Hace unos días tengo una rutina. Con esfuerzo, apago el
televisor, camino unas cuadras, bajo escaleras, paso molinetes,
tomo el metro que me lleva a Manhattan.
En el tren, verifico que tanta tecnología me transporta
en el tiempo: así, exactamente, hace dos mil años,
era Roma. En el subterráneo, lo más difícil
de hallar es una cutis blanco. Yo, curiosamente, tengo uno de
ésos. Cierro los ojos,
hablan en incomprensibles lenguas asiáticas, en árabe,
en castellano con acento de México, murmuran algunas palabras
en inglés. Como siempre, me cuesta algo más entender
la entonación de los negros.
También cada día trato de creer que se trata de
una alucinación subterránea. Pero en Broadway,
en la avenida de las Américas, en la Quinta, en la calle
32, es prácticamente lo mismo. Japonesas, chinos, vietnamitas,
negros, hispanas, pakistaníes, tailandeses: aquí
tres personas blancas, que hablan un francés complejo.
Seguramente, es belga. Salpicados aquí o allá,
comparecen algunos wasp (los
tradicionales blancos, anglosajones, protestantes). Abundan los indios de la
India pero brillan por lo ausentes los nativos americanos. Hacía
cuatro años que no estaba en Nueva York. En ese lapso,
el paisaje babélico se ha intensificado. En estos días
otra cosa es acrecida: el número de fotos
que amigos y parientes de las víctimas pegan en postes,
en paredes, pidiendo cualquier tipo de información que
nunca habrá de llegarles.
Pero lo que parece
inamovible es CNN o los noticieros de las
grandes cadenas, o los locales de Nueva York, que están
igual que hace 10 años. Las mismas y los mismos wasp
a cargo de las noticias y los comentarios. Por alguna parte,
como intentando romper la monotonía, una reportera negra.
Pero todos, como hace una década, como hace 15 años,
con idéntica letanía, con la misma cháchara
acongojante. Hace ocho días, cuando dos aviones suicidas
hicieron de las torres
gemelas escombro y polvillo de huesos machacados, había
desaparecido el gobierno. Sólo quedaban los noticieros
perplejos, contando catástrofes, pidiendo sangre urgente,
pero no sólo para donar; también para cobrarse
el atentado que padecieron aquí y en Washington.
Durante horas, sólo hablaron ex gobernantes, periodistas
y el escritor Tom Clancey,
previsor de catástrofes. En ese interin, los titulares
cambiaban con pasmosa velocidad: ¿accidente o atentado?,
atentado en el World Trade Center, caen las torres,
finalmente, América (es
decir, Estados Unidos)
está siendo atacada. Cada parte de noticia se transforma
en eslogan publicitario. Para cuando finalmente, ya reinstalado
en la Casa Blanca, el presidente Bush comenzó a hablar,
los noticieros habían decretado que se trataba de una
guerra. No se podía esperar
otra declaración que la que finalmente dio; ya en los
medios se había decretado que no se trataba de craso terrorismo
sino de una declaración de guerra.
Con el correr de los
días, los eslóganes han ido variando. América
se une, América se levanta. Desde hace días, con
agobiante fervor patriótico, nos han informado que son
los días de La nueva guerra de América. Coalición
o nada Pero algo falta. Ni bien se supo que habían cesado
los "ataques", se estaba pidiendo sangre urgente, pero
no sólo para donar, sino también para cobrar. Antes
de que el gobierno lo enunciara, el nombre de Osama Bin Laden
resonaba en todos los canales. Comenzó la urgencia por
producir o reproducir documentales, montando escenas que luego
se verifica no pertenecieron (como
por ejemplo el de un militante baleando una imagen
de Bill Clinton, que acabo de ver
ilustrando un video con imágenes aportadas por la inteligencia
india, desde Nueva Delhi: el grupo en cuestión, pakistaní,
nada tiene que ver con Bin Laden).
La información
de los documentales es regada sesgamente, y si bien se menciona
que Estados Unidos lo apoyó, durante la guerra contra
la Unión Soviética, nadie se atreve a decir que
Bin Laden es la encarnación del monstruo,
y que Estados Unidos, siempre tan urgido por resultados inmediatos,
es su Doctor Frankenstein.
Y lo que más falta, todavía, para tanto televidente
apaleado, instigado a linchar y no pensar, acicateado hacia la
venganza: las imágenes de los poderosos bombarderos estadounidenses
destruyendo blancos en alguna parte del mundo que la teleaudiencia
no logra ubicar.
Queda la sensación
de que la mastodóntica coalición que el averiado
Pentágono y la Casa Blanca quieren crear no es más
que una salida urgente para mostrar algo, una acción compensatoria
que pueda paliar, de momento, la escasez de sangre
enemiga, incluso, la imposibilidad de producir evidencia contra
el archivillano Bin Laden. Por eso, Bush y luego todos sus asistentes
reiteran: "make no mistake about it", es decir, no
se vayan a confundir. Es la promesa de que habrá sangre,
en coartadas de absoluto secreto, para disimular que, de momento,
no pueden producir nada.
