Entra el cincel en la roca; por lo menos para la mayoría,
se abrió un orificio y hay menos de piedra en la piedra.
Para el que esculpe, que acaso fue activado por la mera gana
de hacer socavón, de trastornar la rigidez mineral, tal
vez ya en ese primer hueco, ahí donde nada vemos, está
el busto de alguien, o una alegoría, o el pitito de un
ángel que va a desaguar en una fontana. Acaba de destruir
algo; está creando.
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Hay un individuo de
un siglo de antes, a una hora impensable, amparado por la lumbre
imposible de un pabilo al que vapulea el aire que se filtra por
alguna hendija. Como hay sed y las musas no han sabido aterrizar
entre unas pocas pulgadas de papel, ya despachó la décima
jarra. Mucho vino, poca tinta, y mucho más escasos los
folios.
Entre lo poco que ve y
lo mucho que lo empuja el vino, acaba derribando el tintero y
no hay secante que pueda absorber el enchastre. La mayoría,
en su lugar, maldice a los dioses acusándolos
de prescindencia, crueldad o distracción. Él comienza
a rasgar con el filo de la pluma, porque acaba de vislumbrar una
silueta: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no
quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo
de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco
y galgo corredor. Una olla de algo más vaca
que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos
los sábados, lentejas los viernes, algún palomino
de añadidura los domingos, consumían las tres partes
de su hacienda".
Había mancha, ahora
hay hidalgo, y ya es fuerza desencadenada.
No sabe dónde lo guía, pero la tinta derramada es
combustión para la pluma, para la única mano, para
el seso. De ese manchón nacieron varios. Un hidalgo recalentado,
llamado Quijano, Quesada o Quijote, que
salió a la bartola hasta avivarse de que necesitaba un
Sancho; un género que no existía y que cruzó
los siglos bajo nombre de novela moderna; un escriba islámico,
llamado Cide Hamete; un manco transfigurado, defensor implacable
de aquella primera mancha, que se proclamó Autor (del Quijote).
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El pinchazo en la roca,
la cuneta en la mancha, canalizaron la fuerza. El arte, puede
afirmarse, no es más que un estado de alerta hacia lo que
está obrando: abrirse para que la fuerza pase. Generalmente
sin distinguir qué es lo que pasa, y menos aún cuál
es su meta, se tiene un vislumbre
de cómo conviene que vaya discurriendo hacia lo ciego.
Ahí, la inspiración, que consiste en esforzarse
por no abortar el trabajo propio de esa fuerza, su virtud
intrínseca y su tendencia, su ergon, y en acomodar
el cuerpo hasta que vaya alcanzando una
forma.
Generalmente sin sospecharlo,
el artista ha liberado un empuje que ahora lo reclama, exige,
pero también lo alimenta, siempre y cuando el ergon
no sea violentado. Así, al artista le cumple paciencia
para ir pastoreando ese vigor. Y si eso le cumple al que esculpe,
escribe o pinta, algo parejo le cumple al que contempla o lee: barruntar por dónde viene, ya
que no se trata de secretos guardados en las cajoneras del artista,
ni de dobladillos de su alma laberíntica.
Se trata de una fuerza larvada que, al primer ojo que la active,
idéntica a sí misma, saltará volcánica.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 112
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