Se dice que Cristopher Marlowe, inaugurador del mito de Fausto,
habría muerto en alguna hostería, allá por
1593, por haber discutido sobre la cuenta. Este deceso acaso tenga
poco de épico, pero recuerda que aquel que porta armas
las tiene para matar o morir por ellas. En el siglo XVI era también
cosa de escritores manejar espadas, o dirigir asaltos militares.
Así Garcilaso de la Vega, poeta melancólico, murió
tratando de tomar una posición enemiga; y si bien cualquier
defunción en combate debería contener algo de heroico,
poco de heroico retenemos en estos escritores.
Dicho de otro modo, faltaba
el fetiche de las biografías
literarias, género que impusieran Las vidas de los poetas
ingleses, del Dr. Johnson en el siglo XVIII y que al mismo
Johnson le practicara James Boswell (Life
of Samuel Johnson LL.D.)
en 1791. Para el precursor, el metier del biógrafo consistía
en proveer detalles minuciosos de la vida diaria, porque, según
su parecer, en esos pequeños detalles se recreaba el "carácter
vivo" del biografiado.
Es probable que el éxito de estas obras haya instigado
un malentendido que tuvo en un lector
de la época, Lord Byron, su mayor promotor. A diferencia
de un soldado como Garcilaso, que enmascaraba cualquier dato personal
entre ganadería y verduras apacibles, Byron decidió
que su propia biografía, transpuesta en versos, era el único
sujeto digno de su obra. Si
escribía Don Juan, era porque él era donjuanesco,
y diabólico, o el público debía encontrar
un poeta retumbante en ese "oscuro egoísta" del
Childe Harold.
La clave para entender la
poesía estaba por entonces en la biografía, y la
vida del biografiado, por tanto, era un aparato heroico. Por lo
tanto, había que realizar hazañas para que luego
éstas fueran a desembocar en libros. Se trataba, nadie
lo ignora, de ser Aquiles y Homero a
la vez, renquear como el señor Satanás (pero sin ser El diablo cojuelo) y
morir peleando por Grecia para que el Boswell de turno recogiese
aquello que la parca lo podía dejar sin anotar.
Si bien no eran demasiados
los que pudieran cruzar, como Byron, a nado el Bósforo,
pronto fueron muchos los que, porque se creían héroes
y pensaban que no había distinción posible entre
la letra y los latidos del corazón, en vez de obras conclusas
prefirieron los fragmentos, porque esos párrafos -que hoy
nos resultan insulsos- eran la clave grandilocuente que había
que recoger de sus almitas tormentosas.
En lo estrictamente literario, el gesto megalómano del
lord que reclama un biógrafo en cada verso infectó
casi sin remedio a las letras; hizo concebir que hay algo más
que el simple escribir, que
la cifra de un alma está en cada palabra y que es menester,
por ejemplo, leer en un poema desgarrado que el escritor, cuando
menos, padecía almorranas. Incluso aquellos que, como Nicanor
Parra en su antipoesía ("Yo
le dije al Ché que Bolivia no"), fingen burlarse terminan ratificando esa
grandilocuencia. Siguen creyendo que lo medular es afirmar que
"soy yo quien escribe", sin resignarse a que yo es anecdótico.
Demasiado ego para tanta letra
muerta; sería más aconsejable que se contentaran
con algo más frugal: "esto fue escrito, poco importa
por quién, y está ahí para aquel que lee".
* Publicado
originalmente en Insomnia
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