En los ya lejanos tiempos
en el que el imán de la palabra
escrita empezaba a polarizar mi
atención de adolescente
-con muy lejanas consecuencias, puesto que cuando decidí
intentar ser un escritor
ya había cumplido los cuarenta- en esos lejanos tiempos,
decía, encontré que había dos tipos de textos muy diferentes
que daban cuenta de los arcanos de la intimidad amorosa. Por
un lado estaban los productos -de venta clandestina- de la paleolítica
industria pornográfica de
la época. Como literatura
eran claramente más malos que la peor de las novelas
policiales que consumía ávidamente en la misma
época. Por otro lado estaba la literatura
seria que, en términos generales y desde el punto de vista
que me interesaba, era seria precisamente porque sabía
muy bien dónde poner los puntos suspensivos y cuáles
eran las palabras que
ninguna tinta decente imprimiría.
Afortunadamente no tardé
en descubrir que, entre la hipocresía de las censuras
y la estupidez de la pornografía,
existía una angosta vía, para transitar en la cual
no faltaban los escritores
dotados de honestidad y de talento. En lo que sigue quisiera
recordar a tres autores, y en particular a tres de sus textos,
que para mí significaron la apertura de lo posible en
un terreno que por entonces sólo muy vagamente sabía
que algún día habría de transitar.
El infierno tan
temido
Los textos a que voy a referirme en orden cronológico
vieron la luz entre 1962 y 1973. El primero de ellos es El
infierno tan temido, de Juan
Carlos Onetti. Permítanme el atrevimiento de decir
que desde el ángulo que me interesa -el de la escritura
de la intimidad sexual y sus estrategias- y desde el punto de
vista del diccionario -para decirlo de alguna manera- Onetti
pertenece a un tiempo que ya no es el nuestro. Pertenece a aquel
tiempo en el que la Policía de Costumbres aún velaba
celosamente por la pureza moral de los textos, buscando ahorrarle
al ciudadano decente temas y términos tenidos por inconvenientes.
Un tiempo cuyos orígenes -como sabemos gracias a los estudios,
entre otros, de Norbert Elías- se remontan al Renacimiento
cuando Montaigne aún podía escribir
con sorpresa: "Hemos enseñado a las damas
a enrojecer con sólo oír nombrar aquello que en
modo alguno temen hacer. No osamos llamar a nuestros miembros
por su nombre, y sin embargo no tememos emplearlos para toda
suerte de libertinajes. Prohíbenos la ceremonia expresar
con palabras las cosas lícitas
y naturales, y la obedecemos; prohíbenos la razón
hacer las ilícitas y malas, y nadie la obedece.".
El infierno tan temido es una respuesta ingeniosa y malévola
a ese estado de cosas que condicionó la práctica
de la escritura durante
siglos y que llegó a ser interiorizado a tal punto que
terminó por ser tenido por natural, o, por lo menos,
por razonable.
El desafío que se plantea Onetti
en este texto consiste en ir más allá de lo permitido
pero sin romper las reglas del juego. Y lo logra dando un uso
calculador y taimado, como veremos, al recurso estilístico
que normalmente aseguraba la respetabilidad de un texto: la elipsis,
que dejaba "lo que sigue" librado a la imaginación
del lector. En efecto:
como recordarán el elemento central del relato son las
fotos obscenas
que Gracia le envía a Risso. Onetti,
que en el resto del relato, como es su manera, es morosamente
minucioso, no nos describe el contenido de esas fotos,
pero no haciéndolo nos obliga -precisamente porque
son el elemento central del relato sin el cual no se comprenden
las reacciones de Risso, que son el contenido del relato-
nos obliga, decía, a imaginarlas muy concretamente, nos
guste o no, so pena de que si no lo hacemos el relato sencillamente
no funciona.
O sea: no es que nos invite a llenar los lapsus represivos -como
era la práctica habitual- con algún estereotipo
más o menos "sexoso": nos obliga a recalentar
nuestra imaginación obscena
so pena de que lo que nos cuenta simplemente no tenga sentido.
