¿Quieres
alejarte de mí? Pero ¿adónde quieres ir?
¿Dónde esta ese lejos de mí? ¿En
la luna? Kafka,
Cuadernos
Textos que dialogan
entre sí, por debajo de sus diferencias, por encima de
su contemporaneidad. La literatura
es cuestión de oído
también en el sentido de que se realiza, de última,
en este leer un texto con otro, en la escucha de este diálogo
apenas susurrado entre los libros. En mi opinión la novedad
más interesante en la narrativa uruguaya de la última
década ha sido la emergencia
-tardía, por supuesto, como lo prescribe la manera nacional
de hacer las cosas- de la temática sexual pura y dura,
sin mediaciones ni metaforizaciones.
En lo que sigue se trata de cuatro novelas muy recientes que
ilustran esa tendencia: Semidiós
de Amir Hamed (H Editores, 2001), Julián, el diablo
en el pelo de Roberto
Echavarren (Trilce,
2003), Yo, el
otro de Coral Godoy (H
Editores, 2003)
y Arena de Lalo Barrubia (Planeta,
2003). Si en arte la
diferencia es una obligación -axioma que, por lo demás,
en estas novelas se cumple sobradamente- estaremos peinando estos
textos a contrapelo -al decir de Benjamin en sus Tesis -en
busca de aquellos aspectos que les sean comunes, de los silencios
en los que se oculta su diálogo.
Bajo el signo de
Anteros
Julián y Arena comparten,
notoriamente, el carácter de verdaderos -y muy vívidos-
documentos antropológicos: la primera nos introduce en
el submundo de la prostitución homosexual masculina tal
y como se cultiva en el Montevideo actual, la segunda nos ofrece
un cuadro por demás detallado y pintoresco del modus vivendi
de los panquis (por punkies) del Montevideo
de los ochentas. Si Julián nos invita a conocer
la vida lumpen en las barriadas pobres de la periferia oeste
de la ciudad, el periplo de Arena es el de las tribus
en su utopía estival hecha de sol, mar, arena, hongos
o lo que haya y sexo promiscuo en cantidad. Con rigurosa pertinencia
ambas novelas hacen derivar de las marcas de pertenencia a esos
mundos la manera en que sus protagonistas padecen y resuelven
las peripecias amorosas que constituyen el epicentro de sus relatos.
En ambos casos se trata de amores no correspondidos: como es
sabido no vivimos bajo el signo de Eros sino bajo el signo de
Anteros.
En efecto, tanto Tomás,
en Julián -veterano, clase media, intelectual-,
como Pepe, en Arena -periodista "alternativo"
que termina por unirse a una tribu panqui-, se enamoran de quienes,
precisamente por encarnar al extremo las características
de sus mundos de referencia, no debieran de enamorarse: Julián,
adolescente y lumpen, es incapaz de imaginar otro horizonte (ya no digamos social sino) mental más que la prostitución;
la Potro es el paradigma en persona de la promiscuidad que caracteriza
a su grupo de pertenencia.
Hay además,
en ambos objetos de deseo, un ingrediente básico de ambigüedad
sexual. La larga cabellera de Julián es lo primero que
atrae a Tomás. "No soy una mina" le aclara
burlón el muchacho cuando lo recoge en la calle, poniendo
en juego una ambigüedad que está obviamente en el
corazón del deseo de Tomás. "Las crines"
llama desde el principio Tomás a la cabellera de Julián.
A su vez, el sobrenombre "la Potro" está cargado
con la misma ambigüedad. Se lo ha ganado por la iniciativa
voraz ("masculina") con que se expresa su apetito
sexual no menos que por la ambigüedad de sus gustos en la
materia. De más está subrayar que -y vale para
ambos personajes- el caballo en tanto símbolo expresa
la libertad, sin ataduras.
El cero y el infinito
La manera en que Tomás
y Pepe padecen ese anclaje amoroso imposible es básicamente
idéntica. Ambos padecen a su objeto de deseo en tanto
enigma. Julián cultiva deliberadamente su mezquino misterio.
No sólo oculta sus sentimientos sino también sus
actividades, su mundo, incluído el ámbito familiar.
Y lo hace para torturar a Tomás, para mantenerlo en un
estado de ansiedad del que no espera sino un rédito monetario.
La Potro, por el contrario, es enigmática sin más.
