Si se siguen
las siguientes afirmaciones -una en una milonga o carnaval de
Julio
Herrera y Reissig,
la otra un candombe amilongado impuesto por Alfredo Zitarrosa-
es dable rastrear las características y malentendidos
que han hecho a la cultura
uruguaya:
la ventriloquia y la afasia.
Canta la noche
salvaje
Sus ventriloquias del Congo
En un gangoso diptongo
De guturación salvaje
Tertulia lunática |
El candombe es una planta
Se baila y no se canta
.................
se canta y no se baila
lairaraila
Candombe del olvido |
Como
para mostrar el estado de cosas del nuevo siglo, el canal argentino
Sólo Tango da su perfil patriótico. Imágenes y palabras se van ensartando.
Una escena de flamenco, con el sobrescrito "no transmitimos
desde España", una comparsa emplumada
("no transmitimos
desde Brasil"),
unas tomas blanco y negro, rigurosamente kitsch, dan un desfile
candombero de la década de 1940: "no transmitimos
desde Montevideo". Quien
se haya abandonado tanto al candombe como a la desmemoria
(o al menos a un candombe
amnésico),
no tendrá presente, tal vez, que el tango es en su origen
oriental, y no argentino
y que, en rigor, los primeros registros escritos sobre candombe y tango se encuentran en cierto
bando del virrey Javier de Elío, en los albores del siglo
XIX, que les daba el mismo estatus y los prohibía pareja
furia. De esa interdicción inicial, emergieron con vigor
y se convirtieron, en la primera mitad del siglo siguiente, en
portaestandartes de la música uruguaya.
Pero en tanto en esta banda pervive con furor el ritmo afásico
-el candombe-, el tango, que fuera la segunda lengua lírica
original de Hispanomérica (después de otro invento de estas
tierras, la gauchesca) ha devenido, como le hubiera
gustado decir a Herrera, un fakir cataléptico.
La respuesta más obvia ante esta divergencia es que, celosos
de su autonomía, los uruguayos han tratado de reivindicar
un género en exclusividad propio
(ya que cualquier manifestación
africana desapareciera de Argentina en el siglo XIX, en épocas
en que los políticos orientales se motejaban unos de principistas, los
otros de candomberos).
Entramos al siglo XXI con el candombero como deber ser de la
ciudadanía, reiterado por comunicadores, políticos, intelectuales distraídos
y partisanos
de la industria
del carnaval. Se podría
alegar, también, que así como la cultura negra
en Estados
Unidos
da a luz géneros toda vez que los blancos se le apropian
uno
(el jazz, el blues,
el rock, el funk, el rap), Uruguay ha logrado
reactivar otro ritmo -el candombe- cuando la industria discográfica
argentina, amparada en la de celuloides, se hiciera
portavoz excluyente de un compás
(el dos por cuatro)
que le pertenecía sobre
todo por adopción. Sin embargo, ni bien se cae en la cuenta
de que el candombe carece de letras que no sean pintoresquistas,
y por lo tanto carece de lírica instrínseca,
se descubre que, más allá de esta primera hipótesis
emancipadora (Uruguay inventor de ritmos), lo que en
rigor está en juego es la gramática más
retorcida del ventrílocuo.
Raza
ventrílocua
Un
mulato - un "pardo algo letrado" según se dijera-
llamado Bartolomé
Hidalgo
inició la gran comparsa, inoculándole una voz perversa
a aquel alien decimonónico, el gaucho. Era, como
nadie ignora, la audición distorsionada del
citadino, del letrado, que ponía en grafia una fabla
inexistente, ya que mientras existió su raza ningún
gaucho habló, digamos, como Martín Fierro o Santos
Vega. Pronto siguió el juego Acuña de Figueroa
("batayone
de sangle flicana"), ironizando durante la Guerra Grande
los cantos de los africanos que se apiñaban tras los muros
de Montevideo. El tam tam
ancestral de los negros, con el tiempo, y la inmigración
europea, fue desaguando en el tango-canción que inventara
Gardel, por un lado, y en ese ritmo epiléptico que fue
ganando terreno en los carnavales. Pero mientras desde la garganta
gardeliana el tango se hizo lírica fuerte -una
voz de arrabal rencorosa, machista, melancólica, un edipo
a la italiana enemigo del ascenso social-, el candombe sólo
logró, adosando algún pianito, un fraseo en buena
medida prefigurado en los cuadros que, en los años de
1920, comenzó a pintar Pedro Figari. ¿Qué
era el candombe, más allá de algo colorido y espasmódico?
