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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



MIMESIS - TRAVESTISMO - TERRAJA - POCHO - DANDY -
LECTURA - ESCRITURA - OTRO-QUE-LEE - CODICIÓN PRETERRAJA

Mimesis*

Lautaro Lamas

Minguito Tinguitella es una especie de pocho heráldico, mientras que Johnny Tolengo es un terraja heráldico. Columbo es pocho, Kojak es terraja. El Canario Luna es pocho, Paco Casal es terraja. Benedetti es pocho y Galeano es más bien terraja


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Monzón dijo que su vida había cambiado después de haber conocido a Susana Giménez: leía D'Artagnan, El Tony, Intervalo, y gracias a ella empezó a leer El exorcista, El Padrino, Papillon.

Carlos Monzón es un advenedizo, con su tiempo, con su medida, Monzón-camaleón no parece del todo capaz de mimetizarse: el procedimiento se nota, y el proceso, por alguna razón se arruina. Monzón apenas si habla de aquello con lo que cree que se mimetiza, con lo que cree que debe mimetizarse, con lo que cree que vale la pena mimetizarse (ignora que se ha mimetizado no con las formas de su deseo sino con las duras disposiciones de una moral).

El habla de su propio modelo de dificultad, de su intento de sustituir una lectura que -como toda lectura- considera que la escritura es sagrada y que debe entenderse, por tanto, contra una escritura profana (que, en rigor, no sería escritura). Para unos es Freud, para otros Marx, para otros Nietzsche o Foucault, para otros es William Forsyth, o Morris West, o Eliot, o Lin Yutang, o Cummings, o Leo Buscaglia, o Vallejo, u Onetti. Formación o Distracción, o Sensibilidad, o Belleza, o Verdad.

La enseñanza de Monzón es verdaderamente invalorable. Monzón barroco, muestra en la ingenuidad de su intento por travestirse con los atributos de un Otro-Que-Lee, la ingenuidad del esfuerzo de todo lector por llevar a buen término una mimesis que está condenada al fracaso.
Alguien lo dijo aquí mismo: nuestra cultura entiende que hay una especie de redención en el exceso. Por eso, quizá, siento la necesidad de decir algo luego de leer ciertas declaraciones de Monzón: sospecho en ellas cierta grandeza sintomática. El exorcista, La neurosis Kennedy, El Padrino, la enumeración es más que una serie, es un orden: detrás se adivina todo el arte mezquino de la confección de una lista sagrada
(vale decir, de una jerarquía, de una gramática).

Descubro a Dios en la lectura. Me enseñan a leer, me evangelizan. He aprendido la sana y santa lección de la seriedad y de la calidad, he aprendido a caminar erguido, distingo el bien del mal, empiezo a avergonzarme de lo que fui. (Un paréntesis. Quizá mi sensibilidad a las declaraciones de Monzón es bien cristiana, en el sentido de no poder salir del juego cristiano-anticristiano: la expulsión del edén, eterna añoranza del paraíso de la perversidad polimorfa, contra la conquista y la evangelización, groseras expulsiones del edén. Entro en mi propio juego cultural, el que quiero combatir: muestro mi incapacidad radical para no heredarlo).


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Lo decía el sabio Alonso Miranda, expert en cuestiones de advenimiento: la contradicción, el malestar, la alienación, no están en aquello de lo que me privan, en lo que me quitan y en lo que no me permiten ser, sino en lo que me agregan y en lo que me obligan a ser.(1) Esta es la clave de lectura de terraja: un intento de mimesis que fracasa, que no prospera. Pero antes quiero hacer una importante y profunda observación. Cuando yo era más joven, en la barra de la esquina (saberes menores) distinguíamos intuitivamente dos términos técnicos-antropológicos sabiamente estructurales: el terraja y el pocho. Su valor era su uso, su circulación, su metaforicidad. Ahora tengo que hacer el esfuerzo de convertirlos en definiciones aristotélicas, positivas, léxicas.

