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Monzón dijo
que su vida había cambiado después de haber conocido
a Susana Giménez: leía D'Artagnan, El
Tony, Intervalo, y gracias a ella empezó a
leer El exorcista, El Padrino, Papillon.
Carlos Monzón es
un advenedizo, con su
tiempo, con su medida, Monzón-camaleón no parece
del todo capaz de mimetizarse: el procedimiento se nota, y el
proceso, por alguna razón se arruina. Monzón apenas
si habla de aquello con lo que cree que se mimetiza, con lo que
cree que debe mimetizarse, con lo que cree que vale la pena mimetizarse (ignora que se ha mimetizado no con las formas
de su deseo sino con las
duras disposiciones de una moral).
El habla de su propio
modelo de dificultad, de su intento de sustituir una lectura
que -como toda lectura- considera
que la escritura es sagrada y que debe entenderse, por tanto,
contra una escritura profana (que,
en rigor, no sería escritura). Para unos es Freud, para otros
Marx, para otros Nietzsche
o Foucault, para otros
es William Forsyth, o Morris West, o Eliot,
o Lin Yutang, o Cummings, o Leo Buscaglia, o Vallejo,
u Onetti. Formación o
Distracción, o Sensibilidad, o Belleza,
o Verdad.
La enseñanza de
Monzón es verdaderamente invalorable. Monzón barroco,
muestra en la ingenuidad de su intento por travestirse
con los atributos de un Otro-Que-Lee, la ingenuidad del esfuerzo
de todo lector por llevar a buen término una mimesis
que está condenada al fracaso.
Alguien lo dijo aquí mismo: nuestra cultura entiende que
hay una especie de redención en el exceso. Por eso, quizá,
siento la necesidad de decir algo luego de leer ciertas declaraciones
de Monzón: sospecho en ellas cierta grandeza sintomática.
El exorcista, La neurosis Kennedy, El Padrino,
la enumeración es más que una serie, es un orden:
detrás se adivina todo el arte mezquino de la confección
de una lista sagrada (vale
decir, de una jerarquía, de una gramática).
Descubro a Dios en la lectura.
Me enseñan a leer, me evangelizan. He aprendido la sana
y santa lección de la seriedad y de la calidad, he aprendido
a caminar erguido, distingo
el bien del mal, empiezo a avergonzarme de lo que fui. (Un paréntesis. Quizá mi sensibilidad
a las declaraciones de Monzón es bien cristiana, en el
sentido de no poder salir del juego cristiano-anticristiano: la
expulsión del edén, eterna añoranza del paraíso
de la perversidad polimorfa, contra la conquista y la evangelización,
groseras expulsiones del edén. Entro en mi propio juego
cultural, el que quiero combatir: muestro mi incapacidad radical
para no heredarlo).
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Lo decía el sabio
Alonso Miranda, expert
en cuestiones de advenimiento: la contradicción, el malestar,
la alienación, no están en aquello de lo que me
privan, en lo que me quitan y en lo que no me permiten ser, sino
en lo que me agregan y en lo que me obligan a ser.(1) Esta
es la clave de lectura de terraja: un intento de mimesis
que fracasa, que no prospera. Pero antes quiero hacer una importante
y profunda observación. Cuando yo era más joven,
en la barra de la esquina (saberes
menores) distinguíamos
intuitivamente dos términos técnicos-antropológicos
sabiamente estructurales: el terraja y el pocho.
Su valor era su uso, su circulación, su metaforicidad.
Ahora tengo que hacer el esfuerzo de convertirlos en definiciones
aristotélicas, positivas, léxicas.
Terraja contendría
un look, un esfuerzo cuidadoso por diseñarse, una
tendencia, una intencionalidad histérica que no puede dejar
de proyectarse anticipadamente en imagen
(el terraja, naturalmente,
no se agota en eso, pero estos son los rasgos que necesito por
ahora, ya que me permiten oponerlo al pocho).
