El
humor, nada más importante. Sin embargo no existe una
estética del humor. Aún menos una ética.
Se escribirá algún día.
Nosotros con seguridad no la veremos.
Veamos.
Si toda experiencia esta signada por el fracaso, nada más
humorístico que la tragedia. En la esencia de lo
trágico
reside la posibilidad del humor. El espíritu de la solemnidad
que detestaba Nietzsche es precisamente lo opuesto a lo
trágico
y por consiguiente ignora absolutamente lo que significa el humor como experiencia
y sobre todo como teología negativa de la salvación. La erudición
es solemne. Sólo la ignorancia es verdaderamente humorística,
sobre todo porque se sabe a sí misma. El fracaso como la
esencia de lo trágico, se abre entonces sobre la significancia
del humor, como el deseo se abre sobre la apetencia de absoluto,
es decir de muerte. Pero el humor nos rescata de la
solemnidad del absoluto y nos devuelve a la experiencia de la
finitud sin otra culpa que haber consentido al insensato juego
de soñar, esto es de escribir, de descifrar y de buscar en los
códigos los significados ocultos de los acontecimientos.
Toda vida
es catastrófica. Abrimos los ojos en un avión
hundido en lo profundo de un océano, y miramos alrededor
alabando las bellezas submarinas. El azar es la única tarjeta de crédito
para encontrar un punto de apoyo en lo abismal de un precipicio
labrado sobre una certeza que enloquece. La certidumbre -insistía
Nietzsche- y no las dudas son las que vuelven loco a Hamlet. Y
la locura es en principio una pobre respuesta. Fe en el azar entonces, en ese prodigio
que todavía puede cambiarlo todo. La fe del caballero errante,
la fe de don Quijote y Kierkeggard es esa fe tosca
en un azar al que se ponen nombres diversos, Dios, espíritu
santo, eterna volubilidad de la Inteligencia que guía por entre las tinieblas.
Cualquier cosa antes que la necesidad que tiene el nombre de razón.
No existen razones suficientes que nos permitan despertar en el
fondo del océano y aullar como lobos en las desiertas noches
de la estepa. No hay pasado ni mañana sino asfixia, falta
de oxígeno y todas las maneras de prolongar esta agonía
que llamamos estar vivos. Sólo queda el arte de preservar la
vida en la muerte, el arte del momificador,
del que ve en el espejismo de la vida la verdad de la muerte, esto es, su rigidez
de momia, el rictus de la calavera.
Rindiendo culto a la muerte salvemos a la vida no absolviéndola
del decurso de la temporalidad y la finitud en un trasmundo o
cualquier forma de trascendencia, sino precisamente evitando que
la sal de las aguas no se evaporen en las neblinas de la noche.
La inmanencia es muerte irremediable, es necesidad absoluta,
es la palabra sacrílega que no debe decirse porque nadie
debe despertar en lo profundo del abismo. Nadie puede pensar en
el fondo del abismo ni adormecerse con los cantos de Sirena de
la razón necesidad. En este punto sólo nos queda
entonces el ojo de la cerradura del azar, que abre puertas a las
combinaciones de la alquimia. Alquimia de una fe que ya no puede
investirse de los poderes y las cualidades de la fe. Fe que no
es fe y es simple desesperación y oxígeno que todavía
queda en las cabinas presurizadas del avión. Después
de esto, la noche. Anterior al azar y la necesidad, pero esto
ya no nos importa. La tarjeta de crédito a quedado vencida.
Y la razón también. La pregunta es la siguiente:
que tipo de humor resiste todavía la presión del
abismo cuando el oxígeno se acaba y no existen razonables
deseos que nos permitan reír?
Y sin embargo la única estética posible, la única
ética sería la que considerara al humor como forma
preventiva de evitar mayores catástrofes en el corazón
catastrófico de la vida. La existencia auténtica
tiene que ver con el humor. Sólo el humor puede salvar
la esencia de lo trágico. No he leído a Eduardol
Von Hartman que recetaba la necesidad de un suicidio colectivo como
forma de salvar al alma. Pero esta sí que me parece una
humorada formidable y su autor es realmente un humorista genial
a pesar suyo y de la filosofía. Aprender a reírse
de estas cosas es ya un principio de salvación. No por
la filosofía, por supuesto,
sino por el tocador.
Para liberarnos
de temores debemos pretender que la tragedia salva. Las catástrofes
no sobrevienen súbitamente. Se vive en la catástrofe. No sé porqué
mañana y no más bien hoy. La tragedia no purifica
ni salva de las catástrofes. Nadie debe soñar en
despertar redimido de una catástrofe, salvo que las pesadillas
y las abominaciones se han vuelto familiares. Y este es el poder
de la tragedia. Neutralizar el poder fascinante y provocador de
las catástrofes que paralizan
a quien las observe como Medusa paralizaba a sus ocasionales
visitantes.
