Lenta muerte del pastor
(de Acuña
de Figueroa a Zorrilla de San Martín)
Los muros de Montevideo
son una mampara que devuelve los desafíos, que parte el
cuerpo. Hay orientales de uno y
otro lado, hay argentinos también, en cada reborde. Pero
en Montevideo, por tradición, reside la lengua extraña.
El cielito hace irrisión de su "bárbaro"
o salvaje, como en el caso del fungeiro gallego, de los sitiados,
de aquéllos que se metamorfosean
en animales para un decir que corta como un facón. La voz
y el cuerpo se separan en el desafío. El enemigo se convierte
en bestia a ser rebanada en lonjas, en tiras de su lengua extraña
y, para sajar al adversario, hay que disfrazarse de gaucho
(Paulino Lucero, Jacinto Cielo).
Perpetua metamorfosis
en que la sintaxis de la gauchesca recompone lenguas recíprocamente
bárbaras: el letrado
apropia el decir "gaucho" y desde ahí reformula
la dicción extranjera. Desde uno a otro lado de la mampara,
que es también la barra del lenguaje, el desafío
negocia al hablante: hay que disfrazarse de gaucho
para emitirlo. Desde uno al otro lado, la mampara refracta: el
adversario es percibido como el doble animal a ser descuartizado,
el que habla es pura voz. Al otro lado, el gemelo oscuro o demoníaco,
espesado en otra lengua, se ve a trasluz. Matriz conflictiva de
la civilización que tiene incorporado
su cuerpo bárbaro. En 1846, Sarmiento pasa por la Montevideo
sitiada y encuentra allí, como le escribe a Vicente Fidel
López, la Europa que anhela, sus modas francesas, peinados
y trajes.
Desde la lengua civilizadora, francesa, se adensa el bárbaro,
el cuerpo indomesticable,
acercado y separado por lo heteróclito del lenguaje: así
se percibe el cuerpo de res de la mujer -ingobernable por la moda-
en la "Mazorquera Isidora" de Ascasubi, que parte del
puerto sitiador del Buceo a ser degollada por Rosas.
Nietzsche afirmaba que Dios era inmortal
en su gramática; la dicción de la gauchesca registra,
por su parte, una fuerza casi irresistible. Es una sintaxis que
rebota en los muros y que devuelve el envío. El cielito
que recogiera Acuña de Figueroa
es una celebración de los "porteños" que
habrán de tomar Montevideo: Hidalgo,
luego de algún sainete, morirá en el lugar del que
el desafío parte, en Buenos Aires (el
envío ha vuelto al remitente).
Durante el Sitio Grande, Acuña es desafiado a competir
en artes de versificación con un rival que residía
en París, quien había sido a su vez retado a escribir
un soneto con la tópica y los pies de verso establecidos.
El asunto era clásico,
pero también era bélico (Jerjes
en las Termópilas);
los pies de verso, heterogéneos con respecto a lo que
se asume en clasicismo, remiten a la gauchesca. El primero con
el que Acuña responde comienza: "Baja de las Termópilas,
gran chacho,/ Gritaba Jerjes desde su alto coche, Al griego,
que matando a trochemoche,/ Le iba haciendo su ejército
gazpacho". Inmediatamente, el poeta reconvierte el asunto
de bárbaros persas o griegos y lo transfiere a su lugar:
"Rosas es un truhán, y Oribe un chacho/Propios
los dos para tirar de un coche/Que hacen matar su chusma a trochemoche/Por
sitiados que viven de gazpacho".
El sitiado, una vez más
contraataca y los enemigos serán las bestias; en el poema,
Acuña revierte dos provocaciones; una desde París,
otra desde el otro lado del muro. Violencia de esta mampara, herida
o fractura en el cuerpo, viaje inverso del montevideano: Ducasse
viajará de la Nueva Troya con la Ilíada castellana
que nunca abandonará, se irá transformando en otras
máscaras y en otras bestias. Ascasubi se convertía
en "(Aniceto) el pollo";
Ducasse, en el viaje de la
escritura, canto a
canto se metamorfosea en Lautréamont, en Maldoror, en parisino
y en infinidad de bestias. En la gauchesca ya estaba la matriz
de la transmigración, y en el género, por su fuerza,
estaba garantizada una pervivencia del gaucho.