El pocho en cambio, es la
completa ausencia de un diseño de un estilo,
es la despreocupación narcicista y privada por todo look:
el chancleteo en el barrio o en el balneario, la busarda estirando
la jerin apretada. Detrás del pocho siempre hay una soberana
indiferencia que me habla de una seguridad basal que está
ausente en el terraja. Minguito Tinguitella es una especie de
pocho heráldico, mientras que Johnny Tolengo es un terraja
heráldico. Columbo es pocho, Kojak es terraja. El Canario
Luna es pocho, Paco Casal es terraja. Benedetti es pocho y Galeano
es más bien terraja. (Se
comprenderá que cualquiera de las dos categorías
iba -y va- bastante más allá del look vestimentario,
y abrazaba la pretensión extravagante de captar actitudes
y performances culturales más generales).
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La enseñanza
del terraja es mucho más amplia. El pocho grita cuando
habla porque no tiene el menor sentido del ridículo, no
tiene idea de que alguien pueda estar viéndolo, oyéndolo,
vigilándolo; el terraja grita cuando habla porque
quiere ser visto, oído y notado, y ése es su recurso,
simple e ingenuo. La madre, en la puerta de la escuela, aconseja
al nene con voz didáctica, aniñada y con buen volumen;
no mira a su hijo, si bien se inclina en actitud confidente sobre
él: mira como cómplices a sus eventuales espectadores.
El terraja generalmente
es un ser culturalmente barroco,
que nuestra cultura romántica convierte con cierta frecuencia
en objeto de cult (relatos,
novelas, filmes, contratos heroicos).
Su esfuerzo supremo es menos por diseñarse que por exhibir
ese diseño, por hacer que el diseño se note y que
su arte rompa el cuadro perceptivo,
funcionando como una especie de advertising ambulatoria.
Esta es una dura conquista, en la medida en que el terraja no
es simplemente el histérico (un
psicohistérico universal, de cuadro diagnóstico), sino un histérico socialmente
inverosímil que a fuerza no sólo de aparecer y de
estar, sino de insistir y de sobresaturar el espacio, quiere llegar a ser.
El proceso terraja de diseñarse
es doloroso: el terraja tiene un lugar social, un asentamiento,
un origen. La condición preterraja: antes de ser terraja
soy pobre. Esta pobreza me quiere condenar, socialmente, a no
ser (no soy un modelo, no
soy un type, nadie me nota).
Barroquizando el juego social de las miradas
(hago cosas según lo
que creo que cree de mí el que me mira), la dura respuesta consiste en
cumplir con las normas de un gusto sublime (el
gusto de Otro Superior).
Esta obediencia, fatalmente, me objetaliza (el Otro Superior me confirma en mi lugar
de Otro Inferior).
El proceso entonces muestra
fallas y fisuras: me he convertido en objeto de análisis
allí donde quise ser un ejemplo y un modelo
a seguir. He descuidado un detalle: lo que creo que el otro
cree, es antes que nada lo que yo creo. Ese operador modal hace
que toda comunicabilidad (en
el sentido democrático habermasiano) colapse: allí donde espero una respuesta,
aparece un comentario, un tratado, una antropología.
Mi trabajo mimético
no prospera bien, se frustra, se cuaja. No aparezco como un modelo
a imitar, y ni siquiera como un imitador, sino como un objeto
bizarro, cargado de información, como un usuario irresponsable
y pastichero de los estilos y de la transestética -un
objeto fenotípicamente barroco.(2)
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Es precisamente esta
imperfección, este defecto original, lo que paradójicamente
proporciona a la action terraja su deslumbrante eficacia.
Maradona, hace muchos años, adornado por un saco de piel
hasta los pies, un aro en la oreja izquierda, una crucecita en
la derecha y lentes negros de psycho, decía a un
periodista, en el aeropuerto: "Sigo siendo el mismo humilde
muchacho de barrio".