Terraja contendría un look, un esfuerzo cuidadoso por diseñarse, una tendencia, una intencionalidad histérica que no puede dejar de proyectarse anticipadamente en imagen (el terraja, naturalmente, no se agota en eso, pero estos son los rasgos que necesito por ahora, ya que me permiten oponerlo al pocho).

El pocho en cambio, es la completa ausencia de un diseño de un estilo, es la despreocupación narcicista y privada por todo look: el chancleteo en el barrio o en el balneario, la busarda estirando la jerin apretada. Detrás del pocho siempre hay una soberana indiferencia que me habla de una seguridad basal que está ausente en el terraja. Minguito Tinguitella es una especie de pocho heráldico, mientras que Johnny Tolengo es un terraja heráldico. Columbo es pocho, Kojak es terraja. El Canario Luna es pocho, Paco Casal es terraja. Benedetti es pocho y Galeano es más bien terraja. (Se comprenderá que cualquiera de las dos categorías iba -y va- bastante más allá del look vestimentario, y abrazaba la pretensión extravagante de captar actitudes y performances culturales más generales).


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La enseñanza del terraja es mucho más amplia. El pocho grita cuando habla porque no tiene el menor sentido del ridículo, no tiene idea de que alguien pueda estar viéndolo, oyéndolo, vigilándolo; el terraja grita cuando habla porque quiere ser visto, oído y notado, y ése es su recurso, simple e ingenuo. La madre, en la puerta de la escuela, aconseja al nene con voz didáctica, aniñada y con buen volumen; no mira a su hijo, si bien se inclina en actitud confidente sobre él: mira como cómplices a sus eventuales espectadores.

El terraja generalmente es un ser culturalmente barroco, que nuestra cultura romántica convierte con cierta frecuencia en objeto de cult (relatos, novelas, filmes, contratos heroicos). Su esfuerzo supremo es menos por diseñarse que por exhibir ese diseño, por hacer que el diseño se note y que su arte rompa el cuadro perceptivo, funcionando como una especie de advertising ambulatoria. Esta es una dura conquista, en la medida en que el terraja no es simplemente el histérico (un psicohistérico universal, de cuadro diagnóstico), sino un histérico socialmente inverosímil que a fuerza no sólo de aparecer y de estar, sino de insistir y de sobresaturar el espacio, quiere llegar a ser.

El proceso terraja de diseñarse es doloroso: el terraja tiene un lugar social, un asentamiento, un origen. La condición preterraja: antes de ser terraja soy pobre. Esta pobreza me quiere condenar, socialmente, a no ser (no soy un modelo, no soy un type, nadie me nota). Barroquizando el juego social de las miradas (hago cosas según lo que creo que cree de mí el que me mira), la dura respuesta consiste en cumplir con las normas de un gusto sublime (el gusto de Otro Superior). Esta obediencia, fatalmente, me objetaliza (el Otro Superior me confirma en mi lugar de Otro Inferior).

El proceso entonces muestra fallas y fisuras: me he convertido en objeto de análisis allí donde quise ser un ejemplo y un modelo a seguir. He descuidado un detalle: lo que creo que el otro cree, es antes que nada lo que yo creo. Ese operador modal hace que toda comunicabilidad (en el sentido democrático habermasiano) colapse: allí donde espero una respuesta, aparece un comentario, un tratado, una antropología.

Mi trabajo mimético no prospera bien, se frustra, se cuaja. No aparezco como un modelo a imitar, y ni siquiera como un imitador, sino como un objeto bizarro, cargado de información, como un usuario irresponsable y pastichero de los estilos y de la transestética -un objeto fenotípicamente barroco.(2)

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Es precisamente esta imperfección, este defecto original, lo que paradójicamente proporciona a la action terraja su deslumbrante eficacia. Maradona, hace muchos años, adornado por un saco de piel hasta los pies, un aro en la oreja izquierda, una crucecita en la derecha y lentes negros de psycho, decía a un periodista, en el aeropuerto: "Sigo siendo el mismo humilde muchacho de barrio".