Movernos constantemente, exaltar las trampas de la seducción, el hechizo del
ser y no despertar nunca, porque nadie quiere despertar prisionero
de la camisa de Neso de la necesidad, en esto consiste también
la glorificación de la historia con mayúsculas,
de los movimientos y acontecimientos historiales. No son estas
las que están expuestas al fracaso y al desastre. La catástrofe
preside historias cotidianas, sueños demasiado intransferibles,
pudre las lozanas manzanas de la confianza en la rutina, pervierte
y subvierte el sentido de la repetición, agota el sentido
produciendo el exceso de sentido (la catástrofe) como bien señalaba Foucault
hace ya bastante tiempo.
Nadie puede ensimismarse en la contemplación de una pura
interioridad ni tampoco hacerse coextensivo al espesor de un mundo
plagado de proyectos vecinos a nuestra compulsiva realidad. Somos
inquilinos de un jet sumergido
en las profundidades y nuestros prójimos son sólo
marcas, señales de que la catástrofe máxima
consiste en no poder estar a solas con nuestros vencimientos.
El deseo y las pulsiones
sexuales son la máxima potencia de la catástrofe.
Pero su tragedia consiste en su fracaso, no consiguen naufragar
definitivamente y nos reconducen a la asfixia de los túneles
submarinos y a los analgésicos de ocasión. Hamburguesas,
lete chocolatada, sexo sin reproducción, salsa
y hojas de periódicos para constatar que el desastre se
reproduce como el cáncer y que todo nace viejo y sin destino.
La
televisión
como en un viejo filme de terror, en la que Vincent Price contempla
a sus muertos, solo en un mundo sin semejantes, reproduce la mejor
imagen que podemos tener
de nosotros mismos. Fantasmas aterrados que siguen
aferrados al recuerdo del avión que los conducía
y no consiguen poner distancia entre la conciencia de si y la
proyección de sus imágenes en el infinito
de la catástrofe.
"Quién
si gritara me escucharía en los celestes coros? / Y si
un ángel me ciñera contra las fuerza de su corazón
/ la fuerza de su ser me borraría
/ porque la belleza no es sino el nacimiento
de lo terrible". El poeta cree saber como
evitar el desenlace de las catástrofes, aunque éstas
no tengan desenlace ni progresión dramática alguna.
El ángel en lugar de la divina providencia o el más
desnudo azar. La salvación en los brazos del Ángel
exige sin embargo la total levitación, la incorporeidad
de los deseos trasmutados en
pura y simple afirmación. Cualquier no, cualquier estornudo
fuera de horario podría producir el hundimiento y la catástrofe.
Y lo terrible es el fugaz resplandor de la nada que sólo
puede ser soportado en medio del absoluto desamparo, en la desnudez del hombre frente a lo informe
que toma la desmesura en medida y el ominoso peligro en salvación.
La imagen de lo
familiar
vuelve aquí a dominar la escena. Lo absolutamente otro, lo neutro, lo
que no puede ser domesticado, debe ser expulsado porque puede
destruirnos.
En el mayor intentico poético por salvarnos de la catástrofe
que conozcamos, la "Primer Elegía del Duino",
Rainer Maria Rilke no confía tampoco absolutamente en el
Ángel. La solitaria presencia de un árbol en el
recodo de un camino parece ser más seguro sendero en busca
de amparo y en tanto por cierto, éste asciende, asciende
siempre. La constancia de lo presente aparece como don otorgador
de sentido. Es un envío
que nos hace la gracia en medio de tanto desconsuelo y duelo sin
condolencias posible. Empero la presencia de lo presente como
horizonte de todo afán, continúa siendo para nosotros
la partida de nacimiento de la catástrofe, su filiación
como simple noticia de amenazas sin culpas ni remitentes. Frente
a esta amenaza, el poeta tampoco puede ocultarse,
ni entregarse a las alabanzas de los espacios cósmicos
ni del viento que delicadamente nos roe las mejillas, ni a los
abrazos de los amantes llenos de sentido pero condenados a la
catástrofe de no asir sino fantasmas.
Desencadenar la catástrofe cuando aún el cielo aparece
límpido y sin nubes parece ser el camino elegido por poeta. Y sobre las elecciones
afortunadas o no, nada tenemos que decir nosotros. Menos aún
sobre el sueño de morir jóvenes y burlar la lenta
asfixia a la que nos somete el lento drenaje de la corrosión
de las catástrofes. No hay humor en esta elección
suponiendo que las elecciones (libres) fueren posibles.
