cómicamente rebasado no por el
mero aullido sino por una celebración de la vida
sobreabundante y frívola, crucial por tratarse de la vida.
El
estilo contraría
las definiciones de la moda. La moda es el régimen precario
que establece identidades, señala costumbres, relaciones
entre grupos, clases. Pero el estilo (espontáneo,
libre, dentro de los límites a ser explorados de su circunstancia) reúne (según la Oda a la alegría
de Schiller) lo
que la moda había -con violencia- separado.
Confunde las ideas claras
y distintas. Ante las travesuras, no por irónicas menos
arrojadas, del estilo, ante la cuestión: ¿es hombre
o mujer? ¿es prosa o poesía?,
se puede responder de varias maneras: con irritación (si se pretende eliminar la pregunta), con consternación (si
se caludica ante ella), con risa incontrolable (si se aprecia la ironía rebelde, no
culposa, si se la emula).
Los personajes de la historia
que aparecen en la obra de Perlongher no son ni héroes ni villanos. Son
apenas la oportunidad de jugar una broma, un reconocimiento extrañado,
de traducir al idiolecto de un mutante.
Ahí radica la eficacia política, la cómica
originalidad de sus poemas.
Las palabras, en Perlongher, pierden empaque y definición.
Pocos fuera del Río de la Plata sabrán que jopo
es el prestigioso pompadour inaugurado por Elvis Presley.
Los versos evocan, parodian, una textura de gomalaca, fijador
a la brillantina, hule, mermelada o dulce de leche. El
té de su tocayo Osvaldo Lamborghini (una, dos y hasta tres tazas, bebidas
en el revés de la pestaña...; culto antiguo de
la sed) se
vuelve neobarroso, término que Perlongher prefiere
a neobarroco para calificar cierta poesía rioplatense.
Desde Alambres (el
segundo libro),
incorpora elementos del portugués como consecuencia de
su estada en San Pablo. Prologa el libro titulado Mar Paraguayo,
de un poeta de Curitiba, Wilson Bueno (San
Pablo; editorial Iluminuras, 1992)
que combina el guaraní, el portugués y el español.
El portuñol es una respuesta estilística al aislamiento
que caracterizó y caracteriza las tradiciones literarias
hispana y portuguesa de nuestro continente. Quién alude
al Cadáver de la nación es un abrasilerado,
un subversivo transnacional.
Las aguas del éxtasis
Las escenas de Perlongher,
hasta Hule incluído, solían presentar una
dama que pichuleaba en los enseres de debajo, en los órganos
de un éxtasis sexual (la
dama al inclinarse bajo el cinabrio para lamerle el chupagrueso
al cirio).
Pero ahora, en Aguas aéreas (el
quinto libro de poemas, 1991),
la dama, que reaparece, se ha quedado perpleja. Ya no mantiene
las claveteadas ancas de mujer con la furia de un fantoche, fiel
e infiel a una imagen de lo masculino o de lo femenino. La dama
de Aguas aéreas se entretiene al borde del sendero,
ante un abismo, se pregunta en voz baja, entresueña, no
resiste y se deja llevar en una levitación. Más
aún que en su obra anterior, si cabe, deja de haber un
sujeto con identidad, sea literal o paródica.
La metonimia transporta
por huellas separadas, por la dinámica luminosa de un
rielar. Deja de lado cualquier pastiche de la prostituta o ninfómana.
Ya no encontramos siquiera a Eva rígida y emperifollada
sobre un catafalco, el cadáver de un sujeto. Aquí
ya no se invoca siquiera el consuelo patriótico de los
Funerales de la Nación, ni se apela a un pacto
histórico en un contexto que conceda identidad a los lectores.
En Aguas aéreas
confrontamos a una transparente y onírica dama del Aduanero
Rousseau a punto de levantar la pollera o la barrera fronteriza
frente a un nuevo reino de bailes voladores. Ya no puede hablarse
de un punto de vista subversivo o transgresivo, sino apenas de
la aventura de ver y derivar. La deriva aquí es visiva,
tiene un carácter de superficie lumínica, hay menos
tajos. Aunque hay peligros: Atraía el pez de hombre
a la dama amazónica que arrojábase rauda a lo más
hondo de sí.
Ya no se trata de las
delicias de un Brasil confitado, según Lezama Lima
recoge en Voltaire. Es un Brasil amazónico que llega por
la bebida de hojas selváticas y de lianas hervidas: el
yagué o la ayahuasca que William Burroughs buscó
en la selva peruana. Una sobredosis lo intoxicó y puso
en peligro su vida.
El culto, en este caso
el consumo ritual de la ayahuasca, va dejando caer el ropaje mitológico
y dogmático, deviene constelaciones de fosfenos que no
garantizan ninguna metafísica. Es un éxtasis desde
abajo, desde el ínfimo chakra, un éxtasis
que Nietzsche describe como
un desorden o doblamiento de la persona, la irrupción de
una fuerza que rompe con cualquier
noción de identidad, que sólo puede ser considerada
ajena. Desde un cauce se eleva como aguas aéreas
de la respiración profunda. Aguas y aire, río cuyas
exclusas son los esfínteres, desde el perineo sube, en
el que navega un pino alado (el
concepto es del Conde de Villanueva, evocado en un epígrafe
de libro).
