El siguiente texto fue ponencia en ocasión de la presentación
de Artigas Blues Band, en Paraguay, en julio de 1995.
En diciembre de 2004, el texto fue leído con pequeños
cambios, en La Estada, durante la presentación de la re-edición
de Artigas Blues Band..
Mis
palabras quieren ser antes que nada una invitación a la
lectura de Artigas Blues Band, novela que
la crítica de mi país,
generalmente austera y poco ejercitada en el elogio, ha celebrado
repetidamente como excelente. Yo, que conozco la obra desde su estado
embrionario en los borradores, que he discutido con su autor alguno de
los mecanismos e ideas que se inscriben en sus páginas,
comparto y enfatizo esas valoraciones. y aunque ésta,
como toda escritura poderosa no
necesita de ortopedias paratextuales que franqueen una lectura, creo que
pueden interesar al lector paraguayo, algunos datos sobre el
contexto que, por un lado es generador y legitimador de la novela
y por otro es tematizado y ficcionalizado por ella. Parte importante
de ese contexto es el Uruguay de hoy, de
fines de milenio.
Si
desde otro lugar alguien pretende proyectar hoy una mirada crítica sobre la cultura uruguaya,
encontrará un ambiente denso y algo bizarro, con el fragmentarismo
y las configuraciones pardójicas, propias de los espacios
excéntricos que ocupamos: las crisis globales se vierten
y pervierten en nuestros márgenes, las mutaciones tecnológicas
y retóricas de la posmodernidad chocan o se mezclan con
prácticas premodernas, el sistema político se diversifica
y subdivide como nunca antes, mientras por otro lado se intenta
con esperanzas la integración regional; finalmente los
medios electrónicos, en una red que sobre todo se extiende
en el interior (ámbito
supuestamente menos cosmopolita, más aislado) hacen de cada
uruguayo una potencial terminal donde converge la más
heterogénea pluralidad de referentes.
El
ambiente, como se ve, se resiste a dejarnos aplanar en texto
o en paisaje, resulta arduo
totalizarlo como panorama. Sin embargo, a poco que se busque
una figura, que unifique y trascienda esa multiplicidad, un icono
ubicuo, cuyo perfil se estampa en las monedas, cuya nariz aguileña
vigila cada sala, cada oficina pública del país,
cuyas cenizas, custodiadas por el mármol de un mausoleo
faraónico y por el bronce colosal de la estatua ecuestre,
ocupan el centro de la plaza Independencia, en el centro de Montevideo. Se trata
de Artigas, el mito fundante,
el patrio penate, el padre nuestro Artigas, como se nos enseñó
a cantarlo a varias generaciones de escolares uruguayos. Su emplazamiento
póstumo, sugiere además, que Artigas es el centro
de nuestro enmarañado imaginario.
Pero
ese centro como el de la esfera de Pascal está en todas
partes: la imagen del héroe (generalmente una copia de copias de
copias, ya que la iconografía más difundida se
basa en conjeturas y reconstrucciones arqueológicas), degradado
el bronce en yeso, reducido el jinete a busto, es centro también
de cualquier plazoleta apenas demarcada, del más modesto
caserío del interior, mientras trozos de la retumbante
prosa del prócer aparecen convalidando discursos irreconciliables
entre sí.
Si,
por otra parte, vamos a los textos en busca de más alta
y precisa definición para este tan monumental como proteico
constructo de nuestra cultura, hallaremos
un Artigas no menos polimorfo. Pedro Feliciano Sáenz de
Cavia, que con su panfleto de 1818 da inicio a la prédica
anti-artiguista (continuada
luego por Francisco Berra o por Sarmiento) convierte al jefe de los orientales en emblema
de la barbarie, en el jinete nómade que acecha y pone
sitio a la ciudad letrada amenazando la civilización.
Las
vindicaciones llegan pronto, primeramente por parte de algunos
románticos como Isidoro de María, que veía
en Artigas la encarnación del volkgeist oriental,
la figura, donde podía plasmar de modo pintoresco y heroico
el color local. Pero la maniobra retórica que definitivamente
va a operar la sacralización y, al mismo tiempo el vaciamiento
(mediante
la hipérbole, la hagiografía, la deshumanización) va a producirse
cuando la
ciudad letrada,
la Montevideo que Artigas
hostigó y que hoy pone sitio a sus cenizas, encare la
necesidad de echar a andar mecanismos fabulativos, de fijar una
simbología y ensamblar como cuerpo al conflictivo estado oriental:
Artigas, figura desvinculada de los grandes partidos en pugna, fue el modelo
elegido para iniciar un discurso nacional. Esa estrategia, puesta
en marcha en el siglo XIX, se consolidó, se serializó
y dio sus frutos durante todo el siglo XX. Una vez convertido
Artigas en totem, como lo han definido algunos historiadores,
abundan los ejemplos de quienes pretenden hacer de él
el autor primordial de sus propios discursos, como se lo ha hecho
el autor de todos nosotros.