Está poseída por fuerzas, por daimones cuyas ordenes
no comprende y a los que no puede sino someterse. Ni quiere,
ni puede, ni sabría hablar de la deriva a la que está
sometida.
Tomás y Pepe
padecen esos enigmas como la imposibilidad de un orden, un equilibrio,
una contención, una fijeza, como la fisura por la que
el mundo se filtra en el deseado círculo mágico
de la pareja, infectándolo, o, lo que es lo mismo, como
la fisura por la cual el deseado huye, se fuga al infinito (al infinito de los amantes, por ejemplo). Esta tensión entre
fijeza y fuga, y la angustia que genera, está en el núcleo
de ambos textos. Cuando en la lectura percibí esta tensión
esencial me vino a la memoria la novela de Arthur Koestler El
cero y el infinito (1940), inspirada en los Procesos
de Moscú de los años treinta y similarmente organizada
en torno a una fijeza (la
prisión) y
una fuga (mental, hacia el
infinito de la memoria y del sueño), de ahí su título, mismo
que me he permitido parafrasear en el título de este artículo.
Respuestas para
la Esfinge
Tampoco difieren ambas
novelas en la forma en que sus protagonistas narradores Tomás
y Pepe resuelven el enigma que los tortura. Si bien ambos son,
en última instancia, ajenos al ámbito con el que
se vinculan (el submundo
de la prostitución, la tribu panqui) la fórmula que encuentran para
zafar de su sufrimiento amoroso está en ambos casos en
perfecta concordancia con los usos y costumbres de esos ámbitos.
Tomás opta por
el método policial, que su amiguito, por cierto, no desconoce:
lo interroga hasta la náusea, hasta comprobar que en Julián
no hay absolutamente nada más que un prostituto y un chorro,
incapaz, además, de otro sentimiento que no sea la indiferencia
malévola. A partir de ese punto Tomás queda liberado
de toda posibilidad de fascinación, a partir de ese punto
"acostarse con él era contingente", estaba
"curado".
Pepe, por el contrario,
que ha asumido a fondo las reglas de juego de un modo de vida
permisivo hasta la indiferencia, comprende y acepta que el momento
de la Potro en su vida (caracterizado
además por ser una relación triangular con el Bayo,
su mejor amigo)
no es más que una escala técnica en un viaje infinito
en busca de vaya uno a saber qué.
Tomás logra
rescatar el equilibrio de su mundo reduciendo a su objeto de
deseo a una silueta más, perfectamente inocua, en la banalidad
miserable del paisaje urbano. No poco logro dada la intensidad
del predicamento en el que se encontraba. Al final dice: "Cada
vez que tenía ganas de mirarlo, pasaba por el bosque"
(es decir, por el Parque
de los Aliados, donde el muchacho se prostituía). "Al verlo y refrescar
el identikit, lo consideraba más siniestro y se
arrepentía menos de distanciarse".
Pepe -humilde, o pasivo,
o contemplativo, o filosófico, vaya uno a saber-, asumiendo
la inasibilidad de ese tú y la inevitabilidad del dolor
que le va a causar, lo que logra es un premio -cuyo significado
profundo quizá no será capaz de descifrar pero
de cuyo esplendor sin duda goza- que la habilidad de la autora
nos reserva, en flashback, para el cierre del relato a manera
de deslumbrante epifanía: el premio consiste en haber
podido asomarse, en un ritual sangriento, a los misterios
irreductibles de la femineidad. No es poca cosa que, en esas
últimas e intensas páginas, la autora sea capaz
de mostrarnos la dimensión inherentemente mítica
de la peripecia humana y, en un mismo movimiento, la razón
necesaria de la triangularidad de la relación de la Potro
con Pepe y con el Bayo.
Deslizamientos progresivos
A esta altura de la
comparación se hace comprensible, quizá, el más
evidente y a la vez el más desconcertante de los paralelismos
entre ambos textos. En efecto: ambos padecen de una especie de
desplazamiento en el punto de vista narrativo. Julián
tiene -permítasenos decirlo así- una vocación
de texto en primera persona. Es más, uno lo recuerda como
escrito en primera persona y se sorprende al releerlo de que
está escrito en tercera persona (invito
a la comprobación experimental de este extremo). A la vez Arena es
obra de una autora que utiliza un seudónimo
masculino/femenino (Lalo
es diminutivo de Eduardo y a la vez, fonéticamente, parte
de la expresión "la loba rubia") y que narra en primera persona
pero desde un personaje masculino. ¿A qué se deben
estos desplazamientos? En ambos casos a una necesidad de distanciamiento.