He visto, hace poco, a la entrada de un canyengue, a un galán
equipado con traje blanco o crema, blazer muy corto y con grandes
hombreras, pantalones muy anchos y pinzados, mocasines blancos,
chatos y con flequitos, pelo batido y armado. El resultado era
literalmente fantástico, un ensamblaje, una máquina
mitológica, (¿formas
de aparición del famoso real maravilloso?): tenía un aire de León-O,
los rasgos de Toro Sentado, y el empaque de David Bowle en el
82, que citaba al de Clark Gable cantando Putting on the Ritz
en el 40 y algo.
Travestirse con los rasgos de un Otro Superior
que es una composición herética, barroca, como "un
juego de espejos que se
desplazan" (a game
of shifting mirrors)
implosiona en una especie de masonería donde estos diseños
y rasgos se neutralizan en las claves de un gusto (aunque sea un gusto-otro): allí donde yo veo lo real
maravilloso (propiamente,
un objeto real maravilloso),
y leo desde mi asentamiento
cultural una performance rara y curiosa, una minita o un
amigo o un adversario, ven efectivamente un galán, un enamorado
que se emperifolla, un competidor, un muchacho bien vestido -ven
la verdadera performance en su emergencia microsocial.
El simulacro
terraja falla verticalmente: "Desde arriba" el terraja
no puede evitar ser visto como un intento fracasado de dandy, como una aproximación
por defecto. El dandy es el demiurgo itinerante, es el
encargado de unir un mundo sagrado y uno profano. Viajo a París
y pongo a disposición de los míos los últimos
antojos de la moda. Enseño a los cultos y literatos del
barrio a vestirse como
en Greenwich Village. Enseño a los carlitos a disfrutar
de música exclusiva y de autores desconocidos. Ayudo a
mis conocidos a descubrir jóvenes promesas cuyo futuro
se puede anticipar (no soy
meramente un imitador xerox, sino un imitador fino que extrae
gramáticas y abstrae las reglas del juego del gusto internacional).
Quiero mostrar a los
amigos mi nuevo look surfista (que
aprendí razonablemente mirando los programas de Punta
del Este de hace algunos años),
pero ignoro que ese look prescribe la etnia, caucásica
o nórdica, este prerrequisito, al no cumplirse, arruina
la simulación y transparenta el backstage. Aprendo
a leer libros con Susana Giménez y quiero clarinar la
nueva a los que todavía leen El Tony y D'Artagnan,
pero ignoro las reglas sagradas del lector culto y compongo una
nómina advenediza que arruina la simulación.
La enseñanza
del terraja empieza, precisamente, cuando falla la mimesis,
cuando el proceso y las estrategias saltan a los ojos. Esa enseñanza,
en parte, es la de clavar, en la firmeza del dandy, la
sospecha de que un Ojo Superior puede estar leyéndolo
como terraja.
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Más mimesis.
Resulta un ejercicio interesante notar cómo el mismo locutor
que grita y acelera cuando vende el multimaster o el salsachef
o el ginsu 2000, adopta un aire reposado y reflexivo cuando vende
a Domingo, Carreras y
Pavarotti. El mercachifle remoto -televisual,
telefónico- mutante
mimético, se convierte en su cliente, como el vendedor
de Kodak.
La feria
electrónica no respeta género
ni medida. Todo es adoptable, reciclable,
estilizable, desestabilizante. La mimesis y el travestismo
como únicos recursos de la comunicación de masas
nos están alejando cada vez más de la idea peregrina
de disponer de una antropología reposada que distinga actitudes
culturales, dandys o terrajas, de primera y de segunda. No hay
actitud, pose o vocación que no sea terraja, que no transparente,
que no exhiba, a algún nivel, su carácter advenedizo.
(1) Miranda, Alonso - "Llamado el advenedizo" Platón
18
(2) Nuñez, Sandino - "Los cantos de Caldo Nor"
Platón 20
* Publicado
originalmente en la República de Platón
Nº 23
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