H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - MONTEVIDEO - CANDOMBE - CARNAVAL - VENTRILOQUÍA - AFASIA - RAZA VENTRÍLOCUA - LAFORGUE, JULES - DEBER SER -

El ventrílocuo y la afasia (breve historia de la cultura uruguaya)*

Amir Hamed
Tradicionalmente, en Uruguay, nadie sabe quién habla y menos desde dónde habla. Los negros, ese orgullo citadino, están pintados; los gauchos son un aliento mómico en mustios lienzos de Blanes; los montevideanos se comportan como canarios y cada vez que brindan por pierrot no se acuerdan de que es marca registrada por Jules Laforgue

Si se siguen las siguientes afirmaciones -una en una milonga o carnaval de Julio Herrera y Reissig, la otra un candombe amilongado impuesto por Alfredo Zitarrosa- es dable rastrear las características y malentendidos que han hecho a la cultura uruguaya: la ventriloquia y la afasia.

Canta la noche salvaje
Sus ventriloquias del Congo
En un gangoso diptongo
De guturación salvaje
Tertulia lunática
El candombe es una planta
Se baila y no se canta
.................
se canta y no se baila
lairaraila
Candombe del olvido

Como para mostrar el estado de cosas del nuevo siglo, el canal argentino Sólo Tango da su perfil patriótico. Imágenes y palabras se van ensartando. Una escena de flamenco, con el sobrescrito "no transmitimos desde España", una comparsa emplumada ("no transmitimos desde Brasil"), unas tomas blanco y negro, rigurosamente kitsch, dan un desfile candombero de la década de 1940: "no transmitimos desde Montevideo". Quien se haya abandonado tanto al candombe como a la desmemoria (o al menos a un candombe amnésico), no tendrá presente, tal vez, que el tango es en su origen oriental, y no argentino y que, en rigor, los primeros registros escritos sobre candombe y tango se encuentran en cierto bando del virrey Javier de Elío, en los albores del siglo XIX, que les daba el mismo estatus y los prohibía pareja furia. De esa interdicción inicial, emergieron con vigor y se convirtieron, en la primera mitad del siglo siguiente, en portaestandartes de la música uruguaya.

Pero en tanto en esta banda pervive con furor el ritmo afásico -el candombe-, el tango, que fuera la segunda lengua lírica original de Hispanomérica
(después de otro invento de estas tierras, la gauchesca) ha devenido, como le hubiera gustado decir a Herrera, un fakir cataléptico. La respuesta más obvia ante esta divergencia es que, celosos de su autonomía, los uruguayos han tratado de reivindicar un género en exclusividad propio (ya que cualquier manifestación africana desapareciera de Argentina en el siglo XIX, en épocas en que los políticos orientales se motejaban unos de principistas, los otros de candomberos).

Entramos al siglo XXI con el candombero como deber ser de la ciudadanía, reiterado por comunicadores, políticos, intelectuales distraídos y partisanos de la industria del carnaval. Se podría alegar, también, que así como la cultura negra en Estados Unidos da a luz géneros toda vez que los blancos se le apropian uno
(el jazz, el blues, el rock, el funk, el rap), Uruguay ha logrado reactivar otro ritmo -el candombe- cuando la industria discográfica argentina, amparada en la de celuloides, se hiciera portavoz excluyente de un compás (el dos por cuatro) que le pertenecía sobre todo por adopción. Sin embargo, ni bien se cae en la cuenta de que el candombe carece de letras que no sean pintoresquistas, y por lo tanto carece de lírica instrínseca, se descubre que, más allá de esta primera hipótesis emancipadora (Uruguay inventor de ritmos), lo que en rigor está en juego es la gramática más retorcida del ventrílocuo.