Así,
cuando se configuraba el Uruguay liberal y
moderno, aquél que en las páginas de la leyenda
negra aparecía como el tormento ecuestre de la civilización,
se convierte en "apóstol de la idea republicana",
"bandera de humanidad y orden" (Eduardo Acevedo); en los '60,
mientras tanto, algunos historiadores de izquierda reconstruyen
al héroe social, clasita y
reformador agrario; recordemos, finalmente, al gobierno militar
que durante los '70 se dedicó a antologizar arduamente
frases de Artigas que (aunque
descontextualizadas y amputadas a veces) convalidasen un nacionalismo
rígido y altisonante. El resultado entonces es un Artigas
decolorado y escurridizo, como su propio rostro en el papel moneda,
pervertido a veces como los bustos municipales que lo repiten
y coagulan en todo el Uruguay.
A ese
apretado y complejo entramado se enfrenta Amir
Hamed.
En alguna parte de su novela, un personaje que (juego de espejos, caja china) pretende él
también escribir una novela sobre Artigas,
se pregunta explícita y patéticamente, cómo
hacer de eso que participa, por un lado de lo canónico
y de lo hierático, y, por otro, de lo huidizo y de lo
multiforme, un personaje de novela, cómo introyectar un
poco de pathos en esa imagen que, más
que el padre nuestro es, por único y múltiple,
nuestra santísima trinidad. Y en la respuesta que el talento
de Hamed ensaya frente
a ese desafío, que de manera confesa, otros narradores
uruguayos no se atrevieron a aceptar, está la originalidad
de esta novela y, en la legalidad que desde el inicio, desde
el plantarse frente a referentes tan desmesurados, el texto instituye
y practica, están los rasgos que lo definen, que lo sostienen,
lo proveen de verosimilitud.
No
se trata, como algún reseñista parece haber entendido,
de colocar una figura pública
en ámbitos privados, a la manera de El general en su
laberinto, operando una "humanización"
del titán, fabulando, por ejemplo, un Artigas que toma
mate, se enamora o padece dispepsia. Tampoco sucede en Artigas
Blues Band,
una demitificación, operación que a menudo se reduce
a la transposición de categorías, un desplazamiento
de determinado asunto tradicionalmente mediado y aprhendido según
los mecanismos del mito, hacia otro tipo de discurso que aparece
entonces como revisionista o heterodoxo (tal el caso de otros textos recientes
en los que la figura de Artigas como La historia y sus mitos
de Guillermo Vázquez Franco).
En
todo caso si hubiese que trazar paralelismos con otras construcciones
o reconstrucciones novelísticas de figuras históricas,
Artigas Blues Band estaría más cerca de
Yo, el supremo (del
autor Roa Bastos),
por su manejo errático de la temporalidad, por su abigarrada
pluralidad, por aproximarse a lo que Rodríguez Monegal
llamara "novela de lenguaje".
Hamed se enfrenta
al laberinto de confluencias
intertextuales que traté de sintetizar al principio, sin
buscar vanamente detrás de la escritura una trascendencia, un Artigas
prístino al que se pueda llegar finalmente como un paleontólogo
al esqueleto venerable de un mamut. Artigas no es en la novela
un texto único y centralizador que comanda el sentido
y, en este aspecto se desmarca de la novela de Bastos, Artigas
es esa intertextualidad misma, está diseminado en la escritura.
La
tarea del narrador es poetizar, novelar la aventura de la escritura, hacer que
ésta se vuelva opaca, problematizarla, tensarla ante el
lector hasta el horror o la maravilla mientras Artigas
deriva por ella a veces con el vértigo de un video clip,
a veces con el parsimonioso patetismo de una tragedia
griega.
Entonces
este Artigas ucrónico, nómade del tiempo, que interactúa
con la mitología hindú, con Vlad Tepes, con los
tres chiflados, con sus propios textos colocados junto a unos
versos de REM, que está, como decía, diseminado
en la escritura, a su vez
fertiliza, insemina la escritura de Hamed,
pero también es inseminado por ella: deja de ser nuestro
autor monumental y perfecto, para poder ser un motivador de prácticas
discursivas,
un generador de escrituras tan potentes como Artigas
Blues Band.
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