Tomás, impotente frente a las mañas de su eromenos,
oscila entre el sofocado patetismo y la ironía feroz.
Lo que explica esa frágil tercera persona narrativa -que
disimula mal a la primera persona que desplaza- es la necesidad
de alejar al texto en lo posible de los bamboleos de la emocionalidad
que a la fuerza hubieran sido mucho más intensos de optar
por la narración en primera persona. Es que Julián
como texto es un hijo de la edad de la razón, su finalidad
no es la catarsis ni el grito sino la claridad y el esclarecimiento.
En Arena la necesidad de distanciamiento se comprende
desde ese final con flashback epifánico: si la Potro encarna
-digámoslo simplificando- el misterio de la sexualidad
femenina narrar desde ella es imposible: ante la hipóstasis
de un ente mítico lo que se puede hacer es dar testimonio,
decir desde afuera, que es precisamente lo que hace, respetuosamente,
Pepe.
El otro en tanto
vacío camaleónico
En Yo, el otro
el otro es una "tabla rasa" en la que es necesario
inscribir un nombre. Sólo que el intento es de antemano
inútil porque la cualidad del otro es el ser camaleónico,
la mutación perpetua en la que nada deja marca ni huella,
la ausencia absoluta de la memoria.
El azar, en plena calle,
pone a Uriel delante de aquel en quien reconoce instantáneamente
a su otro, al que habrá de liberarlo de la soledad. Y
no es cualquier soledad la de Uriel. No sólo porque vive
autoexiliado en un caserón viejo y profundo, ni sólo
porque vive recluído en el laberinto
de su memoria traumática, sino sobre todo porque pesa
sobre él una maldición (léase:
hematidrosis) que
le hace sudar -literalmente- sangre cada vez que experimenta
emociones fuertes. Vive, al decir de Gorostiza, sitiado en su
epidermis.
El otro que viniera
a liberarlo completándolo, no podía ser menos único.
En efecto, aquel en quien se le revela a Uriel su otro es un
demente sin nombre ni memoria que descalzo y semidesnudo corre
por las calles de Montevideo prodigando sonrisas y mendigando
monedas, sin más horizonte mental que la pura vivencia
de su existir.
Nada que sondear
Reencontramos pues,
en la novela de Godoy, el mismo doble eje de coordenadas: el
otro como misterio y la tensión entre inmovilidad y fuga.
Pero aquí el otro es un misterio verdaderamente insondable
porque en él efectivamente no hay nada que sondear. "Soy"
dice "una tabla rasa. Una tabla dura en la que no se
puede grabar ni un verbo, ni un pecado, ni un milagro".
La esencia del otro es precisamente la fuga -física y
mental: en el trotar infinito por las calles, en el olvido instantáneo
de todo lo vivido.
Pigmalión de
su imaginada otredad, Uriel se obstina en alucinar y fijar sobre
esa tábula rasa a aquel por el que clama todo su ser,
el que le devuelva como en un espejo
del alma su propia imagen
finalmente plena de sentido.
Pero es como escribir en
el agua: la naturaleza de ese su otro -como la de Julián,
la de la Potro- es la inasibilidad, la fuga infinita, el desvanecerse
camaleónico.
Como Tomás se
lleva a Julián a un paraje apartado en las Sierras de
Córdoba, como al final del verano Pepe se lleva a la Potro
a su apartamento, Uriel intenta apartar al otro del fluir incesante,
del río heraclitano que es la calle recluyéndolo
en el oscuro caserón en el que vive. Atrapa al vuelo a
ese puro élan vital y lo retiene en su jaula dorada sólo
para descubrir que la fuga infinita del mendigo que trota por
las calles se duplica en la fuga infinita de su ser camaleónico:
en su prisión el prisionero se le escurre como agua entre
los dedos.
La posesión
definitiva
La manera en que Uriel
resuelve el enigma del otro nos dice en qué medida vivía
ese enigma como tortura. No se trata aquí de un saber
inquisitorial como en Julián. Tampoco se trata
de un laisser passer, de un asumir pasivamente el misterio ajeno,
como en Arena. Uriel conjura la elusividad insoportable
del otro y termina con la angustia mediante la posesión
definitiva: quitándole la vida y ocultando -o sea, guardando
para sí- el cadáver.
Como en Julián
y en Arena en Yo, el otro reencontramos asimismo
el anclaje de las conductas en torno a las características
de un grupo de referencia. Aquí se trata de los locos,
de los sujetos signados por esa conducta infinitamente debatida
a la que llamamos locura. A la demencia del otro Uriel responde
con un acto de demencia que una y otra vez intenta explicar y
justificar: el de fijar definitivamente al otro, el de acabar
con su fuga física y mental dándole muerte
y enterrándolo en su jardín.
Reencontramos también
en Yo, el otro el mismo deslizamiento de la persona narrativa
que detectáramos en Julián y en Arena. Más
concretamente, como en Arena, aquí se trata de
una autora que asume narrativamente la primera persona masculina.
Por partida doble, además. En efecto, Yo, el otro está
estructurada como la alternancia de las voces de Uriel y su otro.
No existe en el texto de Godoy la justificación por la
necesidad de distanciamiento (en
el sentido brechtiano) que
encontrábamos en Julián y en Arena,
pero -a riesgo de penetrar en el territorio de lo indemostrable-
nos permitimos ver en este deslizamiento el proyecto de una feminización
de lo masculino cuyo resultado no está demasiado lejos
del deseo del andrógino que caracteriza al texto de Echavarren.
Un último paralelismo
entre Yo, el otro y Arena: en escenas decisivas
de ambos textos encontramos un mismo gesto: lamer sangre.
Pero las perspectivas en que inscriben el mismo gesto ambos textos
son completamente diferentes. En Arena es la sangre menstrual
de la Potro, que lamen Pepe y el Bayo en el momento más
secreto de la utopía solar del trío, momento al
que como decíamos sólo se accede al final del libro
y mediante una concentrada sucesión de raccontos, momento
en el que "el centro era ella y su dulzura y su sed de
mujer abierta de par en par capaz de albergarlo todo, enrojecerlo
todo con su rojo alimento". En el libro de Godoy la
sangre lamida es la que mana de los poros de la piel de Uriel.
Lamida, mágicamente desaparece en tanto obstáculo
-que desde siempre había sido- para la sexualidad de Uriel.
Desaparecida mágicamente en tanto lamida el abrazo amoroso
entre Uriel y el otro es finalmente posible. No es fácil
imaginar dos perspectivas más diferentes sobre la sangre
desde el imaginario femenino.
Ser-en-fuga
El esencialismo del
estilo de Godoy, verdadera prosa poética despojada al
extremo, hecha de elipsis y silencios donde las palabras a fuerza
de repetición mántrica terminan por rendir su último
sentido, pone en evidencia lo que en Julián y en
Arena podía aparecer como sobredeterminado por
la riqueza de sus universos culturales: que los dos ejes que
hemos venido exhumando se articulan en realidad en una sola estructura,
porque el enigma del otro y la tensión entre fijeza y
fuga son en realidad las dos caras de una misma moneda: el otro
es un ser-en-fuga. Más allá de lo que lo caracterice
(la prostitución,
la promiscuidad voraz, la locura) su
esencia más íntima es la inasibilidad, la fuga
perpetua, al infinito, que destruye continua, inevitablemente
el equilibrio, el círculo mágico en el que se desea
contenerlo y radicarlo. Retrospectivamente podemos decir de estos
tres textos lo que Roland Barthes decía en la entrada
Ausencia de sus Fragmentos de un discurso amoroso:
"El otro se encuentra en estado de perpetua partida,
de viaje; es, por vocación, migratorio, huidizo; yo soy,
yo que amo, por vocación inversa, sedentario, inmóvil,
predispuesto, en espera, encogido en mi lugar, en sufrimiento,
como un bulto en un rincón de una estación".
Realidad de las metáforas
Semidiós es una novela
fuertemente marcada por la inventiva formal y por la manera laberíntica
en que estructura sus significaciones (al
respecto ver el artículo de Ercole Lissardi, Cables
pelados en Nº 622 de El País Cultural). En lo que sigue veremos la
forma peculiar en que comparte, en su matriz más íntima,
la estructura que hemos venido elucidando.