"Baile de los morenos, tu tucutún bam bá".
Su lugar de emisión -en tanto lírica- es el de un blanco que glosa
la comparsa o que, en el mejor de los casos, la retrata. Pintoresquismo,
voz de blanco que pixela las contorsiones del cuerpo negro. Mientras
uno es el "tango que me hiciste mal y sin embargo te
quiero", el otro es "tamboriles, tamboriles".
Esto
es por un lado explicable en el hecho de que en el corazón
del candombe está la llamada, instancia afásica,
mero ritmo y percusión que convoca a los dioses. El discurso
pintoresquista vació al candombe de su verdadera fuerza y lo acható
a un no-decir que, por ejemplo en el año 2001, se ve reiterado
en los lyrics de Serenata Africana, que llega al Teatro
de Verano para gargantear un estribillo: "qué
lindo es ver bailar a un moreno". Imagínese a
Chuck Berry, Junior Wells, B:B: King, James Brown o Koko Taylor,
inventores de los ritmos populares afro de occidente, canturreando
tamaña sandez blanca. En tanto lírica, lo más
semejante al candombe es Al Johnson -lubolo de Broadway que hiciera
las delicias del Hollywood de dos colores- o los blancos tiznados
que llenaban El nacimiento de una nación, extático
canto racista de David W. Griffith.
Montevideo como marioneta
Como
Hidalgo y los poetas gauchescos, Figari o el doctor Alberto Castillo
son ventrílocuos. Para los primeros, el áspero,
temerario y musiquero gaucho era una marioneta; para los segundos,
el coreográfico y variopinto negro es una marioneta. Para Juan
Carlos Onetti,
en 1939, el gaucho era una enumeración fastidiosa
("un gaucho, dos
gauchos, treinta y tres gauchos") de la que había que
olvidarse para pasar al imperativo de la novela ciudadana. Su
enfado era comprensible, ya que la Ciudad victoriosa, Montevideo,
pagaba la hecatombe gaucha
-meta civilizatoria del país y de su prócer moderno, José
Batlle y Ordóñez- con ventriloquia necrofílica
(meetings
criollistas, letanías campesinas, dichos de un gallego
Viejo Pancho).
Si Montevideo había ganado, y era la cabeza ciclópea
de un país enano, era hora de cantarla. Sin embargo, era
más fácil proponerlo que cumplirlo, y pareciera
que la literatura siguió
destino análogo al de la música, que en el tango
había tachado la "tacita del plata" en favor
de Buenos Aires(1) y debió
esperar décadas hasta que, amparada en cuplés de
Jaime Roos, diera una sarta necesaria pero abrumadora -acaso
por la tardanza- de clisés barriales.
Salvo en los relatos de cuño netamente bonaerense, Onetti no logró
salir del ambiente rural y en Santa María -la urbanización
que acuñó siguiendo a Faulkner- conviven el pueblo
donde la gente aparca sus caballos y la ciudad. No sólo
se trata de un espacio ambiguo, encabalgado entre las dos cabezas
del Plata; el sólo hecho de que tomara como modelo a un
escritor rural como
Faulkner es indicador de que Montevideo, la ventrílocua,
no daba un suelo escribible(2). Más aún, si se toma en
cuenta a los otros dos narradores fuertes de la época,
Felisberto
Hernández
y Francisco Espínola, lo indudable es que en el siglo
XX Uruguay cantó las pequeñas urbanizaciones del
interior. Desde esa modestia urbana, precisamente, es que llegó
un pajuerano, como contrapartida, a escribir la capital. Eso fue en Montevideanos,
donde siguiendo acaso la impronta joyceana más
modesta, la de Dublineses, Mario Benedetti dio su versión
de la metrópolis: su marioneta; una ciudad -y una narrativa-
para chancletear.
