1
La construcción
de un hipermercado o de un shopping center, se dice, convierte
automáticamente en un desierto todo lo que hay alrededor.
Hay una rápida y violenta sacralización del espacio
alrededor del shopping o de la terminal, de esos verdaderos
himnos arquitectónicos a la invaginación del intercambio
social. Ese circunespacio se convierte, más que en un
desierto, en un cementerio, en la ciudad de los muertos: es el
negativo, afuera, del exceso de vitalidad social que ocurre adentro.
Todo recuerda, vagamente, a un refugio antiaéreo después
de la gran explosión termonuclear.
Pero este cementerio
público que ha dejado a su alrededor la implosión
edilicia es transitorio. El mundo, afuera, no ha muerto, y el
circunespacio desierto no tarda en ser asaltado, desde la periferia,
por la sabandija itinerante de los sobrevivientes, la resistente
cucaracha posnuclear, las hordas de los microempresarios nomádicos:
el garrapiñero, el garotero, el manicero, el que vende
libros viejos o la "papamatic 2000" o la corbata con
sacacorchos - pequeña extravagancia del infraconsumo.
Como en las distopías
futuristas de cómic, en los alrededores de la burbuja
tecnológica de la ciudad celeste ocurre una especie de
medievalización del territorio. El espacio quieto se ha
maquinizado, se mueve, vive. Pero esta maquinización solamente
pudo realizarse como re-maquinización, pues necesitó,
como condición previa, que el espa-cio urbano se hubiera
convertido en un espacio sagrado, monumentalizado, muerto. Lo
mismo ocurre con la plaza, el parque, el paseo céntrico:
su utilización como espacio productivo supone su desconstrucción,
o mejor, su destrucción como espacio simbólico.
Es lo que Edward Said bautizaba
con el nombre de contra-habitación: la ocupación
o el copamiento de lugares públicos pero inhabitados. El
ambulante toma la vereda pública o la plaza así
como la familia toma el edificio abandonado a medio construir
o el clochard el zaguán. En Montevideo,
desde fines de la dictadura, ha habido movimientos de contrahabitación
y contraofensivas, que hablan de una guerra por el espacio. Una
guerra sorda, dilatada. Ya no se trata de luchar por los medios
de producción sino por el espacio como condiciones de producción.
2
Los colorados gobernaban
Montevideo. Y aún cuando no gobernaban, gobernaban. No
sólo porque gobernaban en secreto, sino porque era imposible
gobernar sin utilizar sus herramientas de gobierno: escuelas,
liceos, universidad, estado, libros, periódicos, organización,
leyes, arte, cultura, historia. Durante muchos años soplaron
vientos colorados, vientos modernos, vientos de civilización.
La ciudad creció,
se agigantó, lanzó sus esporas lo más lejos
posible. Hasta Cerro Largo, hasta Rivera, hasta Masoller. La
cultura de este casco urbano, cultura clásica nacida con
fuerza en los sitios y los acosos, apretada por los sitios pero
también robustecida por ellos, quiso irse lejos, fecundar
en tierra bárbara, hacerse nacional. El SODRE fue un grupo
de ciudadanos preocupados hablando en voz baja, luego fue una
orquesta cuyo barullo podía oírse desde un par
de cuadras, luego fue una radio, luego un canal de televisión.
La escuela rural reproducía (no podía no reproducirla)
y diseminaba alegremente la arquitectura espiritual urbana: una
autoridad racionalista, una didáctica, una organización,
una bandera, una figura totémica en medio del patio, de
la plaza pública.
Estos vientos, después
de la dictadura, cambiaron. Lo que algunas veces se ha llamado
con el nombre de posrestauración resultó de una
inversión cómica de la utopía de irradiar
la cultura céntrica hacia la periferia. No hubo, como se
quiso en algún momento tanto a izquierda como a derecha,
que llevar la cultura a los barrios. Los barrios tomaron el centro por asalto. Al grito
de "¡Garoto, Garoto!" (y no "Garoto o muerte",
o "el Garoto o la tumba", ya que la cultura microscópica
de la periferia ignora el arte de autocontemplarse en clave épica,
en el énfasis, en la exageración, en la elocutio),
se levantaron ferias y ciudades instantáneas, se acordonó
18 de Julio, se rellenaron espacios huecos, pequeñas máquinas
se ensamblaban a otras y a otras para brotar como yuyos en los
espacios públicos, en los espectáculos, en los partidos
de fútbol, en las criollas.
Hacía muchos
años que los porteños habían tomado el litoral.
En ese entonces entraban a Montevideo en un grotesco helado de
revistas, travestis, Telefé, Menem, Tinelli, el Martín
Fierro. La frontera norte era brasilera. Una nueva federación,
omnívora, nos había estrangulado: el Mercosur.
Daba la sensación de que la ciudad ya no crecía
ordenadamente hacia la periferia, sino que se descontrolaba hacia
adentro. Parecía verificarse que toda ciudad sitiada,
tarde o temprano, es tomada por asalto.
Pero en la segunda mitad
de los 90, ya en la segunda presidencia de Sanguinetti y con Arana
como segundo intendente frenteamplista de Montevideo, repentinamente,
la fuerza crítica y novelesca de este gótico
se apaga. En poquísimo tiempo opera una segunda mutación
que invierte, en apariencia, el sentido de la primera. Lo que
la primera administración municipal de la izquierda uruguaya
barre con ciertas dificultades, la segunda plumerea y abrillanta.
Desaparece el ambulantismo de 18 de Julio. Se recaptura a la población
nomádica del post-empleo y su fuerza de trabajo no proletarizada
en nuevos predios feriales. La guerra por el espacio público
parece haber sido resuelta de un modo prolijo y eficaz.
