La biblioteca del mundo
es edificio tan vasto y poblado que difícilmente un individuo
pueda, después de varias encarnaciones, leer
siquiera la mitad de uno de sus anaqueles. Para qué escribir,
se plantea más de uno, si ya todo, en algún ángulo
de ese aleph, debe haber sido escrito y reescrito varias
veces.
Cuando de escribir
se trata, la lectura nos provee
dos alimentos. En un punto, dirige (formatea) eso informe que todavía
no sabemos qué es y quisiéramos amonedar en un texto;
por el otro lado, nos avisa que estaríamos a punto de descubrir
la pólvora, por ejemplo, si se nos ocurriese acuñar
la historia de un arponero tullido que acosa vengativo, en cada
ola del Pacífico, a un cetáceo apabullante por dimensiones
y blancura; o si tecleásemos
el drama de un universitario luctuoso y discapacitado para la
acción a quien, de vuelta a casa, se le presenta de improviso
la sombra del progenitor para
notificarlo de que es no sólo está muerto sino además
asesinado y que, en calidad de tal, exige inmediata venganza.
Por supuesto, la reiteración
tópica y temática se vuelve interdicción
en tiempos de patentes y derechos
de autor, ya que anteriormente era hasta recomendable escribir invariablemente lo mismo. En este
sentido, quien desee como Pierre Menard reiterar con puntos, comas
y semivírgolas lo que otro -ese que dio forma a su deseo-
ya ha estampado, puede escudarse en esa distancia irónica
entre lo suyo y aquello del predecesor.
En el itinerario de la
reiteración y la tautología, en general, han incurrido,
desde la edad del papiro, los que han pontificado el deber ser
de la escritura. O se debería
cantar la plenitud de la Ciudad, o de Dios, o alertar sobre las
simas del pecado, o dar imperioso anuncio de la Revolución,
o denunciar sin más lo que en general ya se ha denunciado
-pero que sería imprescindible recordar. La última
variante, heredada de la televisión, que es por sobre todo
un engranaje de reafirmaciones, la hacen los dictadores -editoriales-
que imponen el deber de escribir lo
que la gente supuestamente quiere leer.
Suelen ampararse para este pontificado, en una figura fantasmagórica
y exigente llamada lector medio, a la que nadie ha
tenido el placer de conocer ni dónde media.
Con este imperativo, convencen
a algunos escribas y, más aún, a aquellas y aquellos
que tienen voluntad de leer (aunque
no sepan para qué lo hacen)
de que existe una tecnología llamada lectura media,
falacia descomunal, siendo la lectura
una práctica individual, diferencial, incluso íntima.
Y es precisamente ese rasgo diferencial el que nos empuja, más
que ningún otro, a escribir. Porque la meta, cuando escribimos,
es producir aquello que nos gustaría leer
(haya sido escrito ya, o no
lo haya sido). Más
aún, escribimos porque nos urge leer
algo que nadie, todavía, nos ha dado.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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