Raza ventrílocua

Un mulato - un "pardo algo letrado" según se dijera- llamado Bartolomé Hidalgo inició la gran comparsa, inoculándole una voz perversa a aquel alien decimonónico, el gaucho. Era, como nadie ignora, la audición distorsionada del citadino, del letrado, que ponía en grafia una fabla inexistente, ya que mientras existió su raza ningún gaucho habló, digamos, como Martín Fierro o Santos Vega. Pronto siguió el juego Acuña de Figueroa ("batayone de sangle flicana"), ironizando durante la Guerra Grande los cantos de los africanos que se apiñaban tras los muros de Montevideo. El tam tam ancestral de los negros, con el tiempo, y la inmigración europea, fue desaguando en el tango-canción que inventara Gardel, por un lado, y en ese ritmo epiléptico que fue ganando terreno en los carnavales. Pero mientras desde la garganta gardeliana el tango se hizo lírica fuerte -una voz de arrabal rencorosa, machista, melancólica, un edipo a la italiana enemigo del ascenso social-, el candombe sólo logró, adosando algún pianito, un fraseo en buena medida prefigurado en los cuadros que, en los años de 1920, comenzó a pintar Pedro Figari. ¿Qué era el candombe, más allá de algo colorido y espasmódico? "Baile de los morenos, tu tucutún bam bá". Su lugar de emisión -en tanto lírica- es el de un blanco que glosa la comparsa o que, en el mejor de los casos, la retrata. Pintoresquismo, voz de blanco que pixela las contorsiones del cuerpo negro. Mientras uno es el "tango que me hiciste mal y sin embargo te quiero", el otro es "tamboriles, tamboriles".

Esto es por un lado explicable en el hecho de que en el corazón del candombe está la llamada, instancia afásica, mero ritmo y percusión que convoca a los dioses. El discurso pintoresquista vació al candombe de su verdadera fuerza y lo acható a un no-decir que, por ejemplo en el año 2001, se ve reiterado en los lyrics de Serenata Africana, que llega al Teatro de Verano para gargantear un estribillo: "qué lindo es ver bailar a un moreno". Imagínese a Chuck Berry, Junior Wells, B:B: King, James Brown o Koko Taylor, inventores de los ritmos populares afro de occidente, canturreando tamaña sandez blanca. En tanto lírica, lo más semejante al candombe es Al Johnson -lubolo de Broadway que hiciera las delicias del Hollywood de dos colores- o los blancos tiznados que llenaban El nacimiento de una nación, extático canto racista de David W. Griffith.

Montevideo como marioneta

Como Hidalgo y los poetas gauchescos, Figari o el doctor Alberto Castillo son ventrílocuos. Para los primeros, el áspero, temerario y musiquero gaucho era una marioneta; para los segundos, el coreográfico y variopinto negro es una marioneta. Para Juan Carlos Onetti, en 1939, el gaucho era una enumeración fastidiosa ("un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos") de la que había que olvidarse para pasar al imperativo de la novela ciudadana. Su enfado era comprensible, ya que la Ciudad victoriosa, Montevideo, pagaba la hecatombe gaucha
-meta civilizatoria del país y de su prócer moderno, José Batlle y Ordóñez- con ventriloquia necrofílica
(meetings criollistas, letanías campesinas, dichos de un gallego Viejo Pancho). Si Montevideo había ganado, y era la cabeza ciclópea de un país enano, era hora de cantarla. Sin embargo, era más fácil proponerlo que cumplirlo, y pareciera que la literatura siguió destino análogo al de la música, que en el tango había tachado la "tacita del plata" en favor de Buenos Aires(1) y debió esperar décadas hasta que, amparada en cuplés de Jaime Roos, diera una sarta necesaria pero abrumadora -acaso por la tardanza- de clisés barriales.

Salvo en los relatos de cuño netamente bonaerense, Onetti no logró salir del ambiente rural y en Santa María -la urbanización que acuñó siguiendo a Faulkner- conviven el pueblo donde la gente aparca sus caballos y la ciudad. No sólo se trata de un espacio ambiguo, encabalgado entre las dos cabezas del Plata; el sólo hecho de que tomara como modelo a un escritor rural como Faulkner es indicador de que Montevideo, la ventrílocua, no daba un suelo escribible
(2). Más aún, si se toma en cuenta a los otros dos narradores fuertes de la época, Felisberto Hernández y Francisco Espínola, lo indudable es que en el siglo XX Uruguay cantó las pequeñas urbanizaciones del interior. Desde esa modestia urbana, precisamente, es que llegó un pajuerano, como contrapartida, a escribir la capital. Eso fue en Montevideanos, donde siguiendo acaso la impronta joyceana más modesta, la de Dublineses, Mario Benedetti dio su versión de la metrópolis: su marioneta; una ciudad -y una narrativa- para chancletear.