Vale la pena subrayar
de entrada un rasgo distintivo: Semidiós toma al
pie de la letra lo que en la interpretación de los otros
textos se puede extrapolar en tanto metáfora. En efecto:
el otro enigmático que tortura aquí es un otro
sin identidad sexual ni personal, sin rostro siquiera, y que
lacera real y físicamente al protagonista narrador; la
fijeza, el cero en tanto orden cerrado y en equilibrio es aquí,
sin más, un cuerpo
sometido a la inmovilidad absoluta; la fuga al infinito aquí
es directamente la caída libre, delirante del lenguaje
que narra a través del magma de la memoria. Esta concretización
en Semidiós de nuestras metáforas interpretativas
le dan al texto ese vago sesgo genérico que, indefiniblemente,
lo caracteriza -del lado de la literatura
fantástica pero también, como veremos, del lado
del policial.
Un lugar llamado
Semidiós
En Semidiós
alguien (llamémoslo
"el torturado")
ha sido amarrado a un ordenador. "Sólo los dedos
en libertad de moverse". Desde la pantalla alguien (llamémoslo "el torturador") le informa que debe narrar
incesantemente, y que cualquier desfallecimiento o desviación
de la tarea será penada con descargas eléctricas.
El texto, el cuerpo de la novela no es sino el de este chat,
que alterna relatos, disquisiciones y digresiones con reconvenciones,
amenazas y anuncios de castigos. Razonablemente el contertulio
castigador comienza por rebautizar al torturado narrador con
el sobrenombre de Scheherezade.
El narrador torturado
-cuya escritura, de última,
consituye el eje discursivo- queda sometido así a la máquina
del lenguaje, su escritura
es una escritura automática
en caída libre, infinita a través de la memoria
hacia los más remotos meollos de su intimidad (¿hacia qué si no podría
deslizarse por la pendiente del lenguaje?), pero es a la vez el intento de resolver
el enigma -aquí el lado policial de que hablábamos-
de ese otro hueco, vacío, sujeto sin substancia, puramente
gramatical -al decir, una vez más, de Koestler- que lo
tortura, porque sólo logrando ese desciframiento podría,
como Tomás, acariciar la esperanza de cerrar el bucle
y escapar a la espiral del dolor.
En esta dialéctica
enigmática entre sí mismo y el otro lo que está
en juego una vez más es la tensión -aquí
en un grado insoportable- entre la fijeza -aquí llevada
al extremo del cero movimiento- y la fuga al infinito, esta vez
por medio de la escritura.
El motor y el hilo conductor en esta caída libre, en este
descenso despavorido hacia el universo olvidado de los orígenes,
es el dolor, o, más exactamente la sexualidad como mezcla
inextricable de abuso, sufrimiento y goce, en un nivel tal de
intensidad como pocas veces conocieron antes nuestras letras.
Comunidades imaginarias
Es interesante observar
aquí que si en Julián, en Arena y
en Yo, el otro habían ámbitos de referencia
muy precisados (la prostitución
homosexual masculina, los panquis, la locura) que de última suministraban las
pautas en que las relaciones de los protagonistas eran posibles
(o imposibles), también en Semidiós
existe ese marco y también es absolutamente determinante.
En efecto: el magma de asociaciones que produce su deriva de
lenguaje lleva pronto al narrador torturado a la sospecha de
que se encuentra en manos de una célula de sadomasoquistas
nucleada en torno a un sitio web llamado Semidiós, sitio
al que el narrador alimentara -en carácter de opus
pistorum- con relatos truculentos. No falta en la novela
una amplia descripción de las reglas y las prácticas
de esa "comunidad
virtual" -Hamed retomará el tema S/M en "Relato para pieles sensibles",
incluído en Buenas
noches, América (H
Editores, 2003).
De hecho, la situación
básica de Semidiós es una ilustración
fantasiosa y desmesurada de la práctica S/M. La escritura
de Semidiós es, en última instancia, una
actividad más en la agenda del sitio web S/M Semidiós,
actividad en la que el narrador es feminizado (rebautizado
con un nombre de mujer: Scheherezade) y sometido a la experiencia del dolor.
El círculo
se cierra
Es más: la deriva
de lenguaje a través de las napas de su memoria lo lleva
a una especie de escena primaria en la que, en la temprana
adolescencia, conociera
la feminización, la servidumbre y la sodomización.
