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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



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Artigas en el Uruguay

Gustavo Espinosa
Hamed se enfrenta al laberinto de confluencias intertextuales que traté de sintetizar al principio, sin buscar vanamente detrás de la escritura una trascendencia, un Artigas prístino al que se pueda llegar finalmente como un paleontólogo al esqueleto venerable de un mamut


El siguiente texto fue ponencia en ocasión de la presentación de Artigas Blues Band, en Paraguay, en julio de 1995.
En diciembre de 2004, el texto fue leído con pequeños cambios, en La Estada, durante la presentación de la re-edición de Artigas Blues Band..

 

Mis palabras quieren ser antes que nada una invitación a la lectura de Artigas Blues Band, novela que la crítica de mi país, generalmente austera y poco ejercitada en el elogio, ha celebrado repetidamente como excelente. Yo, que conozco la obra desde su estado embrionario en los borradores, que he discutido con su autor alguno de los mecanismos e ideas que se inscriben en sus páginas, comparto y enfatizo esas valoraciones. y aunque ésta, como toda escritura poderosa no necesita de ortopedias paratextuales que franqueen una lectura, creo que pueden interesar al lector paraguayo, algunos datos sobre el contexto que, por un lado es generador y legitimador de la novela y por otro es tematizado y ficcionalizado por ella. Parte importante de ese contexto es el Uruguay de hoy, de fines de milenio.

Si desde otro lugar alguien pretende proyectar hoy una mirada crítica sobre la cultura uruguaya, encontrará un ambiente denso y algo bizarro, con el fragmentarismo y las configuraciones pardójicas, propias de los espacios excéntricos que ocupamos: las crisis globales se vierten y pervierten en nuestros márgenes, las mutaciones tecnológicas y retóricas de la posmodernidad chocan o se mezclan con prácticas premodernas, el sistema político se diversifica y subdivide como nunca antes, mientras por otro lado se intenta con esperanzas la integración regional; finalmente los medios electrónicos, en una red que sobre todo se extiende en el interior (ámbito supuestamente menos cosmopolita, más aislado) hacen de cada uruguayo una potencial terminal donde converge la más heterogénea pluralidad de referentes.

El ambiente, como se ve, se resiste a dejarnos aplanar en texto o en paisaje, resulta arduo totalizarlo como panorama. Sin embargo, a poco que se busque una figura, que unifique y trascienda esa multiplicidad, un icono ubicuo, cuyo perfil se estampa en las monedas, cuya nariz aguileña vigila cada sala, cada oficina pública del país, cuyas cenizas, custodiadas por el mármol de un mausoleo faraónico y por el bronce colosal de la estatua ecuestre, ocupan el centro de la plaza Independencia, en el centro de Montevideo. Se trata de Artigas, el mito fundante, el patrio penate, el padre nuestro Artigas, como se nos enseñó a cantarlo a varias generaciones de escolares uruguayos. Su emplazamiento póstumo, sugiere además, que Artigas es el centro de nuestro enmarañado imaginario.

Pero ese centro como el de la esfera de Pascal está en todas partes: la imagen del héroe (generalmente una copia de copias de copias, ya que la iconografía más difundida se basa en conjeturas y reconstrucciones arqueológicas), degradado el bronce en yeso, reducido el jinete a busto, es centro también de cualquier plazoleta apenas demarcada, del más modesto caserío del interior, mientras trozos de la retumbante prosa del prócer aparecen convalidando discursos irreconciliables entre sí.

Si, por otra parte, vamos a los textos en busca de más alta y precisa definición para este tan monumental como proteico constructo de nuestra cultura, hallaremos un Artigas no menos polimorfo. Pedro Feliciano Sáenz de Cavia, que con su panfleto de 1818 da inicio a la prédica anti-artiguista (continuada luego por Francisco Berra o por Sarmiento) convierte al jefe de los orientales en emblema de la barbarie, en el jinete nómade que acecha y pone sitio a la ciudad letrada amenazando la civilización.

Las vindicaciones llegan pronto, primeramente por parte de algunos románticos como Isidoro de María, que veía en Artigas la encarnación del volkgeist oriental, la figura, donde podía plasmar de modo pintoresco y heroico el color local. Pero la maniobra retórica que definitivamente va a operar la sacralización y, al mismo tiempo el vaciamiento (mediante la hipérbole, la hagiografía, la deshumanización) va a producirse cuando la ciudad letrada, la Montevideo que Artigas hostigó y que hoy pone sitio a sus cenizas, encare la necesidad de echar a andar mecanismos fabulativos, de fijar una simbología y ensamblar como cuerpo al conflictivo estado oriental: Artigas, figura desvinculada de los grandes partidos en pugna, fue el modelo elegido para iniciar un discurso nacional. Esa estrategia, puesta en marcha en el siglo XIX, se consolidó, se serializó y dio sus frutos durante todo el siglo XX. Una vez convertido Artigas en totem, como lo han definido algunos historiadores, abundan los ejemplos de quienes pretenden hacer de él el autor primordial de sus propios discursos, como se lo ha hecho el autor de todos nosotros.