Un suelo ilegible

Desapercibir las artes de la ventriloquia ha dado un territorio calamitoso: tradicionalmente, en Uruguay, nadie sabe quién habla y menos desde dónde habla. Los negros, ese orgullo citadino, están pintados; los gauchos son un aliento mómico en mustios lienzos de Blanes; los montevideanos se comportan como canarios y cada vez que brindan por pierrot no se acuerdan de que es marca registrada por Jules Laforgue. En tanto la capital, ciudad populosa, expansiva y compleja, quedó reducida a gesticulación de aldea (casi la misma que denunciaban Herrera y Roberto de las Carreras hace un siglo), los citadinos del interior, que accedieron a la televisión a MTV antes que los montevideanos, se sienten en la obligación de atender las peñas acongojantes de Teresita Minetti en el canal estatal.

Dentro de este marco, no debería llamar la atención la inexistencia de debate crítico, ya que no hay conciudadano que no parezca manejado por un ventrílocuo esquizofrénico; no debería alarmar, siquiera, la inexistencia de un discurso verosímil sobre el país. Arribados al siglo XXI cometemos el solecismo de aplaudir un carnaval interminable y lacrimógeno
(ver nota de Gustavo Espinosa) y mercadearlo como nuestro deber ser. Lloramos una identidad inexistente porque alguien, un alguien antojadizo que nos habla desde su estómago insondable, nos entreveró todas las letras del abecedario.

Cada vez que carnavaleros, políticos, burócratas de alcaldía, sesudos glosadores del balompié, ensayistas de dedos reumáticos, comunicadores de la nada, pretendiendo hablar del Gran Ventrílocuo, fatigan el término "identidad", llega el eco de Zitarrosa, a propósito de las letras de candombe: lairaraila. Es decir, verso malo y -además de inverosímil-, inútil, improcedente, contrariante, baladí. Y encabalgado al lairaraila, llega el gruñido en que Herrera denunciara ese tetrasílabo: "En el eco que refluye/ mi voz otra voz me nombra/ y hosco persigo en la sombra/ mi propia entidad que huye".

Tal vez escribir de nada valga: dio con Herrera uno de los diez mejores poetas de la lengua y en 100 años Uruguay no lo ha sabido leer. En esa tertulia -metro de milonga, lexicón pretanguero, saturnal simbolista en la que dialogaban un siglo previo y otro por venir- nos dio las reglas de la ventriloquia. Pero, como no sabemos leerla, no transmitimos desde Buenos Aires, ni desde Río, ni París. Transmitimos desde la nada porque no nos sabemos leer.

Notas:

(1) Como en "Garufa" (obra de un miembro de la Troupe Ateniense), que sustituyó "la calle San José", por necesidades de la industria discográfica, que estaba en Buenos Aires, por "el parque Japonés". Quedó, sin embargo, un endriago bicéfalo análogo a la Santa María onettiana, en la medida en que conviven el parque Japonés y el montevideano barrio la Mondiola. "Del barrio la mondiola sos el más rana/ y te llaman Garufa por lo bacán/, tenés mas pretensiones que bataclana/ que hubiera hecho suceso con un gotán./ Garufa vos sos un caso perdido/ Garufa pucha que sos divertido;/tu vieja dice que sos un bandido/
porque dice que te vieron, la otra noche/ en el parque japonés"
(2) En ese momento, en la vereda de enfrente Roberto Arlt - inspiración de Onetti - escribía sus novelas urbanas o sus Aguafuertes porteñas y Leopoldo Marechal, siguiendo a Joyce, terminaba Adán Buenosayres.

*Publicado originalmente en Crac Nª1 (Julio 2001)

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia