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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ESCRITURA - LITERATURA - CUERPO - DOLOR - DESEO - OTRO - SEXO - JULÍAN, EL DIABLO EN EL PELO - SEMIDIÓS - YO, EL OTRO - ARENA - ECHAVARREN, ROBERTO - HAMED, AMIR - GODOY, CORAL - BARRUBIA, LALO - NARRATIVA URUGUAYA - SADOMASOQUISMO -

El sexo y el infinito: Echavarren, Hamed, Godoy, Barrubia*

Ercole Lissardi
¿Habrá que no desear? ¿Es posible no desear? ¿Es posible abolir el impulso que nos lanza hacia ese otro en el que prefiguramos toda la felicidad imaginable y aún la inimaginable? En realidad el dudoso privilegio de ser titular de Deseo ha sido siempre para unos unhappy few. A la mayor parte de los humanos los vacuna desde pequeños el sentido común

¿Quieres alejarte de mí? Pero ¿adónde quieres ir?
¿Dónde esta ese lejos de mí? ¿En la luna?
Kafka, Cuadernos

Textos que dialogan entre sí, por debajo de sus diferencias, por encima de su contemporaneidad. La literatura es cuestión de oído también en el sentido de que se realiza, de última, en este leer un texto con otro, en la escucha de este diálogo apenas susurrado entre los libros. En mi opinión la novedad más interesante en la narrativa uruguaya de la última década ha sido la emergencia -tardía, por supuesto, como lo prescribe la manera nacional de hacer las cosas- de la temática sexual pura y dura, sin mediaciones ni metaforizaciones. En lo que sigue se trata de cuatro novelas muy recientes que ilustran esa tendencia: Semidiós de Amir Hamed (H Editores, 2001), Julián, el diablo en el pelo de Roberto Echavarren (Trilce, 2003), Yo, el otro de Coral Godoy (H Editores, 2003) y Arena de Lalo Barrubia (Planeta, 2003). Si en arte la diferencia es una obligación -axioma que, por lo demás, en estas novelas se cumple sobradamente- estaremos peinando estos textos a contrapelo -al decir de Benjamin en sus Tesis -en busca de aquellos aspectos que les sean comunes, de los silencios en los que se oculta su diálogo.

Bajo el signo de Anteros

Julián y Arena comparten, notoriamente, el carácter de verdaderos -y muy vívidos- documentos antropológicos: la primera nos introduce en el submundo de la prostitución homosexual masculina tal y como se cultiva en el Montevideo actual, la segunda nos ofrece un cuadro por demás detallado y pintoresco del modus vivendi de los panquis (por punkies) del Montevideo de los ochentas. Si Julián nos invita a conocer la vida lumpen en las barriadas pobres de la periferia oeste de la ciudad, el periplo de Arena es el de las tribus en su utopía estival hecha de sol, mar, arena, hongos o lo que haya y sexo promiscuo en cantidad. Con rigurosa pertinencia ambas novelas hacen derivar de las marcas de pertenencia a esos mundos la manera en que sus protagonistas padecen y resuelven las peripecias amorosas que constituyen el epicentro de sus relatos. En ambos casos se trata de amores no correspondidos: como es sabido no vivimos bajo el signo de Eros sino bajo el signo de Anteros.

En efecto, tanto Tomás, en Julián -veterano, clase media, intelectual-, como Pepe, en Arena -periodista "alternativo" que termina por unirse a una tribu panqui-, se enamoran de quienes, precisamente por encarnar al extremo las características de sus mundos de referencia, no debieran de enamorarse: Julián, adolescente y lumpen, es incapaz de imaginar otro horizonte (ya no digamos social sino) mental más que la prostitución; la Potro es el paradigma en persona de la promiscuidad que caracteriza a su grupo de pertenencia.

Hay además, en ambos objetos de deseo, un ingrediente básico de ambigüedad sexual. La larga cabellera de Julián es lo primero que atrae a Tomás. "No soy una mina" le aclara burlón el muchacho cuando lo recoge en la calle, poniendo en juego una ambigüedad que está obviamente en el corazón del deseo de Tomás. "Las crines" llama desde el principio Tomás a la cabellera de Julián. A su vez, el sobrenombre "la Potro" está cargado con la misma ambigüedad. Se lo ha ganado por la iniciativa voraz ("masculina") con que se expresa su apetito sexual no menos que por la ambigüedad de sus gustos en la materia. De más está subrayar que -y vale para ambos personajes- el caballo en tanto símbolo expresa la libertad, sin ataduras.

El cero y el infinito

La manera en que Tomás y Pepe padecen ese anclaje amoroso imposible es básicamente idéntica. Ambos padecen a su objeto de deseo en tanto enigma. Julián cultiva deliberadamente su mezquino misterio. No sólo oculta sus sentimientos sino también sus actividades, su mundo, incluído el ámbito familiar. Y lo hace para torturar a Tomás, para mantenerlo en un estado de ansiedad del que no espera sino un rédito monetario. La Potro, por el contrario, es enigmática sin más. Está poseída por fuerzas, por daimones cuyas ordenes no comprende y a los que no puede sino someterse. Ni quiere, ni puede, ni sabría hablar de la deriva a la que está sometida.

Tomás y Pepe padecen esos enigmas como la imposibilidad de un orden, un equilibrio, una contención, una fijeza, como la fisura por la que el mundo se filtra en el deseado círculo mágico de la pareja, infectándolo, o, lo que es lo mismo, como la fisura por la cual el deseado huye, se fuga al infinito (al infinito de los amantes, por ejemplo). Esta tensión entre fijeza y fuga, y la angustia que genera, está en el núcleo de ambos textos. Cuando en la lectura percibí esta tensión esencial me vino a la memoria la novela de Arthur Koestler El cero y el infinito (1940), inspirada en los Procesos de Moscú de los años treinta y similarmente organizada en torno a una fijeza (la prisión) y una fuga (mental, hacia el infinito de la memoria y del sueño), de ahí su título, mismo que me he permitido parafrasear en el título de este artículo.

Respuestas para la Esfinge

Tampoco difieren ambas novelas en la forma en que sus protagonistas narradores Tomás y Pepe resuelven el enigma que los tortura. Si bien ambos son, en última instancia, ajenos al ámbito con el que se vinculan (el submundo de la prostitución, la tribu panqui) la fórmula que encuentran para zafar de su sufrimiento amoroso está en ambos casos en perfecta concordancia con los usos y costumbres de esos ámbitos.

Tomás opta por el método policial, que su amiguito, por cierto, no desconoce: lo interroga hasta la náusea, hasta comprobar que en Julián no hay absolutamente nada más que un prostituto y un chorro, incapaz, además, de otro sentimiento que no sea la indiferencia malévola. A partir de ese punto Tomás queda liberado de toda posibilidad de fascinación, a partir de ese punto "acostarse con él era contingente", estaba "curado".

Pepe, por el contrario, que ha asumido a fondo las reglas de juego de un modo de vida permisivo hasta la indiferencia, comprende y acepta que el momento de la Potro en su vida (caracterizado además por ser una relación triangular con el Bayo, su mejor amigo) no es más que una escala técnica en un viaje infinito en busca de vaya uno a saber qué.

Tomás logra rescatar el equilibrio de su mundo reduciendo a su objeto de deseo a una silueta más, perfectamente inocua, en la banalidad miserable del paisaje urbano. No poco logro dada la intensidad del predicamento en el que se encontraba. Al final dice: "Cada vez que tenía ganas de mirarlo, pasaba por el bosque" (es decir, por el Parque de los Aliados, donde el muchacho se prostituía). "Al verlo y refrescar el identikit, lo consideraba más siniestro y se arrepentía menos de distanciarse".

Pepe -humilde, o pasivo, o contemplativo, o filosófico, vaya uno a saber-, asumiendo la inasibilidad de ese tú y la inevitabilidad del dolor que le va a causar, lo que logra es un premio -cuyo significado profundo quizá no será capaz de descifrar pero de cuyo esplendor sin duda goza- que la habilidad de la autora nos reserva, en flashback, para el cierre del relato a manera de deslumbrante epifanía: el premio consiste en haber podido asomarse, en un ritual sangriento, a los misterios irreductibles de la femineidad. No es poca cosa que, en esas últimas e intensas páginas, la autora sea capaz de mostrarnos la dimensión inherentemente mítica de la peripecia humana y, en un mismo movimiento, la razón necesaria de la triangularidad de la relación de la Potro con Pepe y con el Bayo.

