Sexo, sexo, pornografía:
la sutileza gliptodóntica de nuestra cultura con los asuntos
de la carne dio notoriedad
y dinero a Vladimir Nabokov. Juicios y censura mediante, allá
por 1958 Lolita fue una explosión
que se abría paso a través de coros que le vociferaban
indecencia, inmoralidad y afines a la obra
del oscuro profesor de Cornell. Ese bullicio le ganó a
Ada o el ardor, su siguiente novela, la condecoración
de que ocho capítulos de su primera parte fueran adelantados
en Playboy y que Columbia Pictures pagara medio millón
de los sonoros dólares de entonces por los derechos de
una película que nunca habría de hacerse.
Sin embargo, estas dos
novelas de Nabokov, si bien hipersensuales en su textura, no cumplen
en ningún momento con la finalidad de la literatura erótica -sabidamente,
excitar sexualmente al lector.
Más aún, las escenas eróticas desaparecen
antes de que se llegue al tercio de cualquiera de estas novelas.
Por cientos de páginas quedan sí las emanaciones
del sexo, su vibración. Si se consideró a Nabokov
pornográfico, la verdad es que, en sus novelas, el sexo
es por sobre todo iridiscencia.
En Lolita, es la
combustión inicial para el descubrimiento de Estados Unidos,
en Ada, para escenificar un territorio de ciencia ficción,
llamado Anti Terra. Su vigor es catalizado por los tabúes
a ser transgredidos (pedofilia
en una, incesto en la segunda),
pero es paulatinamente devorado por la escritura
que, sosegada, lo canaliza. Es así que el protagonista
Humbert Humbert, de a poco, logra reconvertir su pasión
en algo parecido al amor
y casi reivindicarse consigo mismo cuando se transforma en asesino,
repitiendo e invirtiendo la pasión de Raskólnikov
en Crimen y castigo. Si el personaje de Dostoievsky, tras
matar a una vieja, tiene que pasar por casi infinitas páginas
de redención para confesarse, ser condenado y encontrar
el amor en Sonia Marmeládovna, prostituta casi celestial,
el de Nabokov tiene que transcurrir por un itinerario semejante
para redimir sus erecciones y convertirlas en sentimiento.
Más aún,
se puede entender la narrativa de estos coterráneos como
ejercicios de exorcismo. Así
como Karamázov o Raskólnikov deben purgarse a través
de sus juicios, Nabokov
- cuya propia obra pasara por diversos tribunales - debe lograr
que sus protagonistas depuren sus ardores. Se puede objetar que
ellos obsta una diferencia, ya que Dostoievsky, que narra en tercera
persona, puede escudarse en demonios explícitos y en fuerzas
celestiales en tanto Humbert Humbert (también Van Veen, protagonista de
Ada, como él seducido por una nínfula), que lo hace en primera, sólo
puede alentar un exorcismo: su propia escritura.
En todo caso, más
allá de estas discrepancias, lo axiomático es que
las obras tienen que exorcizar su propio demonio, que no es otro
que el de la escritura.
A diferencia del daimón dócil que le cuchicheaba
a Sócrates, el de la letra
exigirá que le construyan su propio escenario -en estos
casos, la novela- para irrumpir, juguetear, fatigarse y aplacarse,
finalmente, como un niño que está a punto de llorar
pero no quiere irse.
Se dirá que este
conjuro mantiene cierta analogía con el acto sexual; preciso
recordar, sin embargo, que, si bien poco hay más urgente
que el sexo, pasarlo al arte exige paciencia. No faltará
el lector de sufis o tantristas que recuerde que arte amatorio,
cuando es dignamente ejecutado, también es pacientísimo
y que a menudo la captura del sujeto deseado requiere la erección
de alambicados escenarios; hay, de todos modos, una divergencia.
Por concienzudo, resistente y estudioso que sea, el coito termina
con una explosión, catalogada como "pequeña
muerte". El exorcismo de la escritura -que es una cansera
progresiva- suele culminar con un parsimonioso duelo, al que conviene
llamar "despedida". Allá cuando la letra, mansa,
va página tras página siendo absorbida su propia
sombra, que es la fatiga de lo blanco.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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