Detrás de la mampara se va extendiendo el doble omininoso.
La ciudad sitiada pasa a ser anillada por una ciudad sitiadora.
El cerro de Montevideo (o
Villa Cosmópolis)
es protegido por la multinacional defensa, pero los sitiadores
comienzan su asentamiento en el "cerrito" y se abastecen
en otro puerto, el Buceo. Una ciudad separada de otra por la barda
de la guerra; Montevideo
encuentra una nueva alteridad, ya no en el nómade, sino
en el ciudadano. Cuando llegue la paz caerá el muro y Montevideo
devorará a la otra. Al fin de la guerra, se publicarán
los poemas de Ascasubi en París bajo el nombre de Paulino
Lucero, y allá el poeta irá delineando su nostalgia
por el gaucho que terminará en el elegíaco Santos
Vega. El regionalismo ya está en parte nominado ahí.
Cuando, en 1929, Gallegos escriba Doña Bárbara,
su héroe civilizador se llamará Santos Luzardo.
La matriz heteróclita
de la gauchesca hace burla del lenguaje del Otro. En francés,
el teogónico Rimbaud partía hacia otras lenguas
y hacia el verso libre en un barco ebrio a partir de su famosa
iluminación: "yo es otro". Viajeros inversos
los urufrancos: Maldoror -que era una máscara- desafiaba
a Dios; Laforgue haría irrisión de los clisés
literarios europeos y llegó al verso libre porque "ya
era otro".
Pero cuando las ciudades
se integran en una ampliada Montevideo irrumpe la nueva fractura.
Después de la Guerra Grande, la Banda Oriental se desprende
de manera irremediable de las provincias argentinas y se abre,
entonces, la boca definitiva. En esta banda los indígenas
habían sido exterminados en 1832; en la otra, Sarmiento
y los unitarios que habían salido de Chile y la sitiada
Montevideo crean la Constitución de las provincias, y
desparraman sucesivamente sangre de gauchos para correr la frontera
con los indios.
Aparecen las obras mayores del género y José Hernández,
en La vuelta de Martín Fierro (1872) dará, a la vez, voz definitiva
y mausoleo a la raza en extinción. Rama (La ciudad letrada) recuerda que el poema de Hernández
es la orilla entre la comunidad escrita y la oral. Josefina Ludmer,
por su parte, lo marca como un texto ambiguo que se complementa
con El camino trasandino en que Hernández festeja la modernización
en la mole del ferrocarril. Si sus rieles fueron el gran emblema
modernizador, cantado luego con entusiasmo, desde Buenos Aires,
por Darío y por Lugones, en la República Oriental
el recorrido no fue simétrico, y habrá que encontrar
aquí la diferencia que lleva a que en el novecientos montevideano
colapse el modernismo.
Si el Martín
Fierro se volvió el canto hegemónico y nucleante
de las provincias argentinas, esta banda tuvo que esperar hasta
1886 para encontrarlo, y no llegó a hacerlo bajo el emblema
del gaucho. Los tres gauchos orientales (1872) de Antonio Lussich fue escrito
para rematar el tratado de paz de la "revolución
de las lanzas" de Timoteo Aparicio (tío
de Saravia). El
gaucho en esta banda estaba vivo y guerreando y no podía
encontrar un relato elegíaco de recuperación. Al
mismo tiempo, el territorio necesitaba literatura que lo hegemonizara
En 1879, el neorromántico
José Zorrilla de San Martín produce la Leyenda
Patria, tratando de anclar en los míticos Treinta
y tres Orientales de la "cruzada libertadora" un territorio
propio y diferente al de la épica estrictamente gaucha.
Recién en 1886 encuentra en Tabaré una figura
no menos conflictiva pero que funcionó, de momento, como
transacción simbólica, apuntalando una nacionalidad
en crisis. Ambas obras fueron producidas, como señala
Hugo Achugar, en un momento de tensión política,
donde las definiciones hacia la república independiente
colidían con la antigua tradición anexionista,
pero en Tabaré encontró Zorrilla una figura menos
amenazadora porque su raza estaba extinta.
El cuerpo de un mestizo
extinto (indio de ojos azules)
fue la garantía
para fundar una patria. El proceso estuvo acompañado de
otras obras del mismo tenor (como
el Caramurú de Magariños) y habría de ser rematado por la novelística
de Acevedo Díaz.