Deslizamientos progresivos

A esta altura de la comparación se hace comprensible, quizá, el más evidente y a la vez el más desconcertante de los paralelismos entre ambos textos. En efecto: ambos padecen de una especie de desplazamiento en el punto de vista narrativo. Julián tiene -permítasenos decirlo así- una vocación de texto en primera persona. Es más, uno lo recuerda como escrito en primera persona y se sorprende al releerlo de que está escrito en tercera persona (invito a la comprobación experimental de este extremo). A la vez Arena es obra de una autora que utiliza un seudónimo masculino/femenino (Lalo es diminutivo de Eduardo y a la vez, fonéticamente, parte de la expresión "la loba rubia") y que narra en primera persona pero desde un personaje masculino. ¿A qué se deben estos desplazamientos? En ambos casos a una necesidad de distanciamiento.

Tomás, impotente frente a las mañas de su eromenos, oscila entre el sofocado patetismo y la ironía feroz. Lo que explica esa frágil tercera persona narrativa -que disimula mal a la primera persona que desplaza- es la necesidad de alejar al texto en lo posible de los bamboleos de la emocionalidad que a la fuerza hubieran sido mucho más intensos de optar por la narración en primera persona. Es que Julián como texto es un hijo de la edad de la razón, su finalidad no es la catarsis ni el grito sino la claridad y el esclarecimiento. En Arena la necesidad de distanciamiento se comprende desde ese final con flashback epifánico: si la Potro encarna -digámoslo simplificando- el misterio de la sexualidad femenina narrar desde ella es imposible: ante la hipóstasis de un ente mítico lo que se puede hacer es dar testimonio, decir desde afuera, que es precisamente lo que hace, respetuosamente, Pepe.

El otro en tanto vacío camaleónico

En Yo, el otro el otro es una "tabla rasa" en la que es necesario inscribir un nombre. Sólo que el intento es de antemano inútil porque la cualidad del otro es el ser camaleónico, la mutación perpetua en la que nada deja marca ni huella, la ausencia absoluta de la memoria.

El azar, en plena calle, pone a Uriel delante de aquel en quien reconoce instantáneamente a su otro, al que habrá de liberarlo de la soledad. Y no es cualquier soledad la de Uriel. No sólo porque vive autoexiliado en un caserón viejo y profundo, ni sólo porque vive recluído en el laberinto de su memoria traumática, sino sobre todo porque pesa sobre él una maldición (léase: hematidrosis) que le hace sudar -literalmente- sangre cada vez que experimenta emociones fuertes. Vive, al decir de Gorostiza, sitiado en su epidermis.

El otro que viniera a liberarlo completándolo, no podía ser menos único. En efecto, aquel en quien se le revela a Uriel su otro es un demente sin nombre ni memoria que descalzo y semidesnudo corre por las calles de Montevideo prodigando sonrisas y mendigando monedas, sin más horizonte mental que la pura vivencia de su existir.

Nada que sondear

Reencontramos pues, en la novela de Godoy, el mismo doble eje de coordenadas: el otro como misterio y la tensión entre inmovilidad y fuga. Pero aquí el otro es un misterio verdaderamente insondable porque en él efectivamente no hay nada que sondear. "Soy" dice "una tabla rasa. Una tabla dura en la que no se puede grabar ni un verbo, ni un pecado, ni un milagro". La esencia del otro es precisamente la fuga -física y mental: en el trotar infinito por las calles, en el olvido instantáneo de todo lo vivido.

Pigmalión de su imaginada otredad, Uriel se obstina en alucinar y fijar sobre esa tábula rasa a aquel por el que clama todo su ser, el que le devuelva como en un espejo del alma su propia imagen finalmente plena de sentido. Pero es como escribir en el agua: la naturaleza de ese su otro -como la de Julián, la de la Potro- es la inasibilidad, la fuga infinita, el desvanecerse camaleónico.

Como Tomás se lleva a Julián a un paraje apartado en las Sierras de Córdoba, como al final del verano Pepe se lleva a la Potro a su apartamento, Uriel intenta apartar al otro del fluir incesante, del río heraclitano que es la calle recluyéndolo en el oscuro caserón en el que vive. Atrapa al vuelo a ese puro élan vital y lo retiene en su jaula dorada sólo para descubrir que la fuga infinita del mendigo que trota por las calles se duplica en la fuga infinita de su ser camaleónico: en su prisión el prisionero se le escurre como agua entre los dedos.

