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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



MONTEVIDEO - CENTRO DE MONTEVIDEO - CONTRA-HABITACIÓN - PLAN FÉNIX -

Itinerarios póstumos del centro*


Sandino Núñez

Si antes se soñaba con la épica de llevar la cultura céntrica montevideana a la periferia, ahora la cultura se hace lírica y pasiva, se invagina, se concentra en un punto, se encierra en una burbuja y hace lo único que parece estar a su alcance: exhibir su interior creativo


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La construcción de un hipermercado o de un shopping center, se dice, convierte automáticamente en un desierto todo lo que hay alrededor. Hay una rápida y violenta sacralización del espacio alrededor del shopping o de la terminal, de esos verdaderos himnos arquitectónicos a la invaginación del intercambio social. Ese circunespacio se convierte, más que en un desierto, en un cementerio, en la ciudad de los muertos: es el negativo, afuera, del exceso de vitalidad social que ocurre adentro. Todo recuerda, vagamente, a un refugio antiaéreo después de la gran explosión termonuclear.

Pero este cementerio público que ha dejado a su alrededor la implosión edilicia es transitorio. El mundo, afuera, no ha muerto, y el circunespacio desierto no tarda en ser asaltado, desde la periferia, por la sabandija itinerante de los sobrevivientes, la resistente cucaracha posnuclear, las hordas de los microempresarios nomádicos: el garrapiñero, el garotero, el manicero, el que vende libros viejos o la "papamatic 2000" o la corbata con sacacorchos - pequeña extravagancia del infraconsumo.

Como en las distopías futuristas de cómic, en los alrededores de la burbuja tecnológica de la ciudad celeste ocurre una especie de medievalización del territorio. El espacio quieto se ha maquinizado, se mueve, vive. Pero esta maquinización solamente pudo realizarse como re-maquinización, pues necesitó, como condición previa, que el espa-cio urbano se hubiera convertido en un espacio sagrado, monumentalizado, muerto. Lo mismo ocurre con la plaza, el parque, el paseo céntrico: su utilización como espacio productivo supone su desconstrucción, o mejor, su destrucción como espacio simbólico.

Es lo que Edward Said bautizaba con el nombre de contra-habitación: la ocupación o el copamiento de lugares públicos pero inhabitados. El ambulante toma la vereda pública o la plaza así como la familia toma el edificio abandonado a medio construir o el clochard el zaguán. En Montevideo, desde fines de la dictadura, ha habido movimientos de contrahabitación y contraofensivas, que hablan de una guerra por el espacio. Una guerra sorda, dilatada. Ya no se trata de luchar por los medios de producción sino por el espacio como condiciones de producción.

2

Los colorados gobernaban Montevideo. Y aún cuando no gobernaban, gobernaban. No sólo porque gobernaban en secreto, sino porque era imposible gobernar sin utilizar sus herramientas de gobierno: escuelas, liceos, universidad, estado, libros, periódicos, organización, leyes, arte, cultura, historia. Durante muchos años soplaron vientos colorados, vientos modernos, vientos de civilización.

La ciudad creció, se agigantó, lanzó sus esporas lo más lejos posible. Hasta Cerro Largo, hasta Rivera, hasta Masoller. La cultura de este casco urbano, cultura clásica nacida con fuerza en los sitios y los acosos, apretada por los sitios pero también robustecida por ellos, quiso irse lejos, fecundar en tierra bárbara, hacerse nacional. El SODRE fue un grupo de ciudadanos preocupados hablando en voz baja, luego fue una orquesta cuyo barullo podía oírse desde un par de cuadras, luego fue una radio, luego un canal de televisión. La escuela rural reproducía (no podía no reproducirla) y diseminaba alegremente la arquitectura espiritual urbana: una autoridad racionalista, una didáctica, una organización, una bandera, una figura totémica en medio del patio, de la plaza pública.

Estos vientos, después de la dictadura, cambiaron. Lo que algunas veces se ha llamado con el nombre de posrestauración resultó de una inversión cómica de la utopía de irradiar la cultura céntrica hacia la periferia. No hubo, como se quiso en algún momento tanto a izquierda como a derecha, que llevar la cultura a los barrios. Los barrios tomaron el centro por asalto. Al grito de "¡Garoto, Garoto!" (y no "Garoto o muerte", o "el Garoto o la tumba", ya que la cultura microscópica de la periferia ignora el arte de autocontemplarse en clave épica, en el énfasis, en la exageración, en la elocutio), se levantaron ferias y ciudades instantáneas, se acordonó 18 de Julio, se rellenaron espacios huecos, pequeñas máquinas se ensamblaban a otras y a otras para brotar como yuyos en los espacios públicos, en los espectáculos, en los partidos de fútbol, en las criollas.

Hacía muchos años que los porteños habían tomado el litoral. En ese entonces entraban a Montevideo en un grotesco helado de revistas, travestis, Telefé, Menem, Tinelli, el Martín Fierro. La frontera norte era brasilera. Una nueva federación, omnívora, nos había estrangulado: el Mercosur. Daba la sensación de que la ciudad ya no crecía ordenadamente hacia la periferia, sino que se descontrolaba hacia adentro. Parecía verificarse que toda ciudad sitiada, tarde o temprano, es tomada por asalto.

Pero en la segunda mitad de los 90, ya en la segunda presidencia de Sanguinetti y con Arana como segundo intendente frenteamplista de Montevideo, repentinamente, la fuerza crítica y novelesca de este gótico se apaga. En poquísimo tiempo opera una segunda mutación que invierte, en apariencia, el sentido de la primera. Lo que la primera administración municipal de la izquierda uruguaya barre con ciertas dificultades, la segunda plumerea y abrillanta. Desaparece el ambulantismo de 18 de Julio. Se recaptura a la población nomádica del post-empleo y su fuerza de trabajo no proletarizada en nuevos predios feriales. La guerra por el espacio público parece haber sido resuelta de un modo prolijo y eficaz.