La escritura de Aguas
aéreas, en un sentido quizá más cabal
que mucha otra poesía, es una meditación del cuerpo, no de la mente. Llega
desde abajo la información programadora de un continente
vacío, de un instrumento no resistente, el agua no cruda
o gorda, que no lleva en disolución muchas sales. Entre
bocanada y bocanada, un ahora, el pequeño presente, una
fe corta, una creencia del tamaño de las circunstancias.
El éxtasis equivale
a una pérdida de identidad, un carece de causa
desde el fondo de nosotros. El chorro lava por dentro y salpica
cada burbuja pinchada por las abejas de la respiración,
revienta en cadena desde el bajo vientre.
El imperativo libidinal
deforma, recrea el sustrato fónico y el encadenamiento.
No remite a nada, a ninguna realidad suficiente. Se autonomiza
para hacer comprender lo que de otro modo no tendría palabra.
Lo que se dice son impresiones de sensaciones y reacomodos con
el mundo, una puesta en escena, prácticas nombradas a
modo de ejemplo, fragmento alegórico y rítmico
de una respiración y un baile de las entrañas.
No es una consigna del
yoga, ni un culto a la ayahuasca, aunque puede participar de ambos.
Como el ritual de las budineras de La casa inundada, un
cuento de Felisberto Hernández celebra el culto del agua.
No importa cuáles sean los pensamientos, lo decisivo es
asegurarles un agua por donde se estiren y fluyan. Como un perpetuum
mobile que no cesa de brindar lo que no se sabía que
estaba allí, ni de confundir lo distinto y separado, una
subfeminedidad cincela con delicadeza los cuerpos trabajados (a
tachas) de los que reman. El fantoche del hombre y el fantoche
de la mujer se borran para perfilar el avance, a remo, del andrógino,
o mejor de los andróginos, en fila, desde el cauce más
remoto hasta el pasaje más liviano, bajo las sombras
o reverberación intoxicante que los transfigura en ocelotes,
en circuito de ocelos, en tatuajes, ojales, anillos de
luz, compromisos desencajados por la levedad de los rayos al rozar
la espalda de los remeros.
Entretanto, estos remeros
tienen un aire de familia con los de Góngora en la Soledad
Segunda. Se feminizan para venerar el cuerpo de sus amantes,
las viriles arponeadoras de orcas.
El agua en sus indefinidos
repliegues, en los círculos entrecruzados de sus direcciones
motrices y lumínicas, realiza el dinamismo visual de una
energía que no se deja paralizar por el miedo.
El estado poético, el éxtasis, es un temple de ánimo
que recoge en sí todos los miedos pero los devuelve a su
origen: el miedo de dios. A partir de allí se convoca a
dios, se lo escucha, se lo ve bailar. El miedo
paralizante deviene fiesta de movimientos sueltos.
El cuerpo sin órganos
es una membrana, el confiado instrumento de una fuerza extraña.
El dios, en la maraña amazónica de Aguas aéreas,
resulta una serpiente indígena, un dios caboclo para los
africanos, un Dionisos indio visto por los negros y los campesinos
criollos del Acre, irreductible en su expresión americana.
La luz líquida
Néstor Perlongher
ha aportado temas: los cadáveres, el éxtasis,
la enfermedad, y un erotismo de personajes en devenir, hilachas
y dicciones más que definiciones. Lo decisivo es una virtud
pragmática que pliega, un temple ético que asume.
Deja de haber palabras-concepto, como hombre (que
todavía aparecía en César
Vallejo, por ejemplo)
y pasa a haber partes extra partes: no sólo discretas (marlo) sino flexiones, frases, olas u ondas (Ondas
en El Fiord, es el título de un ensayo de Perlongher
dedicado a Osvaldo Lamborghini)
que desfiguran momentáneamente, como una emoción
al encontrar a alguien o algo, la estolidez de los significados.
El chorro, chorreo,
sentido y sin sentido, levanta un aserrín y va atrás
hacia el origen de lo sensual, para intoxicar con el tufo
de las trouvailles, como si fuera una dosis de polvos
de asma que abre los pulmones y se prolonga un tempo.
La función alegorizada
en Góngora (leído
por Lezama) bajo
la especie del animal carbunclo, mitad cabra, mitad
linterna (ese animal ve con
una luz oximorónica, oscura, una luz cuando no hay luz,
produce la luz con que ve)
resurge en Perlongher como la lluvia oreada de la ardilla
entre carbunclos de una ofuscante luminosidad.
Es una luz líquida: la imagen nace en el encuentro del
agua y del aire, un pliegue, no entre objeto y sujeto, ni entre
personas, sino entre elementos.
*Publicado
originalmente en La República de Platón
Nº16
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