La posesión definitiva

La manera en que Uriel resuelve el enigma del otro nos dice en qué medida vivía ese enigma como tortura. No se trata aquí de un saber inquisitorial como en Julián. Tampoco se trata de un laisser passer, de un asumir pasivamente el misterio ajeno, como en Arena. Uriel conjura la elusividad insoportable del otro y termina con la angustia mediante la posesión definitiva: quitándole la vida y ocultando -o sea, guardando para sí- el cadáver.

Como en Julián y en Arena en Yo, el otro reencontramos asimismo el anclaje de las conductas en torno a las características de un grupo de referencia. Aquí se trata de los locos, de los sujetos signados por esa conducta infinitamente debatida a la que llamamos locura. A la demencia del otro Uriel responde con un acto de demencia que una y otra vez intenta explicar y justificar: el de fijar definitivamente al otro, el de acabar con su fuga física y mental dándole muerte y enterrándolo en su jardín.

Reencontramos también en Yo, el otro el mismo deslizamiento de la persona narrativa que detectáramos en Julián y en Arena. Más concretamente, como en Arena, aquí se trata de una autora que asume narrativamente la primera persona masculina. Por partida doble, además. En efecto, Yo, el otro está estructurada como la alternancia de las voces de Uriel y su otro. No existe en el texto de Godoy la justificación por la necesidad de distanciamiento (en el sentido brechtiano) que encontrábamos en Julián y en Arena, pero -a riesgo de penetrar en el territorio de lo indemostrable- nos permitimos ver en este deslizamiento el proyecto de una feminización de lo masculino cuyo resultado no está demasiado lejos del deseo del andrógino que caracteriza al texto de Echavarren.

Un último paralelismo entre Yo, el otro y Arena: en escenas decisivas de ambos textos encontramos un mismo gesto: lamer sangre. Pero las perspectivas en que inscriben el mismo gesto ambos textos son completamente diferentes. En Arena es la sangre menstrual de la Potro, que lamen Pepe y el Bayo en el momento más secreto de la utopía solar del trío, momento al que como decíamos sólo se accede al final del libro y mediante una concentrada sucesión de raccontos, momento en el que "el centro era ella y su dulzura y su sed de mujer abierta de par en par capaz de albergarlo todo, enrojecerlo todo con su rojo alimento". En el libro de Godoy la sangre lamida es la que mana de los poros de la piel de Uriel. Lamida, mágicamente desaparece en tanto obstáculo -que desde siempre había sido- para la sexualidad de Uriel. Desaparecida mágicamente en tanto lamida el abrazo amoroso entre Uriel y el otro es finalmente posible. No es fácil imaginar dos perspectivas más diferentes sobre la sangre desde el imaginario femenino.

Ser-en-fuga

El esencialismo del estilo de Godoy, verdadera prosa poética despojada al extremo, hecha de elipsis y silencios donde las palabras a fuerza de repetición mántrica terminan por rendir su último sentido, pone en evidencia lo que en Julián y en Arena podía aparecer como sobredeterminado por la riqueza de sus universos culturales: que los dos ejes que hemos venido exhumando se articulan en realidad en una sola estructura, porque el enigma del otro y la tensión entre fijeza y fuga son en realidad las dos caras de una misma moneda: el otro es un ser-en-fuga. Más allá de lo que lo caracterice (la prostitución, la promiscuidad voraz, la locura) su esencia más íntima es la inasibilidad, la fuga perpetua, al infinito, que destruye continua, inevitablemente el equilibrio, el círculo mágico en el que se desea contenerlo y radicarlo. Retrospectivamente podemos decir de estos tres textos lo que Roland Barthes decía en la entrada Ausencia de sus Fragmentos de un discurso amoroso: "El otro se encuentra en estado de perpetua partida, de viaje; es, por vocación, migratorio, huidizo; yo soy, yo que amo, por vocación inversa, sedentario, inmóvil, predispuesto, en espera, encogido en mi lugar, en sufrimiento, como un bulto en un rincón de una estación".

Realidad de las metáforas

Semidiós es una novela fuertemente marcada por la inventiva formal y por la manera laberíntica en que estructura sus significaciones (al respecto ver el artículo de Ercole Lissardi, Cables pelados en Nº 622 de El País Cultural). En lo que sigue veremos la forma peculiar en que comparte, en su matriz más íntima, la estructura que hemos venido elucidando.