3.

Esta segunda mutación viene inscripta en un nombre pretencioso, estrafalario y anacrónico: Plan Fénix. Se trata de un eje de remonumentalización del Centro, apoyado en la primera gran utopía urbana: paseos peatonales prolijos y arreglados, recreación, contemplación, exchange simbólico. La ciudad, ya resignada a no poder expandirse, ahora quiere repararse. Quiere volver a pensarse como utopía letrada, como paseo y recreación, como juegos de recuperación estética de la memoria.

Arranca en la restauración de la peatonal Sarandí y en 18 con sus veredas ensanchadas, los árboles replantados y los bancos que convierten a toda la avenida en una gran plaza, en una gigantesca sala de estar. En toda esa gran pieza se cuelgan objetos, así como el living-room pequeñoburgués, museizado, cuelga cuadros y chirimbolos, así como la plaza "cuelga" monumentos e historia. Dije se cuelgan -y quiero decir: no se ensamblan. No se ponen a producir como el garrapiñero o el tortafritero, máquinas de sobrivivir, máquinas de profanar el espacio sagrado, de convertirlo en condiciones de producción.

El espacio público, sacralizado, utopizado, es antiproductivo. En su superficie improductiva de mesa de disecciones, no se puede hacer otra cosa que acostar el cadáver -el monumento. El espacio improductivo no se ensambla a nada, por definición. Es un escenario, una mesa donde se coloca la historia, lo bello, lo sacro, aquello que no puedo tocar ni manipular. Una pared donde se cuelgan los cuadros, los retratos, los diplomas - el recuerdo, la belleza, la identidad, el origen. Es el espacio del fetiche, del milagro del que provenimos.


Un inventario de colgajos

- El gigantesco espejo del Palacio de Justicia, impensada metáfora del carácter refractario de la justicia estatal, detenido por treinta años.


- El Hotel Victoria Plaza. En su momento disparó el horror ideológico de la invasión de un Otro coreano, fundamentalista, fanático y anticomunista, o el horror estético de la invasión al equilibrio urbano con una mole bunkerizada más alta que el Palacio Salvo. Ahora se suma, aproblemáticamente, a la lista de objetos colgados por el Plan Fénix. La secta Moon era siniestra, inquietante, peligrosa, mala. El edificio era feo, demasiado alto, le quitaba luz natural a la zona. Ya no importa: todo se ha reencontrado finalmente en la utopía posconciliar del renacimiento del centro, el paraíso protestante de después del juicio final, ese espacio imposible al que todas las desviaciones le pertenecen.


- El Edificio Auditorio del SODRE. Con él entendemos que la cultura estatal ha caído dentro de su propia masa. El edificio mismo parece resultar de la inversión del principio centralizante, fecundante y expansivo que había caracterizado al circuito cultural urbano. Es un paseo vidriado y transparente, ligeramente obsceno. Si antes se soñaba con la épica de llevar la cultura céntrica montevideana a la periferia, ahora la cultura se hace lírica y pasiva, se invagina, se concentra en un punto, se encierra en una burbuja y hace lo único que parece estar a su alcance: exhibir su interior creativo. Donde antes había algo centrífugo, un movimiento hacia afuera, una conquista, ahora hay un retorno al centro, que no es sólo metafórico: un edificio vidriado, una especie de aleph, juego de transparencia arquitectónica en el centro del centro de la ciudad, donde la cultura del Estado exhibe, para el pasmo del iletrado dominguero, la delicadeza de su interioridad atareada.


- La Estación Central de Ferrocarriles, alguna vez centro de la telaraña radiada del Uruguay moderno y ahora reciclada en lujoso galpón de agitación cultural. Repite la metáfora del anterior: la invaginación, la implosividad, características de este último período de la historia de la civilización uruguaya.


- La torre de Antel es la erección de la nueva empresa estatal, pero también es el S.S. Enterprise. Monumento a la conquista uruguaya del espacio y también "startrekización" de la economía urbana, especie de circo tecnológico o de ovni, himno compadre y nuevo rico del Estado al superávit de sus empresas.


- Nuestra utopía termina, finalmente, saltando al cosmos en el inefable láser azul de los jardines del Edificio Libertad, fuegos artificiales en perpetua celebración de la democracia.



Visto más de cerca, Plan Fénix es el intento, casi ecologista se diría, de reorganizar el mapa interior, quizá una defensa reactiva a esa amenaza de asalto y ferialización de la economía social y urbana que fue la posrestauración. Fénix, su nombre lo remite impensadamente, es un itinerario póstumo. Es la vida hueca de después de la muerte. La arquitectura y la urbanización ya no tramitan una racionalidad, un modo de gobierno. Todo revierte en veleidad, en signo estético. La arquitectura es, como en tiempos de las grandes catedrales, meramente significativa, incluso en un sentido muy restringido: celebratoria, enfática, exhibicionista. Todo aparece museizado, solemnizado, milagroseado.

La vieja máquina civilizadora ya no cumple (ni volverá a cumplir, supongo yo) su propósito. Seguramente por eso se ha dedicado a convertirse en su propio monumento (y también en su propio simulacro: el centro actual parece ser al centro rememorado lo que Danger Four era a los Beatles). No puede hacer otra cosa que mirar y mostrar su propio funcionamiento ya infértil. Quizá por aquello de que el único pretexto de tener algo inútil es admirarlo intensamente.

* Publicado originalmente en Brecha.

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