Lo remarcable es que en este indio habría que comenzar
a buscarse una matriz literaria "uruguaya". En el título
de Lussich y en los héroes de La leyenda patria
los que comparecen son los "orientales";
en el indio fulminado aparece la voz oral que hizo la toponimia
de buena parte del territorio y cuya dicción era recuperada
en el proceso "uruguayizante" (que
rechazara Herrera). Con el torturado Tabaré, como señala
Doris Sommer, los uruguayos, en un momento culturalmente complicado,
se podían amar a sí mismos.
Para el poeta quedó
la gloria del fundador y con él llega el canto del cisne
de la tradición del poeta-estadista iniciada en Andrés
Bello; desde su Leyenda, Zorrilla quedó marcado
como el "poeta de la patria".
Durante el proceso de
modernización, que coincidió con el alambramiento
de los campos, el gaucho era todavía una figura amenazante
para la ciudad letrada y no se podía encontrar en su cuerpo
el territorio fundacional. Ariel,
por ejemplo, prescindirá de él, o será opacado
en el tropo de Calibán; pero el sueño del guerrero
nómade tardará en desaparecer. Si la narrativa regionalista
tiene un precedente en los cuentos de Quiroga
-que se había mudado a la otra banda- Onetti
iniciará la novela urbana a partir del simbolismo mal resuelto
por Zorrilla. En su nouvelle inaugural, El pozo (1939),
el protagonista Eladio Linacero sueña con un caballo que
que se coloca encima de él, como si el jinete fuera el
equino. Eladio Linacero había encontrado sólo el
vacío en su gesto fundador: "Detrás de nosotros
no hay nada, un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos".
La mala resolución de Zorrilla se devolvía o regresaba,
ahora, como carencia de orígenes. La resolución
simbólica de Onetti
será desdoblarse (como
Ducasse) en personajes
que irán fundando una ciudad,
Santa María, que estará "a caballo" entre
Montevideo y la campaña y "a caballo" entre ciudad
y pueblo. Los poetas "negros y
ciclónicos" del siglo XX son inseparables de esta
nostalgia, producto de la retracción del cuerpo gaucho
que nunca fue blanco certero de la épica.
El Uruguay
moderno se vertebró sin su elogio monumental del payador.
En la criollística, según Angel Rama (Los gauchipolíticos), se estetizó la gauchesca,
desposeyéndola del primigenio empaque desafiante: lo que
se articula es un remedo del Martín Fierro o del
Santos Vega. Tal vez sea este carácter meramente
imitativo lo que llevó a Luis Piñeyro del Campo
a precipitar la muerte del pastor a manos de la modernización
capitalista y saladeril, con su poema de1891 "El último
gaucho"; en verdad, pareciera que se trataba, por sobre todo,
de asordinar la vieja provocación que todavía se
sentía como amenazante. Sin entierro digno y dada la fuerza
de la sintaxis original, la gauchesca tendrá una vida residual
que será todavía recuperada en poesía, entre
otros, por Juan Cunha o, en
tiempos de revuelta, por una Idea Vilariño que no le escapará
al "cielito".
Una vez escindido de la
otra banda, y reconvertido también el margen que separa
a Montevideo del resto del territorio, en este siglo el espacio
aparecerá como el desierto de Quiroga,
o como las inmensas llanuras que Supervielle narra y recuerda.
La escritura metropolitana queda, de este modo, vaciada del cuerpo
oral que la retroalimentaba, y también deberá inventarse,
interminablemente, sus orígenes. A este respecto cabe recordar
que, no por casualidad, será Herrera y Reissig quien haya
de ocupar, en poesía, el lugar de texto fundacional. Si
tuvo que morir un pastor para que comenzara la historia, fue Herrera
el primero en abrir literariamente este siglo en un poema simbólico
de 1907. El poema, que gira obsesivamente alrededor de una carreta
(es decir, de la locomoción
que está siendo suplantada por el ferrocarril, de la cultura
pastoril que está siendo disciplinada por los rieles de
la alfabetización),
se titula, emblemáticamente, "La muerte del pastor".
(sigue)
* Publicado originalmente en Orientales:
Uruguay a través de su poesía (Montevideo:
Graffiti, 1996)
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