Vale la pena subrayar de entrada un rasgo distintivo: Semidiós toma al pie de la letra lo que en la interpretación de los otros textos se puede extrapolar en tanto metáfora. En efecto: el otro enigmático que tortura aquí es un otro sin identidad sexual ni personal, sin rostro siquiera, y que lacera real y físicamente al protagonista narrador; la fijeza, el cero en tanto orden cerrado y en equilibrio es aquí, sin más, un cuerpo sometido a la inmovilidad absoluta; la fuga al infinito aquí es directamente la caída libre, delirante del lenguaje que narra a través del magma de la memoria. Esta concretización en Semidiós de nuestras metáforas interpretativas le dan al texto ese vago sesgo genérico que, indefiniblemente, lo caracteriza -del lado de la literatura fantástica pero también, como veremos, del lado del policial.

Un lugar llamado Semidiós

En Semidiós alguien (llamémoslo "el torturado") ha sido amarrado a un ordenador. "Sólo los dedos en libertad de moverse". Desde la pantalla alguien (llamémoslo "el torturador") le informa que debe narrar incesantemente, y que cualquier desfallecimiento o desviación de la tarea será penada con descargas eléctricas. El texto, el cuerpo de la novela no es sino el de este chat, que alterna relatos, disquisiciones y digresiones con reconvenciones, amenazas y anuncios de castigos. Razonablemente el contertulio castigador comienza por rebautizar al torturado narrador con el sobrenombre de Scheherezade.

El narrador torturado -cuya escritura, de última, consituye el eje discursivo- queda sometido así a la máquina del lenguaje, su escritura es una escritura automática en caída libre, infinita a través de la memoria hacia los más remotos meollos de su intimidad (¿hacia qué si no podría deslizarse por la pendiente del lenguaje?), pero es a la vez el intento de resolver el enigma -aquí el lado policial de que hablábamos- de ese otro hueco, vacío, sujeto sin substancia, puramente gramatical -al decir, una vez más, de Koestler- que lo tortura, porque sólo logrando ese desciframiento podría, como Tomás, acariciar la esperanza de cerrar el bucle y escapar a la espiral del dolor.

En esta dialéctica enigmática entre sí mismo y el otro lo que está en juego una vez más es la tensión -aquí en un grado insoportable- entre la fijeza -aquí llevada al extremo del cero movimiento- y la fuga al infinito, esta vez por medio de la escritura. El motor y el hilo conductor en esta caída libre, en este descenso despavorido hacia el universo olvidado de los orígenes, es el dolor, o, más exactamente la sexualidad como mezcla inextricable de abuso, sufrimiento y goce, en un nivel tal de intensidad como pocas veces conocieron antes nuestras letras.

Comunidades imaginarias

Es interesante observar aquí que si en Julián, en Arena y en Yo, el otro habían ámbitos de referencia muy precisados (la prostitución homosexual masculina, los panquis, la locura) que de última suministraban las pautas en que las relaciones de los protagonistas eran posibles (o imposibles), también en Semidiós existe ese marco y también es absolutamente determinante. En efecto: el magma de asociaciones que produce su deriva de lenguaje lleva pronto al narrador torturado a la sospecha de que se encuentra en manos de una célula de sadomasoquistas nucleada en torno a un sitio web llamado Semidiós, sitio al que el narrador alimentara -en carácter de opus pistorum- con relatos truculentos. No falta en la novela una amplia descripción de las reglas y las prácticas de esa "comunidad virtual" -Hamed retomará el tema S/M en "Relato para pieles sensibles", incluído en Buenas noches, América (H Editores, 2003).

De hecho, la situación básica de Semidiós es una ilustración fantasiosa y desmesurada de la práctica S/M. La escritura de Semidiós es, en última instancia, una actividad más en la agenda del sitio web S/M Semidiós, actividad en la que el narrador es feminizado (rebautizado con un nombre de mujer: Scheherezade) y sometido a la experiencia del dolor.