Un suelo ilegible
Desapercibir
las artes de la ventriloquia ha dado un territorio calamitoso:
tradicionalmente, en Uruguay, nadie sabe
quién habla y menos desde dónde habla. Los negros,
ese orgullo citadino, están pintados; los gauchos son
un aliento mómico en mustios lienzos de Blanes; los montevideanos
se comportan como canarios y cada vez que brindan por pierrot
no se acuerdan de que es marca registrada por Jules Laforgue.
En tanto la capital, ciudad populosa, expansiva y compleja, quedó
reducida a gesticulación de aldea
(casi la misma que denunciaban Herrera
y Roberto de las Carreras hace un siglo), los citadinos del interior,
que accedieron a la televisión a
MTV antes que los montevideanos,
se sienten en la obligación de atender las peñas
acongojantes de Teresita Minetti en el canal estatal.
Dentro de este marco, no debería llamar la atención
la inexistencia de debate crítico, ya que no hay conciudadano
que no parezca manejado por un ventrílocuo esquizofrénico;
no debería alarmar, siquiera, la inexistencia de un discurso
verosímil sobre el país. Arribados
al siglo XXI cometemos el solecismo de aplaudir un carnaval interminable y lacrimógeno
(ver nota
de Gustavo
Espinosa) y mercadearlo
como nuestro deber ser. Lloramos una identidad inexistente porque alguien,
un alguien antojadizo que nos habla desde su estómago
insondable, nos entreveró todas las letras del abecedario.
Cada vez que carnavaleros, políticos, burócratas
de alcaldía, sesudos glosadores del balompié, ensayistas
de dedos reumáticos, comunicadores de la nada, pretendiendo
hablar del Gran Ventrílocuo, fatigan el término
"identidad", llega
el eco de Zitarrosa, a propósito de las letras de candombe:
lairaraila. Es decir, verso malo y -además de inverosímil-,
inútil, improcedente, contrariante, baladí. Y encabalgado
al lairaraila, llega el gruñido en que Herrera denunciara
ese tetrasílabo: "En el eco que refluye/ mi voz
otra voz me nombra/ y hosco persigo en la sombra/ mi propia entidad
que huye".
Tal vez escribir de nada valga:
dio con Herrera uno de los diez mejores poetas de la lengua y
en 100 años Uruguay no lo ha sabido leer. En esa tertulia
-metro de milonga, lexicón pretanguero, saturnal simbolista
en la que dialogaban un siglo previo y otro por venir- nos dio
las reglas de la ventriloquia. Pero, como no sabemos leerla, no transmitimos
desde Buenos Aires, ni desde Río, ni París. Transmitimos
desde la nada porque no nos sabemos leer.
Notas:
(1) Como en "Garufa"
(obra de un miembro de la Troupe Ateniense), que sustituyó
"la calle San José", por necesidades de la industria
discográfica, que estaba en Buenos Aires, por "el
parque Japonés". Quedó, sin embargo, un endriago
bicéfalo análogo a la Santa María onettiana,
en la medida en que conviven el parque Japonés y el montevideano
barrio la Mondiola. "Del barrio la mondiola sos el más
rana/ y te llaman Garufa por lo bacán/, tenés mas
pretensiones que bataclana/ que hubiera hecho suceso con un gotán./
Garufa vos sos un caso perdido/ Garufa pucha que sos divertido;/tu
vieja dice que sos un bandido/
porque dice que te vieron, la otra noche/ en el parque japonés"
(2) En ese momento, en la vereda de enfrente Roberto Arlt - inspiración
de Onetti - escribía sus novelas urbanas o sus Aguafuertes
porteñas y Leopoldo Marechal, siguiendo a Joyce, terminaba
Adán Buenosayres.
*Publicado
originalmente en Crac Nª1 (Julio
2001)
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