Es más: nos obliga a producir una verdadera escalada de
obscenidades para que
tenga sentido la escalada de reacciones de Risso ante cada nueva
fotografía
-reacciones estas que sí nos son detalladas minuciosamente.
Nos deja pues librados a lo que, identificándonos inevitablemente
con Gracia, seamos capaces de imaginar como puesta en imagen
de lo obsceno. Apenas -calculador
y taimado, como decíamos- le da una mano a nuestra imaginación
suministrando pinceladas ínfimas, marginales,
casi subliminales, apenas lo imprescindible para gatillar nuestra
imaginación.
Pero ¿a qué remiten esos ínfimos indicios
que nos da para que imaginemos el contenido de las fotos
que Gracia se saca teniendo sexo
con sus amantes ocasionales? La visión impía de
las miserias de la desnudez,
la luz plana e implacable de los flashes, los encuadres azarosos
remiten sin duda, como único modelo icónico disponible,
a las fotografías
amateurs, torpes y crudas que producía el protonegocio
pornográfico de la época. Ojeen ustedes el capítulo
dedicado a los cincuentas de la Colección Rotenberg
de fotografía
obscena, que editó Taschen hace un par de años,
y tendrán una idea bastante precisa de lo que el texto
de Onetti pretendía
de la imaginación de su lector.
En resumen: si no cumplimos con esa tarea que se nos deja a nosotros
de saturar de obscenidad
el acto de lectura entonces
El infierno tan temido simplemente no funciona, es letra muerta. El corazón
del texto lo ponemos nosotros o el acto de comunicación
artística no tiene lugar.
De más está subrayar la conexión entre esta
erótica de la
obscenidad, más
virtual que objetivada en el texto, construida con la complicidad
activa del lector, y la dialéctica entre inocencia y corrupción
que recorre la totalidad de la obra de Onetti,
El infierno tan temido incluido, por supuesto.
Primera estrategia, entonces, de la escritura
de la intimidad: elidir, sí, como quiere la censura, pero
obligar a imaginar de manera tan concreta que sea esa concreción
misma la que haga funcionar al texto.
Paradiso
El segundo texto al que voy a interrogar es el famoso capitulo
VIII de Paradiso, de José
Lezama Lima. La edición crítica de Paradiso
de la colección Archivos de la Unesco nos dice,
y probablemente no se equivoca, que este capítulo fue
decisivo para la popularidad de la novela. También aporta
papeles privados que muestran la satisfacción de Lezama
ante la opinión de Julio Ramón Ribeyro en el sentido
de que esas "son las más hermosas y audaces páginas
de erótica en español
moderno".
Paradiso fue publicado en 1966. Para entonces el régimen
liderado por Fidel Castro ya había definido sus prioridades,
y en el frente literario la erótica
-para decirlo con moderación- no era prioridad, mucho
menos si incurría en el delito de abrirle la puerta al
demonio de la homosexualidad.
En realidad el capítulo VIII es un breve paréntesis
-una veintena de páginas justo en medio del libro-,
paréntesis que, aparentemente, nos aleja de la línea
central del relato que es el acceso a la imago, a la imagen poética,
de su protagonista, José Cemí. En su primera mitad
ese capítulo nos aporta las aventuras sexuales del estudiante
Farraluque, personaje que sólo en este capítulo
comparece.
Castigado por exhibir su genitalia durante los recreos, en los
tres fines de semana en que, sin asueto, deberá permanecer
en el recinto del internado, Farraluque conocerá ordenadamente,
en progresión didáctica, digamos, los arcanos de
la sexualidad hetero
y homosexual. Lejos de las astucias onettianas de la elipsis
Lezama cuenta todo y detalladamente. Esta pequeña pieza
solapada en el corazón del gran libro
es una verdadera joya del humor pícaro, hecha, paradojalmente,
a la vez de frescura y de metaforización
erudita.