El círculo se cierra

Es más: la deriva de lenguaje a través de las napas de su memoria lo lleva a una especie de escena primaria en la que, en la temprana adolescencia, conociera la feminización, la servidumbre y la sodomización. Los detalles de esta escena primaria le permiten comprender -en un giro perfectamente paranoico- que el/la webmaster del sitio S/M de que está prisionero no puede ser sino la misma persona (él/ella, ya que se trata de una pareja de hermanos, una especie de protoandrógino) que le iniciara en el disfrute del dolor y de la sumisión. Con lo que el círculo se cierra. Dolor, escritura y placer funcionan juntos y se retroalimentan, desde siempre y para siempre. Si al comienzo creíamos que el titular del deseo en este texto -a diferencia de en los otros que analizamos- era el otro, ahora sabemos que el titular es el narrador y que su deseo -el que permite comprender el sentido global y final de la obra- es el deseo del Amo, o sea, el deseo de la sumisión y aún del castigo. Comprendemos entonces, en particular, que el narrador acceda en esta escritura -que se produce desde el dolor, que es el producto mismo del aguijón doloroso- a un placer tal, a una liberación tal de la escritura que ya no querrá salirse de la situación. Por supuesto: en el mismo momento en que accede a semejante placer es desconectado, desenchufado, liberado. La palabra secreta que al ser escrita finalmente lo "libera" signando el fracaso de su deseo es la palabra "buey", o sea, castrado.

Inconclusiones

Nuestra intención ha sido poner a dialogar unos con otros a cuatro textos recientes de la narrativa uruguaya caracterizados por encarar abiertamente la temática sexual. Del refinamiento intelectualizante de Echavarren a la inventiva jocunda y desbordada de Hamed, del lirismo nostalgioso de Barrubia al simbolismo tenso y exasperado de Godoy, es difícil imaginar sensibilidades y obras más diferentes. Y sin embargo creemos haber puesto en evidencia líneas de fuerza profundas que les son comunes.

Limitándonos a lo esencial: a) hemos visto que en todos esos relatos el meollo concierne a la relación amorosa con un otro que es profundamente enigmático, relación que significa una tortura para el narrador, que debe de alguna manera resolverla; b) hemos visto que todos esos textos están estructurados en torno a una tensión esencial entre una fijeza, un equilibrio, una inmovilidad padecida o deseada, y un movimiento centrífugo, una diseminación, una fuga al infinito lo hemos llamado, fuga que se origina en el enigma del otro y que genera la angustia en el narrador; c) de hecho, sumando a y b, hemos llegado a concluir que, desde el punto de vista del narrador, el otro es, esencialmente, un ser-en-fuga; d) hemos visto, asimismo, que el deseo puesto en juego en estos textos es un deseo signado por la ambivalencia sexual y destinado al fracaso.

Incluyamos en una sola fórmula todos los aspectos del tema en juego. Diría así: aquel a quien amamos o deseamos desde el resbaladizo terreno de la ambigüedad sexual -es decir, desde el abandono de la supuesta seguridad de los roles sexuales tradicionales- se nos presenta como un enigma cuyo signo es la huida, la fuga, y que como tal nos hiere y nos obliga a una respuesta liberadora. ¿De qué nos hablan, entonces, estos textos? De que, liberados de los roles y las prácticas sexuales tradicionales -y de eso se trataba en la Revolución Sexual de los sesentas y en la larga tradición que la generó a lo largo del siglo XX-, no ha quedado por ello abolida la intrínseca tristeza del trance amoroso. Vivimos -ya lo hemos repetido- más que nunca bajo el signo de Anteros. Como las Elegías de Propercio, la Vida nueva de Dante o el Werther de Goethe, estos textos tan de hoy nos hablan de estrategias concebibles para -quizá- aminorar el daño que nos causa el imposible acceso al -la imposible posesión del- objeto de deseo. ¿Habrá que no desear? ¿Es posible no desear? ¿Es posible abolir el impulso que nos lanza hacia ese otro en el que prefiguramos toda la felicidad imaginable y aún la inimaginable? En realidad el dudoso privilegio de ser titular de Deseo ha sido siempre para unos unhappy few. A la mayor parte de los humanos los vacuna desde pequeños el sentido común. Y para esos unhappy few ¿no hay esperanza? Muy poca. Está en su naturaleza -como decía el escorpión de Mr. Arkadin- dar el testimonio ejemplarizante que mantenga a los demás a salvo.

*Publicado en Relaciones, Nº 242, Montevideo, Julio de 2004

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