He visto, hace poco, a la entrada de un canyengue, a un galán equipado con traje blanco o crema, blazer muy corto y con grandes hombreras, pantalones muy anchos y pinzados, mocasines blancos, chatos y con flequitos, pelo batido y armado. El resultado era literalmente fantástico, un ensamblaje, una máquina mitológica,
(¿formas de aparición del famoso real maravilloso?): tenía un aire de León-O, los rasgos de Toro Sentado, y el empaque de David Bowle en el 82, que citaba al de Clark Gable cantando Putting on the Ritz en el 40 y algo.

Travestirse con los rasgos de un Otro Superior que es una composición herética, barroca, como "un juego de espejos que se desplazan" (a game of shifting mirrors) implosiona en una especie de masonería donde estos diseños y rasgos se neutralizan en las claves de un gusto (aunque sea un gusto-otro): allí donde yo veo lo real maravilloso (propiamente, un objeto real maravilloso), y leo desde mi asentamiento cultural una performance rara y curiosa, una minita o un amigo o un adversario, ven efectivamente un galán, un enamorado que se emperifolla, un competidor, un muchacho bien vestido -ven la verdadera performance en su emergencia microsocial.

El simulacro terraja falla verticalmente: "Desde arriba" el terraja no puede evitar ser visto como un intento fracasado de dandy, como una aproximación por defecto. El dandy es el demiurgo itinerante, es el encargado de unir un mundo sagrado y uno profano. Viajo a París y pongo a disposición de los míos los últimos antojos de la moda. Enseño a los cultos y literatos del barrio a vestirse como en Greenwich Village. Enseño a los carlitos a disfrutar de música exclusiva y de autores desconocidos. Ayudo a mis conocidos a descubrir jóvenes promesas cuyo futuro se puede anticipar (no soy meramente un imitador xerox, sino un imitador fino que extrae gramáticas y abstrae las reglas del juego del gusto internacional).

Quiero mostrar a los amigos mi nuevo look surfista (que aprendí razonablemente mirando los programas de Punta del Este de hace algunos años), pero ignoro que ese look prescribe la etnia, caucásica o nórdica, este prerrequisito, al no cumplirse, arruina la simulación y transparenta el backstage. Aprendo a leer libros con Susana Giménez y quiero clarinar la nueva a los que todavía leen El Tony y D'Artagnan, pero ignoro las reglas sagradas del lector culto y compongo una nómina advenediza que arruina la simulación.

La enseñanza del terraja empieza, precisamente, cuando falla la mimesis, cuando el proceso y las estrategias saltan a los ojos. Esa enseñanza, en parte, es la de clavar, en la firmeza del dandy, la sospecha de que un Ojo Superior puede estar leyéndolo como terraja.

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Más mimesis. Resulta un ejercicio interesante notar cómo el mismo locutor que grita y acelera cuando vende el multimaster o el salsachef o el ginsu 2000, adopta un aire reposado y reflexivo cuando vende a Domingo, Carreras y Pavarotti. El mercachifle remoto -televisual, telefónico- mutante mimético, se convierte en su cliente, como el vendedor de Kodak.

La feria electrónica no respeta género ni medida. Todo es adoptable, reciclable, estilizable, desestabilizante. La mimesis y el travestismo como únicos recursos de la comunicación de masas nos están alejando cada vez más de la idea peregrina de disponer de una antropología reposada que distinga actitudes culturales, dandys o terrajas, de primera y de segunda. No hay actitud, pose o vocación que no sea terraja, que no transparente, que no exhiba, a algún nivel, su carácter advenedizo.


(1) Miranda, Alonso - "Llamado el advenedizo" Platón 18
(2) Nuñez, Sandino - "Los cantos de Caldo Nor" Platón 20

* Publicado originalmente en la República de Platón Nº 23

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