Pero la poesía y el humor no se
han tenido nunca de las manos. Aunque el humor pueda salvar la
poesía y nunca ésta
a aquella por más sublime que sea su misión y aquellos
abrasados a su causa.
Huir,
huir siempre no importa adonde pero huir. De este modo toda conquista
es un fracaso. La modernidad es todo aquello
que puede ni entrar ni salir, escribió Nietzsche. Y en
las márgenes del río de Zargazos no hay ni adentro
ni afuera, ni arriba ni abajo, no hay lugares adonde huir ni donde
protegerse. La catástrofe es ese lugar adonde no se puede
entrar ni salir, lengua llagada, voz muda y aterrorizada que da
testimonios de la significancia de la nada. Gauguin en Haway,
Rimbaud en Harrar son nada más que los dinteles sobre los
que se lee esta escritura: Por aquí se "entra"
al lugar adonde no se puede entrar ni salir. Huesos blanqueados
de la efinge que ya no propone enigmas, que no pregunta ni nos
pone frente a ninguna evidencia ni ninguna certeza salvo la imagen de Narciso en el espejo nevado de la muerte. Horror del vacío,
de la vejez y de la muerte. La catástrofe
exige cementerios sin cruces ni hoces, vigilados por la insomne
letanía de la técnica.
Sin crecimiento ni vejez, ni muerte, el Dios Pan vuelve
transfigurado por las modernas cirugías y las prótesis
culturales
que recetan las calorías exactas, las formas puras, los
diez mil modos de no beber en las putrefactas aguas de Leteo,
que sin embargo se alimenta de las pieles lozanas, de las primaveras
eternizadas en los cantos de poetas, en el yogur descremado que promete
la silueta del fauno y de la ninfa ausentes.
La modernidad es todo aquello que no puede entrar ni salir sino
a las salas de terapia intensiva donde el oxígeno se prolonga
y el corazón retumba mientras las Parcas claman por el
destino de catástrofe. Nietzsche calla sobre la muerte, acalla la muerte,
la silencia en el vocinglero atroz de una primavera que terminara
por devorarse a sí misma. Los sentimientos trágicos
parlotean exageradamente sobre la muerte. El sentido deportivo
de la vida se corresponde con un sentido deportivo de la muerte.
En los modernos autos sport, en las motos de grandes cilindradas,
en los tóxicos de poluciones y gases, Narciso huye de sí
mismo para encontrar por fin su imagen perfecta, el gesto crispado
y convulso de la muerte. La muerte como catástrofe que
no se deja nombrar sino por sus más encarnizados enemigos,
por los profetas de una primavera eterna. Cultivar las orquídeas
de un jardín de invierno como se cultivan las ideas platónicas
para conquistar el cielo de un absoluto que nos rehuye y nos rehuirá
siempre, es la promesa de una postmodernidad que se quiere a sí
misma sumisa, sin alardes histriónicos ni desplantes histéricos
de existencialistas recoletos, un modo de ordenar la catástrofe,
de archivar el azar, de reivindicar las órdenes de la necesidad.
El superhombre fue este acontecimiento
no sobrevenido que quiso salir de la necesidad por el azar hacia
el cielo perfecto de la inocencia del devenir.
Pero la inocencia del devenir es la misma que la de los tiburones
impacientes par rescatar a los náufragos que siguen oxigenándose
en las cabinas presurizadas de un jet bajo las letales aguas del
océano y el grito de terror del superhombre sigue aún
sonando en nuestros oídos como el único verdadero
hijo de Frankestein-Nietzsche, el único
Prometeo de una modernidad que no puede crecer sino eternizándose
en los simulacros y en la parodia, el único
Jekil y Hide pugnando por encontrar los límites de un ilimitado
territorio que sin embargo es un punto en el infinito de la insignificancia.
No se puede caer en el vacío, no se puede escapar
de un topos que no existe, no se puede franquear los límites
de la razón porque la locura es sólo el doble de
cuerpo de un mapa de feroces usurpaciones de sentido. No se puede
destruir el sentido porque la carencia de este no es sino la ausencia
pertinaz de sentido, en fin, no se puede huir de la modernidad
ni franquear sus límites inesenciales, sino persistiendo
con humor en aceptar con carcajadas la explosión final
con se anunciará la catástrofe. Muertos de miedo
por columbrar un final que nunca veremos, somos los protagonistas
de un texto sin autor ni guiones, piloteando un avión sumergido
en la fauces de un océano no querido ni deseado.