Precisamente, junto con el solapamiento del capítulo erótico,
esa metaforización
erudita -manera lezamiana por antonomasia- es la otra clave de
la estrategia que adopta para acercarnos la plenitud de su imaginación
erótica. Ejemplifico
este recurso con unas líneas:
Ese encuentro amoroso -detalla Lezama- recordaba la
incorporación de una serpiente muerta por la vencedora
silbante. Anillo tras anillo, la otra extensa teoría fláccida
iba penetrando en el cuerpo de la serpiente vencedora, en aquellos
monstruosos organismos que aún recordaban la indistinción
de los comienzos del terciario, donde la digestión y la
reproducción formaban una sola función. La relajación
del túnel a recorrer demostraba en la españolita
que eran frecuentes en su gruta las llegadas de la serpiente
marina.
Las mismas estrategias de escritura
se extienden a la segunda mitad del capítulo VIII, donde
Fronesis cuenta a Cemí cómo quedó tuerto
Godofredo el Diablo como consecuencia de denunciar las extrañas
prácticas concupiscentes del Padre Eufrasio. En la descripción
de estas prácticas Lezama alcanzará una de las
ejemplificaciones más claras del eje teórico de
su erótica, o sea (en sus mismas palabras): cómo lograr en
el encuentro amoroso la lejanía del otro cuerpo. Esta
dilucidación del núcleo teórico de la erótica
lezamiana de la lejanía nos permitirá, retrospectivamente,
releer los momentos amorosos de Farraluque como variaciones del
mismo vector erótico. Más aún -en la medida
en que seamos capaces de comprender a la erótica como
la clave secreta de toda escritura-
nos exigirá releer el conjunto de la novela desde este
punto de inflexión que significa la explicitación
de los arcanos de su erótica. Con lo cual habremos comprendido
la motivación secreta de este a la vez solapado y escandaloso
capítulo VIII, y habremos comprendido la necesidad de
ser tan exhaustivamente explícito en lo sexual como le
fuera posible.
En resumen: solapamiento y metaforización erudita son,
entonces, las claves de la estrategia lezamiana de la escritura
de la intimidad. Imaginemos la perplejidad de Policía
de Costumbres culturales del régimen surcando en busca
de las malditas veinte páginas el intrincado océano
que es Paradiso. Imaginémoslos luego tratando de
descifrar las laboriosidades gongorinas que, según los
entendidos, camuflarían peligrosísimas desviaciones
contrarrevolucionarias. Ímproba tarea. De todas maneras
-como lo demuestra la correspondencia de Lezama con Rodríguez
Feo -editada por Era en México- al ajustarse los
criterios de permisividad literaria en la isla, Lezama terminó
por pagar caros sus gestos culteranamente libertarios.
El libro de Manuel
El tercer texto al que quisiera referirme es la novela El libro de Manuel,
de Julio Cortázar.
Las dos líneas que se entrelazan en el texto -política
y sexualidad- responden a intereses ineludibles para su condición
de sudamericano en París al principio de los setentas:
la escalada revolucionaria y la contraescalada represiva que
vivía el Cono Sur, y la Revolución Sexual que conmovió
hasta los cimientos a la cultura del Primer Mundo durante los
sesentas.
Yendo a lo que nos interesa -su escritura
de la intimidad- lo primero a notar es el carácter confesional
explícito que la anima. El terremoto cultural que la Revolución
Sexual significó lo llevó a replantearse su manera
de tratar en su obra la sexualidad, no sólo en cuanto
a respetar la variedad inherente a lo sexual como elemento ineludiblemente
constituyente de la psicología de sus personajes, sino
también en cuanto a la necesidad de eliminar cualquier
censura en el nivel de vocabulario.
