Más allá
de las razones de tipo económico y administrativo que explican
la desigualdad en
la distribución de riqueza en términos etáreos,
resulta evidente que el problema de la infantilización
de la pobreza tiene una dimensión simbólica que
Uruguay no puede seguir
obviando.
Para un país que
se considera poseedor de un alto índice de desarrollo
humano, el hecho de que la mitad de sus niños de 0
a 5 años y el 40% de los de 6 a 13 años vivan por
debajo del umbral de pobreza debería ser debatido sin pausa.
Sin embargo, ni siquiera la dimensión económica
y social del problema han sido planteadas con el énfasis
imprescindible.
Esta negligencia sugiere
que es precisamente por su implicancia simbólica que el
problema ha venido siendo asordinado (máxime
si se tienen en cuenta la eficiencia y presteza con la que, en
1989 y 1995, todos los actores sociales buscaron y encontraron
salidas para preservar la calidad de vida de sus ancianos). En
estos términos, se puede aventurar que, si bien
hay un país que puede ver la necesidad de preservar la
calidad de vida de sus provectos, todavía no hay uno que
pueda "verse" en sus niños. Por esta vía
argumentativa, se puede atribuir la presteza para solucionar
el problema de los pasivos al hecho de que, en ellos, se proyecta
la imagen de país que heredaron los uruguayos. En la figura
de los ancianos, parecería, se trató de salvaguardar
un modelo de Uruguay, aquél del estado de bienestar.
Lo opuesto sucede con la infantilización de la pobreza.
Por más que son cada vez más visibles los "niños
de la calle", los uruguayos no han logrado dimensionar el
problema. Esto probablemente está ligado a la incapacidad
para encontrar un relato de país que, en el futuro inmediato,
pueda contar
con la mitad de sus niños -los que nacen y se crían
en la pobreza- como actores. Se podría afirmar incluso
que, con esa mitad de los niños, está sucediendo
un fenómeno análogo al del Uruguay premoderno,
cuando, debido a la alta tasa de mortalidad infantil, los niños
menores de cinco años no recibían nombre al no
confiarse en sus posibilidades de supervivencia.
En la actualidad, lo
que es innombrable (y por
lo tanto abyecto)
es la infantilización de la pobreza. Esta abyección
respondería en buena medida a la incapacidad de disponer
un horizonte, un modelo de país que permita albergar a
esos niños, que en breve serán adultos.
Siendo los infantes, por definición, aquellos carentes
de voz, ha sido posible, hasta el momento, silenciar en alguna
medida el problema, si bien lo que ese silencio indica es que
no hay para ellos una ventana de posibilidades y que, al desatenderlos,
el resto de la sociedad les ha "bajado la
persiana".
No es preciso, sin embargo, recurrir a futurologías para
calibrar que esta exclusión que les inflige el discurso
- que trata de sostener su verosimilitud a fuerza de silenciamiento
- implica una especie de suicidio del imaginario
ya que, en el muy corto plazo, si no se revierte la tendencia,
estos niños, ya adultos, se harán oír con
un estrépito que pulverizará la imagen
cristalizada de país que con tanto afán se trató
de mantener.
Y dado el carácter inminente de este evento, no es exagerado
asegurar que es el intergeneracional el desafío más
importante que enfrenta el país. En caso de no dar con
soluciones a la infantilización de la pobreza, el relato
de
país que se ha tratado de congelar habrá, sencillamente,
explotado.
Una versión
de este artículo se puede encontrar en Hamed, Amir, 1999.
"Cómo narramos el desarrollo humano: algunas reflexiones
para el caso de Uruguay", documento solicitado para el
Informe de Desarrollo Humano 1999, Montevideo, PNUD.
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