El pedido monotemático
es "tengan paciencia", mientras armamos este mamut
que llamamos coalición. Vean cómo lanzamos hacia
algún lugar secreto aviones, y bautizamos la operación
"justicia infinita".
Esperen hasta el infinito y nos verán golpear hasta el
ídem. Los posibles aliados, sin duda, están contemplando
con asombro este bautizo fundamentalista, pero acaso tampoco
terminen de darse cuenta de que Estados Unidos tiene que responder,
primero, según sus reglas internas. No son muchos los
que saben aquí, o mejor, los que aquí quieren recordar,
de que se trata de un imperio. A fin de cuentas, todas las decisiones
bélicas de este país, históricamente, se
han presentado como actos de defensa (incluso
Vietnam o, hace dos siglos, la Doctrina Monroe) o como actos justicieros de superhéroe
de cómic.
Ese desconocimiento de la geografía tan distintivamente
made in Usa no es inocente, no puede serlo. Les permite vivir
sin pensar en su relación con el resto del mundo, sin
asumirse imperio.
¿Por qué
nos odian tanto?
Pero cuando la realidad no se corresponde
con los discursos sobre la realidad, estalla el sinsentido. ¿Por
qué nos odian tanto? Esa pregunta rebota en los talk shows,
en los noticieros. La primera respuesta que dieron Bush y su
entorno es inclusive inverosímil para Supertribi. Evidentemente
no es porque quieran acabar con la libertad y la democracia.
Hay algo más, algo
que tiene que llenar el vacío entre la arenga patriótica
y la incontrastable realidad de que han muerto miles y de que
ya nunca más se verán las torres gemelas. Entonces,
casi en un susurro, casi siempre en la vocalización mordida
de algún extranjero, se hace oír una fraseo afantasmado
que notifica que Estados Unidos tiene una política imperial,
que alcanza los confines del mundo.
Así van apareciendo, de a poco, países hasta ahora
desconocidos, llamados Afganistán, Pakistán, Indonesia.
Sobrevive, supongo, hasta por la forma en que se dieron los atentados,
la sensación de que el horror
no provino de este mundo armonioso y liberal que nos habían
contado sino, como en ciertas películas, de las fronteras
del espacio exterior. Bin Laden ataca es algo así como
Marte, o Brainiac ataca. Salvo que es demasiado cierto, dolorosamente
cierto.
¿Por qué nos odian tanto, entonces? Porque hay
gente que está tan lejos del paraíso neoliberal
y democrático como los Talibanes, en una tierra tan agujereada
que parece los cráteres de la luna.
Ese otro mundo
Como discriminando
estrellas de una galaxia lejana, Bush y la CNN comienzan a identificar
países de este mundo. Y, lo más curioso, lo más
difícil de decir, el gobierno ha informado a todos los
que se creían más allá de todo que es imprescindible
realizar alianzas con esos estados ignotos, de los que, curiosamente,
proviene buena parte de la población de Nueva York. ¿Cómo
es posible, entonces, que tanta gente, con lazos con el resto
del mundo, con historias que vienen de todas partes del planeta,
se sume a la mentalidad de linchamiento, borre de sus mentes,
con tan devota rapidez, su pasado y la geografía más
elemental?
La única respuesta que consigo encontrar, después
de haber vivido años aquí, ahora que la Nueva Guerra
parece encontrarme de nuevo en el momento de su incubación,
es ésta. Se
trata de una alucinación colectiva. Porque no basta negar
la realidad, o la verdad más elemental: se necesita millones
de cómplices. Acaso es una gran confabulación lo
que ha hecho de este país el imperio más veloz,
poderoso y avasallante de todos los tiempos. Una gramática
elemental, una fábula
maniquea, a la que tantos inmigrantes, tantos de ellos perseguidos
por el hambre y las guerras, se aferran. El sueño de un
paraíso, donde todo se abre para los dispuestos a trabajar
y dejar su dolorosa historia atrás y el Mal puede ser
sistemáticamente linchado. Un paraíso todavía
voceado por voces de blancos, que acaba de ser averiado.
Las últimas
elecciones fueron una demostración, para los que quisieran
ver, de que "el sueño ha terminado (the
dream is over)".
Quien quisiera despertar habría descubierto que la tan
estadounidense democracia, valor en nombre del cual se comenzara
tanta guerra, tenía muchos más vericuetos y averías
de lo que muchos creían. Ahora, el sueño de invulnerabilidad
y aislamiento acaba de ser despedazado por pilotos suicidas.
Pero, si el país más poderoso de todos los tiempos
persiste en esta somnolencia o catalepsia implacable, la pesadilla
que para el resto a menudo implican sus movimientos terminará
de rebotar hacia sus fronteras. De momento, el gigante sonámbulo
se mueve, lento, no se sabe del todo hacia dónde. Si no
despierta en el camino, lo infinito será el terror.
* Publicado
originalmente en el Semanario Brecha, Año 16 Nº
825
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