Con una honestidad que en aquel entonces nos podía sonar
como una verdadera arenga y que hoy no nos resulta más
que conmovedora, Cortázar
da cuenta en el texto mismo de la novela de la lucha consigo
mismo que tuvo que encarar para ser capaz de utilizar las palabras
cotidianas del universo de lo sexual. Nos detalla los sentimientos
de vergüenza, miedo al rechazo y hasta de náusea,
que literalmente hacían que al incurrir en transgresión
a los códigos de la decencia literaria, se le cayera de
entre los dedos la birome. "Les tengo una envidia bárbara"
nos dice "a los erotólogos aprobados por el establishment
cultural, los que tienen piedra libre, como el viejo Miller o
el viejo Genet, esos que dieron el empujón y ganaron la
puerta de la calle y ya nadie puede atajar, aunque los prohíban
en un montón de países".
Como quiera que sea, Cortázar
en El libro de Manuel nos deja todo un rosario de incursiones
en el territorio duro de la intimidad sexual: desde una valoración
positiva de la eventual experiencia homosexual, a un elogio encendido
de la masturbación, a una exploración del rol secreto
de las fantasías más escabrosas en el contexto
de la sexualidad conyugal, al intento de cernir las elusivas
sutilezas del deseo aparentemente utópico de una relación
triangular, a una discusión estética del vocabulario
cotidiano de lo sexual, a una descripción del universo
ideológico y simbólico que gira en torno al deseo
y al rechazo de la analidad. El conjunto de los tópicos
que recorre y el ángulo preciso desde el cual da cuenta
de ellos en este texto que funciona dentro de su obra como un
verdadero turning point en la materia constituye de hecho
el corpus de una erótica cortazariana a la luz
de la cual debiera de revisarse el conjunto de su obra.
Cierto es que si bien Cortázar
en esta novela presenta todos estos temas, si bien los verbaliza,
sólo hay una escena de intimidad sexual plenamente desarrollada:
la escena en que Andrés, el narrador, fuerza a Francine,
su amante pequeño-burguesa, al coito por la vía
angosta, a la que ella se negara a lo largo de la relación.
Lejos del solapamiento y la marginalidad del capítulo
VIII de Paradiso esta es una escena clave en la estructura
narrativa de El libro de Manuel, ya que marca el punto
de inflexión en el que las líneas paralelas de
sexo y política terminan por anudarse. La estrategia de
construcción de la escena, lejos de las astucias de la
elipsis onettiana y de los excesos metafóricos de Lezama,
se basa en la voluntad de exhaustividad.
En efecto, aquí asistimos al desmontaje de los argumentos
ideológicos que sustentan el rechazo de Francine, asistimos
así mismo a la disección de las actitudes sicológicas
de Francine, que pasa de la cerrada resistencia, al descubrimiento
del placer y a la velada
aquiescencia, y asistimos finalmente a las peculiaridades técnicas
de este tipo de navegación en condiciones de mar gruesa
y de borrasca.
En resumen: cuando Cortázar
encara por primera vez la escritura
de la intimidad sexual los tiempos han cambiado. No es el de
El libro de Manuel un contexto de pudor exacerbado y de
represión -como el que padecían las escrituras
de El infierno tan temido y Paradiso- sino que
es un contexto de creciente liberalidad expresiva que desembocaría
en breve en la eliminación de las restricciones y censuras
que caracterizan a los tiempos que desde entonces vivimos. La
respuesta de Cortázar es -venciendo las reticencias y
vergüenzas de las que deja expresa constancia- la de asumir
a fondo las nuevas condiciones de escritura de la intimidad entronizando
como eje de su relato un momento de intenso erotismo
y tratándolo con la exhaustividad que se merece.
Conclusiones
Retornar, y en plan reflexivo, a estos textos que hace mucho
tiempo y por la vía de la sensibilidad me señalaron
el camino hacia una escritura de la intimidad depurada de hipocresías
y cinismos -al margen de que efectivamente la haya alcanzado
o no en mis libros- me abre a dos órdenes de reflexiones.
En primer lugar, y desde mi perfecta ignorancia respecto de los
arquetipos femeninos que
subyacen a mi propia escritura -ignorancia que quiero creer está
en la base de mi fertilidad literaria-, constato las diversísimas
versiones de lo femenino
presentes en los textos de referencia.