Así, cuando se configuraba el Uruguay liberal y moderno, aquél que en las páginas de la leyenda negra aparecía como el tormento ecuestre de la civilización, se convierte en "apóstol de la idea republicana", "bandera de humanidad y orden" (Eduardo Acevedo); en los '60, mientras tanto, algunos historiadores de izquierda reconstruyen al héroe social, clasita y reformador agrario; recordemos, finalmente, al gobierno militar que durante los '70 se dedicó a antologizar arduamente frases de Artigas que (aunque descontextualizadas y amputadas a veces) convalidasen un nacionalismo rígido y altisonante. El resultado entonces es un Artigas decolorado y escurridizo, como su propio rostro en el papel moneda, pervertido a veces como los bustos municipales que lo repiten y coagulan en todo el Uruguay.

A ese apretado y complejo entramado se enfrenta Amir Hamed. En alguna parte de su novela, un personaje que (juego de espejos, caja china) pretende él también escribir una novela sobre Artigas, se pregunta explícita y patéticamente, cómo hacer de eso que participa, por un lado de lo canónico y de lo hierático, y, por otro, de lo huidizo y de lo multiforme, un personaje de novela, cómo introyectar un poco de pathos en esa imagen que, más que el padre nuestro es, por único y múltiple, nuestra santísima trinidad. Y en la respuesta que el talento de Hamed ensaya frente a ese desafío, que de manera confesa, otros narradores uruguayos no se atrevieron a aceptar, está la originalidad de esta novela y, en la legalidad que desde el inicio, desde el plantarse frente a referentes tan desmesurados, el texto instituye y practica, están los rasgos que lo definen, que lo sostienen, lo proveen de verosimilitud.

No se trata, como algún reseñista parece haber entendido, de colocar una figura pública en ámbitos privados, a la manera de El general en su laberinto, operando una "humanización" del titán, fabulando, por ejemplo, un Artigas que toma mate, se enamora o padece dispepsia. Tampoco sucede en Artigas Blues Band, una demitificación, operación que a menudo se reduce a la transposición de categorías, un desplazamiento de determinado asunto tradicionalmente mediado y aprhendido según los mecanismos del mito, hacia otro tipo de discurso que aparece entonces como revisionista o heterodoxo (tal el caso de otros textos recientes en los que la figura de Artigas como La historia y sus mitos de Guillermo Vázquez Franco).

En todo caso si hubiese que trazar paralelismos con otras construcciones o reconstrucciones novelísticas de figuras históricas, Artigas Blues Band estaría más cerca de Yo, el supremo (del autor Roa Bastos), por su manejo errático de la temporalidad, por su abigarrada pluralidad, por aproximarse a lo que Rodríguez Monegal llamara "novela de lenguaje".

Hamed se enfrenta al laberinto de confluencias intertextuales que traté de sintetizar al principio, sin buscar vanamente detrás de la escritura una trascendencia, un Artigas prístino al que se pueda llegar finalmente como un paleontólogo al esqueleto venerable de un mamut. Artigas no es en la novela un texto único y centralizador que comanda el sentido y, en este aspecto se desmarca de la novela de Bastos, Artigas es esa intertextualidad misma, está diseminado en la escritura.

La tarea del narrador es poetizar, novelar la aventura de la escritura, hacer que ésta se vuelva opaca, problematizarla, tensarla ante el lector hasta el horror o la maravilla mientras Artigas deriva por ella a veces con el vértigo de un video clip, a veces con el parsimonioso patetismo de una tragedia griega.

Entonces este Artigas ucrónico, nómade del tiempo, que interactúa con la mitología hindú, con Vlad Tepes, con los tres chiflados, con sus propios textos colocados junto a unos versos de REM, que está, como decía, diseminado en la escritura, a su vez fertiliza, insemina la escritura de Hamed, pero también es inseminado por ella: deja de ser nuestro autor monumental y perfecto, para poder ser un motivador de prácticas discursivas, un generador de escrituras tan potentes como Artigas Blues Band.

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