3.
Esta segunda mutación
viene inscripta en un nombre pretencioso, estrafalario y anacrónico:
Plan Fénix. Se trata de un eje de remonumentalización
del Centro, apoyado en la primera gran utopía urbana: paseos
peatonales prolijos y arreglados, recreación, contemplación,
exchange simbólico. La ciudad, ya resignada a no
poder expandirse, ahora quiere repararse. Quiere volver a pensarse
como utopía letrada,
como paseo y recreación, como juegos de recuperación
estética de la memoria.
Arranca en la restauración
de la peatonal Sarandí y en 18 con sus veredas ensanchadas,
los árboles replantados y los bancos que convierten a toda
la avenida en una gran plaza, en una gigantesca sala de estar.
En toda esa gran pieza se cuelgan objetos, así como el
living-room pequeñoburgués, museizado, cuelga cuadros
y chirimbolos, así como la plaza "cuelga" monumentos
e historia. Dije se cuelgan -y quiero decir: no se ensamblan.
No se ponen a producir como el garrapiñero o el tortafritero,
máquinas de sobrivivir,
máquinas de profanar el espacio sagrado, de convertirlo
en condiciones de producción.
El espacio público, sacralizado, utopizado, es antiproductivo.
En su superficie improductiva de mesa de disecciones, no se puede
hacer otra cosa que acostar el cadáver -el monumento. El
espacio improductivo no se ensambla a nada, por definición.
Es un escenario, una mesa donde se coloca la historia, lo bello,
lo sacro, aquello que no puedo tocar ni manipular. Una pared donde
se cuelgan los cuadros, los retratos, los diplomas - el recuerdo,
la belleza, la identidad, el origen.
Es el espacio del fetiche,
del milagro del que provenimos.
Un inventario de colgajos
- El gigantesco espejo
del Palacio de Justicia, impensada metáfora del carácter
refractario de la justicia estatal, detenido por treinta años.
- El Hotel Victoria Plaza. En su momento disparó el horror ideológico de la
invasión de un Otro coreano, fundamentalista, fanático
y anticomunista, o el horror
estético de la invasión al equilibrio urbano con
una mole bunkerizada más alta que el Palacio
Salvo. Ahora se suma, aproblemáticamente, a la lista
de objetos colgados por el Plan Fénix. La secta Moon era
siniestra, inquietante, peligrosa, mala. El edificio era feo,
demasiado alto, le quitaba luz natural a la zona. Ya no importa:
todo se ha reencontrado finalmente en la utopía posconciliar
del renacimiento del centro, el paraíso protestante de
después del juicio final, ese espacio imposible al que
todas las desviaciones le pertenecen.
- El Edificio Auditorio del SODRE. Con él entendemos que
la cultura estatal ha caído dentro de su propia masa. El
edificio mismo parece resultar de la inversión del principio
centralizante, fecundante y expansivo que había caracterizado
al circuito cultural urbano. Es un paseo vidriado y transparente,
ligeramente obsceno. Si antes se soñaba con la épica
de llevar la cultura céntrica montevideana a la periferia,
ahora la cultura se hace lírica
y pasiva, se invagina, se concentra en un punto, se encierra en
una burbuja y hace lo único que parece estar a su alcance:
exhibir su interior creativo. Donde antes había algo centrífugo,
un movimiento hacia afuera, una conquista, ahora hay un retorno
al centro, que no es sólo metafórico: un edificio
vidriado, una especie de aleph,
juego de transparencia arquitectónica en el centro del
centro de la ciudad, donde la cultura del Estado exhibe, para
el pasmo del iletrado dominguero, la delicadeza de su interioridad
atareada.
- La Estación Central de Ferrocarriles, alguna vez centro
de la telaraña radiada del Uruguay moderno y ahora reciclada
en lujoso galpón de agitación cultural. Repite
la metáfora del anterior: la invaginación, la implosividad,
características de este último período de
la historia de la civilización uruguaya.
- La torre de Antel
es la erección de la nueva empresa estatal, pero también
es el S.S. Enterprise. Monumento a la conquista uruguaya del espacio
y también "startrekización" de la economía
urbana, especie de circo tecnológico o de ovni, himno compadre
y nuevo rico del Estado al superávit de sus empresas.
- Nuestra utopía termina, finalmente, saltando al cosmos
en el inefable láser azul
de los jardines del Edificio Libertad, fuegos artificiales
en perpetua celebración de la democracia.
Visto más de cerca, Plan Fénix es el intento, casi
ecologista se diría, de reorganizar
el mapa interior, quizá una defensa reactiva a esa amenaza
de asalto y ferialización de la economía social
y urbana que fue la posrestauración. Fénix, su nombre
lo remite impensadamente, es un itinerario póstumo. Es
la vida hueca de después de la muerte. La arquitectura
y la urbanización ya no tramitan una racionalidad, un modo
de gobierno. Todo revierte en veleidad, en signo estético.
La arquitectura es, como en tiempos de las grandes catedrales,
meramente significativa, incluso en un sentido muy restringido:
celebratoria, enfática, exhibicionista. Todo aparece museizado,
solemnizado, milagroseado.
La vieja máquina
civilizadora ya no cumple (ni volverá a cumplir, supongo
yo) su propósito. Seguramente por eso se ha dedicado a
convertirse en su propio monumento (y también en su propio
simulacro: el centro actual parece ser al centro rememorado lo
que Danger Four era a los Beatles). No puede hacer otra cosa
que mirar y mostrar su propio funcionamiento ya infértil.
Quizá por aquello de que el único pretexto de tener
algo inútil es admirarlo intensamente.
* Publicado
originalmente en Brecha.
|
|