"Ver
zozobrar a las naturalezas nobles y poder reírse de ello
es el colmo de la tragedia". Lo dijo Nietzsche, lo digo
yo ahora repitiendo el texto hasta la parodia, destrozando las
normas de la textualidad? Debería saberlo? El humor se
burla de la erudición, como se burla de la repetición
que según Deleuze es selectiva y productiva. Lo realmente
selectivo y productivo es el humor que hace caso omiso del Dios
necesidad y hasta del Dios azar, o providencia o salvémonos
como podamos. La verdadera maldición la descubrió
Nietzsche en el prejuicio teleológico del fin y como nada
tiene un fin y el azar no puede devolvernos otra cosa que el
orden de una carencia más honda que toda necesidad, seguiremos
prefiriendo la voluntad de la nada a la nada de la voluntad.
El mismo Nietzsche Zaratustra bendice, Cristo y los Papas
bendicen, bendice el Lama y los monjes budistas, y los conquistadores
misioneros, y los paranoicos de toda laya, santos, prostitutas,
proxenetas, asnos, serpientes o águilas se espulgan bendiciendo.
Y que haces tú, poeta, para que estas tú poeta,
pregunta Rilke y el poeta contesta, "Porque yo celebro".
En los tribunales de la inquisición se celebraba al Dios
católico, en el Apocalipsis y en Génesis
se celebra, en el Gita se celebra y se celebraba en los
modernos campos de concentración. El sí esta atado
a un no rotundo.
La recuperación del sentido, del ser o del valor pasa por
la destrucción del mal o por la simple afirmación
de lo que constituye en hermosísima expresión de
mi amiga Luisa Mercedes Levison "los depósitos
cloacales", o por la no resistencia al mal. Celebremos
pues la vida, alabemos la vida como el asno de Zaratustra
y riámonos a carcajadas del más trágico de
los humoristas trágicos, Federico Nietzsche cuando buscaba
la pura afirmación de la inocencia de todo
-lo cual significa afirmar la culpa- en la figura del niño
Zeus que goza viendo como el oxígeno se evapora, crece
el agujero de ozono, bulle la vida y allí, en el corazón
de la manzana más perfecta corta la podredumbre, hace
guiños la muerte, la muerte celebra sus bodas consigo
misma. No somos sino los diamantes de la corona real de la señora
muerte.
El decadente Baudelaire lo sabía pero carecía
del más elemental instinto del humor para ser un gran poeta.
Sus carroñas pudriéndose al sol, sus olores putrefactos,
los mismos de las cloacas de Poe no nos hacen reír porque
no son verdaderamente trágicas. En realidad solamente el
humor celebra sin afirmar nada, sin afirmarse ni tomar asiento
sobre ningún fundamento, Padre, hijo ni espíritu
Santo. Toda cultura se afirma como modo de evadir la
catástrofe como proceso sin origen ni retorno. La quietud,
el reposo no preceden al movimiento, el movimiento es el modo
en que toda catástrofe busca su fin en la inmovilidad y
en el reposo. Celebrar y afirmar la vida, el movimiento significa
afirmar, celebrar la muerte, la lepra, el podre, la mutilación
y el escarnio de una carnicería sin principio ni fin. El
cáncer ha imitado a la perfección la imagen de catástrofe,
auque ésta carezca de imágenes reales y sea la más
pura metáfora capaz de mentar
el lenguaje. El sagaz escatólogo don Miguel de Unamuno
y Jugo y porque no de la Raza, escribió en el "Cristo
de Santa Clara de Palencia ", el más hermoso poema
escrito por alguien que se atreve a mirar a los ojos de la muerte
y aquí el Angel, el Niño, el Espíritu Santo
y el León halado son reducidos a escorias y muñones
sangrantes y todo termina con el ahogado grito "y todo
no es más que tierra, tierra, tierra". Cierto
es, pero don Miguel ni quiso ni pudo sacar consecuencias de ello.
Las grandes bromas carecen de autor y se arman y rearman solas.
Ninguna cultura nos sacará
del nihilismos porque no está, la cultura del yogur y del
valium son sólo prótesis. También
Dios y los Dioses, también todos los mitos han sido prótesis
armados a partir de la voluntad reactiva. En este sentido, en
el sentido en que existen dos "Nietzsches" complementarios,
uno solemne y patético y el otro trágico, es decir
humorístico sólo Zaratustra puede indicamos el camino:
"Hombres superiores, aprended pues a reír".
Pero que es la risa, no la risa filosófica o psicoanalítica,
no la risa puramente nietzscheana, klossowskiana, la pura afirmación
de la inocencia del devenir, de la pluralidad de los Dioses, sino
la carcajada final de Bette Davis en "Anhoter Mans Poison"
al final del melodrama cuando sabe que a equivocado de vaso y
que finalmente se ha envenenado con la pócima que a fabricado
y que estaba destinada al prójimo. Porque lo que nos toca
en suerte es aquello que siempre estuvo destinado al otro.
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