En Onetti es la idealización machista de la pureza femenina
y, por consiguiente, de la relación intersexual lo que,
al estallar la hipocresía de esa idealización,
convierte al personaje femenino en un ángel exterminador
perfectamente implacable. En Lezama el cuerpo
femenino es perfectamente equivalente respecto del masculino
como objeto de deseo: lo
que realmente cuenta para la pulsión es la capacidad del
deseante de lograr en el encuentro amoroso la lejanía
del otro cuerpo. En
Cortázar asistimos a la confrontación de dos arquetipos
femeninos que son en realidad supragenéricos: la ausencia
de encuadres, la espontaneidad dispuesta a seguir los impulsos
auténticos se enfrenta a la rigidez temerosa frente a
los tabúes que dependen
en última instancia a ideologías de clase social
o, más profundamente, a las limitaciones mentales que
fundamentan y legitiman una civilización.
Este retornar reflexivo me abre, en segundo lugar a reflexionar
sobre la diferencia entre aquella década tan peculiar
-tan sanamente preñada de utopía
y de esperanza- en la que vivieron y produjeron esos autores,
y los tiempos que nosotros padecemos. Entre su presente -su increado
creador, como decía Lezama- y el nuestro.
Estos tres maestros de la literatura
latinoamericana, en su plena madurez experimentaron la necesidad
de plasmar en su obra
los términos de su erótica personal y privada.
Juzgaron que su obra no estaba
completa si no aportaban también su clave erótica.
Por consiguiente instrumentaron las estrategias de escritura
que les parecieron posibles para ese fin en el contexto preciso
de libertad de expresión
que les tocó vivir.
En el Montevideo eternamente
aldeano y pudibundo, pero también secretamente hipócrita
y corrupto, de principios de los años sesenta Onetti inventó
una manera de obligar al lector -su semejante, su hermano- a
poner en juego, completando el texto desde la lectura,
lo más inconfesable de su imaginario.
En la atmósfera cultural puritana de la Cuba revolucionaria
esa erupción fascinante e incontenible de lucidez, humor,
erudición y desborde idiomático que se llamó
José Lezama Lima fue capaz de torcerle el brazo a la estupidez
burocrática.
En el París que todavía vibraba con la explosión
libertaria de Mayo del 68 Cortázar consideró
pertinente recordarle a una Latinoamérica
en plena escalada revolucionaria que, de última, no iba
a ninguna parte una revolución que no subvirtiera también
el universo insoslayable de la dimensión erótica
de la experiencia humana.
Nosotros, desde nuestra postmodernidad, o modernidad fluida o
líquida, como se la quiera llamar desde nuestro subcapitalismo
periférico y harapiento en el que, siguiendo el modelo
metropolitano, el Estado
-al menos en el ámbito de la cultura-
prefiere "ghettizar" antes que reprimir, y deja la
censura de las costumbres, el dictado de los gustos y las morales
en manos de las grandes
corporaciones, que son las que aseguran la gran circulación
de lo que se les ocurre o les conviene que sea el arte y el pensamiento;
nosotros, para quienes la palabra esperanza es ya casi una mala
palabra, y sin duda algo mucho menos vigente y actuante que en
aquellos lejanos sesentas, a punto tal que es no sin timidez
y casi por puro protocolo que nos atrevemos a proponer que otro
mundo es posible, nosotros estamos en condiciones de comprender
la naturaleza de los cambios y las continuidades habidos en el
lapso histórico transcurrido, y estamos por consiguiente
en condiciones de apreciar retrospectivamente en su justo valor
las estrategias, astucias, solapamientos y audacias a que recurrieron
estos grandes maestros para entregarnos los repliegues más
íntimos de su visión de la intimidad, y de apreciarlos
en tanto hazañas del impulso más profundo y duradero
de la humanidad, el de la lucha por la verdad y la libertad de
expresión como componentes inalienables de la condición
humana.
*Publicado
en Relaciones, nº 236-7, ene-feb. 2004.
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