Nadie habrá dejado
de observar que el mundo, dentro de nuestros ojos, está
al revés. En efecto, la imagen
de los objetos se invierte al atravesar nuestras pupilas, de tal
modo que se proyecta contra la retina del mismo modo que, si ponemos
una lupa cerca de la pared, se proyecta sobre ella la imagen invertida
de la ventana que ilumina la habitación.
Hubo un tal Stratton, hace cien años, al que se le ocurrió
ponerle a un sujeto unos lentes que invirtieran las imágenes,
de modo que se proyectaran en la retina la revés del revés.
El sujeto pasó varios días con esos lentes colocados.
Los primeros dos días veía un mundo irreal, con
las cosas colocadas patas para arriba, pero al tercer día
despertó en un nuevo mundo, en el que el paisaje estaba
bien pero su propio cuerpo estaba invertido. Pasados cuatro o
cinco días más, también su cuerpo se adaptó,
se enderezó. De todas maneras, los sonidos se comportaban
de manera extraña. Si veía un vaso caer y romperse
con un estallido contra el piso, sonido e imagen iban juntos;
pero si no tenía acceso visual al objeto, el sonido parecía
provenir del sitio opuesto de la habitación.
Cuando, a los diez días, el sujeto dejaba de usar los
anteojos, el mundo no volvía a invertirse, sino que sólo
parecía irreal, y su propio cuerpo se adaptaba bien a
las cosas. Pero cuando quería tocar sus rodillas, sus
manos subían, y para rascarse la cabeza, las manos buscaban
los pies. A los pocos días, sin embargo, el sujeto lograba
volver a su estado normal anterior a la experiencia.
La exploración motriz del individuo permite su adaptación
al nuevo sistema de estímulos que cambian su arriba y
abajo. Si los lentes sólo inclinan 45º la imagen
que percibe, a los pocos minutos, bruscamente, deja de percibir
la inclinación, y su mundo percibido se endereza, sin
necesidad de exploración motriz. Es decir, la vertical
no se establece por comparación con la dirección
de nuestro cuerpo erguido -por unas nociones de arriba y abajo
relacionadas con la gravedad- sino por un sistema de campo visual.
Estos cambios se producen, en cierta medida, por actos voluntarios,
por acciones de entrenamiento. Pero la mayoría de los
cambios procede de esfuerzos de adaptación a los que el
sujeto no puede resistirse.
De manera que ver el mundo no es más que experimentar
una versión mediatizada por el campo visual que reciben
mis ojos y la adaptación que yo hago para entenderlo como
un todo coherente.
Pero la percepción nos parece un acto automático,
un dato objetivo del mundo, y ni siquiera viendo trucos de magia,
donde resulta evidente que se engaña nuestra percepción,
o mirando dibujos con ilusiones ópticas, podemos evitar
la sensación de que lo que vemos es la realidad.
Y cuando nos enfrentamos a un campo perceptual nuevo, lo rechazamos:
rechazamos la nueva pintura, la nueva poesía o el nuevo
cine, porque nos exige actos de adaptación, nos solicita
una participación que pone en juego nuestra estabilidad
perceptual, y eso nos da miedo,
porque el arriba y el abajo se intercambian peligrosamente, sentimos
que estamos al revés, se nos cuestiona nuestro lugar en
el mundo.
El arte nuevo desestabiliza,
no porque cuestione al mundo, sino porque cuestiona nuestros hábitos
de adaptación perceptual. Y es por esa causa que antes
de hablar de lo nuevo, conviene mirarse a sí mismo, examinar
el propio sistema de referencia, para poder saber si estamos preparados
para ver, o si sencillamente no nos damos cuenta de que tenemos
puestos los lentes equivocados.
* Publicado
originalmente en Insomnia Nº 48
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