Los detalles de esta escena primaria le permiten comprender
-en un giro perfectamente paranoico- que el/la webmaster del
sitio S/M de que está prisionero no puede ser sino la
misma persona (él/ella,
ya que se trata de una pareja de hermanos, una especie de protoandrógino)
que le iniciara
en el disfrute del dolor y de la sumisión. Con lo que
el círculo se cierra. Dolor, escritura y placer
funcionan juntos y se retroalimentan, desde siempre y para siempre.
Si al comienzo creíamos que el titular del deseo en este
texto -a diferencia de en los otros que analizamos- era el otro,
ahora sabemos que el titular es el narrador y que su deseo -el
que permite comprender el sentido global y final de la obra-
es el deseo del Amo, o sea, el deseo de la sumisión y
aún del castigo. Comprendemos entonces, en particular,
que el narrador acceda en esta escritura
-que se produce desde el dolor, que es el producto mismo del
aguijón doloroso- a un placer tal, a una liberación
tal de la escritura que
ya no querrá salirse de la situación. Por supuesto:
en el mismo momento en que accede a semejante placer es desconectado,
desenchufado, liberado. La palabra secreta que al ser escrita
finalmente lo "libera" signando el fracaso de
su deseo es la palabra "buey", o sea, castrado.
Inconclusiones
Nuestra intención
ha sido poner a dialogar unos con otros a cuatro textos recientes
de la narrativa uruguaya caracterizados por encarar abiertamente
la temática sexual. Del refinamiento intelectualizante
de Echavarren a la inventiva jocunda y desbordada de Hamed, del
lirismo nostalgioso de Barrubia al simbolismo tenso y exasperado
de Godoy, es difícil imaginar sensibilidades y obras más
diferentes. Y sin embargo creemos haber puesto en evidencia líneas
de fuerza profundas que les
son comunes.
Limitándonos
a lo esencial: a) hemos visto que en todos esos relatos el meollo
concierne a la relación amorosa con un otro que
es profundamente enigmático, relación que
significa una tortura para el narrador, que debe de alguna
manera resolverla; b) hemos visto que todos esos textos
están estructurados en torno a una tensión esencial
entre una fijeza, un equilibrio, una inmovilidad padecida
o deseada, y un movimiento centrífugo, una diseminación,
una fuga al infinito lo hemos llamado, fuga que se origina en
el enigma del otro y que genera la angustia en el narrador; c)
de hecho, sumando a y b, hemos llegado a concluir que, desde
el punto de vista del narrador, el otro es, esencialmente, un
ser-en-fuga; d) hemos visto, asimismo, que el deseo
puesto en juego en estos textos es un deseo
signado por la ambivalencia sexual y destinado al fracaso.
Incluyamos en una sola
fórmula todos los aspectos del tema en juego. Diría
así: aquel a quien amamos o deseamos desde el resbaladizo
terreno de la ambigüedad sexual -es decir, desde el abandono
de la supuesta seguridad de los roles sexuales tradicionales-
se nos presenta como un enigma cuyo signo es la huida, la fuga,
y que como tal nos hiere y nos obliga a una respuesta liberadora.
¿De qué nos hablan, entonces, estos textos? De
que, liberados de los roles y las prácticas sexuales tradicionales
-y de eso se trataba en la Revolución Sexual de los sesentas
y en la larga tradición que la generó a lo largo
del siglo XX-, no ha quedado por ello abolida la intrínseca
tristeza del trance amoroso. Vivimos -ya lo hemos repetido- más
que nunca bajo el signo de Anteros. Como las Elegías
de Propercio, la Vida nueva de Dante o el Werther
de Goethe, estos textos tan de hoy nos hablan de estrategias
concebibles para -quizá- aminorar el daño que nos
causa el imposible acceso al -la imposible posesión del-
objeto de deseo. ¿Habrá que no desear? ¿Es
posible no desear? ¿Es posible abolir el impulso que nos
lanza hacia ese otro en el que prefiguramos toda la felicidad
imaginable y aún la inimaginable? En realidad el dudoso
privilegio de ser titular de Deseo ha sido siempre para unos
unhappy few. A la mayor parte de los humanos los vacuna desde
pequeños el sentido común. Y para esos unhappy
few ¿no hay esperanza? Muy poca. Está en su naturaleza
-como decía el escorpión de Mr. Arkadin- dar el
testimonio ejemplarizante que mantenga a los demás a salvo.
*Publicado
en Relaciones, Nº 242, Montevideo, Julio de 2004
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